@gara_dlazkano

Brexit: un terremoto geopolítico de consecuencias imprevisibles

La atención se centra estos días en el brutal impacto del Brexit en el completamente descabezado mapa político británico y mira de reojo las fluctuaciones financieras mundiales. Pero el verdadero terremoto de la salida británica de la UE es geopolítico. Y sus consecuencias se verán en años.

Dabid Lazkanoiturburu (Gorka RUBIO/ARGAZKI PRESS)
Dabid Lazkanoiturburu (Gorka RUBIO/ARGAZKI PRESS)

El Brexit ha abierto una brecha de consecuencias desconocidas en el orden internacional inaugurado tras el desmoronamiento de la URSS y de los regímenes del llamado socialismo real.

Ese orden aprovechó el estrepitoso fracaso de la experiencia igualitarista comunista soviética hace 25 años para instaurar el reinado absoluto del neoliberalismo económico, lo que ha multiplicado exponencialmente en los últimos años la desigualdad social y, en paralelo con la globalización, ha creado una crisis de identidad y una angustia existencial en amplias capas de la población occidental.

Estas, desde el obrero de Lancashire hasta el seguidor de Donald Trump de Detroit, responden con un repliegue identitario y con un voto anti que mezcla el loable desplante a las élites y el rechazo a todo lo que, de malo pero también de bueno, ha supuesto y supone, la modernidad globalizadora occidental.

Porque el impacto del Brexit va más allá del orden instaurado por el capitalismo triunfante en 1990 y ha desbordado la red de alianzas creada tras la Segunda Guerra Mundial. El FMI, la OTAN, la OCDE y el BM son tan perdedores en el referéndum como lo fue el propio ya expremier británico, David Cameron. No en vano se implicaron de lleno y sin éxito por el «Remain».

Pero la alegría por ver cómo todos ellos muerden el polvo se convierte en triste consuelo al comprobar que el Brexit llega de la mano y fortalece el irresistible avance de la extrema derecha, esa que suspira por el regreso a los años treinta tras acabar con el «decadente orden de la República de Weimar».

Pero vayamos por partes.

Gran Bretaña ha decidido, paradójicamente, salir de una Unión Europea que había logrado modular a su imagen y semejanza. Londres ha sido el gran valedor de los dogmas de libre mercado y la competencia. Dogmas que, contra lo que aseguran algunos revisionistas que insisten en la concepción primigeniamente socialdemócrata de la UE, están en el origen del nacimiento de su antecesora, la CEE, en el Tratado de Roma de 1957.

Solo así se entiende que Gran Bretaña entrara en la UE en 1973 –entonces fueron los laboristas los que forzaron y perdieron un referéndum de Brexit tres años después–.

Eso sí, el liderazgo conservador presionó desde entonces por desterrar cualquier veleidad no ya socialdemócrata sino incluso caritativamente democristiana de su ideario. «Todo (el gran) mercado y nada más que mercado», en palabras de Margaret Thatcher, dama de hierro y primera ministra muerta recientemente pero políticamente resucitada tras el giro a la derecha de los conservadores británicos en el gobierno post-Brexit, capitaneado por Theresa May.

En los últimos años, los británicos ya habían sido la punta de lanza del escoramiento neoliberal, y todo apunta a que mantendrán e intensificarán aún más esa tendencia, aunque lo harán solos, si como todo apunta Gran Bretaña sale finalmente de la UE. Con todo, el desprecio a la implicación pública y social en la economía no queda huérfano en la Unión, ya que estaba siendo capitaneado cada vez con menos rubor por la Alemania de Angela Merkel.

Paralelamente, en política exterior, Gran Bretaña ha sido históricamente la quinta columna de EEUU en Europa. Las conclusiones del informe Chilcot sobre la ilegal decisión de invadir Irak en la que participó entusiastamente el exprimer ministro Tony Blair, lo que le enfrentó a Francia y Alemania, son el último ejemplo de la supeditación acrítica británica a los planes –o a la ausencia de ellos– de EEUU.

¿Y ahora qué? Los defensores del Brexit apelan a la «relación especial» con EEUU, uno de cuyos ejes es la alianza de países de habla inglesa (anglosfera), que incluye a EEUU y a los llamados por Churchill «dominios blancos» (Canadá, Australia y Nueva Zelanda). Estos países configuran desde el fin de la Guerra y a raíz de varios tratados secretos el conocido como «Club de los Cinco Ojos».

Paralelamente, insisten en reivindicar nostálgicamente el papel de Gran Bretaña en la Commonwealth, mancomunidad de 53 estados libres de todo el mundo. Lo que no dicen es que se trata de una rémora imperial con escaso efecto real en la geopolítica mundial.

Otro tanto ocurre con la alianza anglófona. Australia y Nueva Zelanda juegan otra liga en el sudeste asiático y en el Pacífico. Canadá mira a su vecino y hermano mayor estadounidense.

«Gran Bretaña perdió un imperio y aún no ha encontrado su papel». La cita, que data de 1962 y se inscribe en un discurso de Dean Acheson, secretario de Estado del presidente estadounidense Harry Truman, ha recobrado actualidad tras el Brexit.

El presidente Obama, que hizo campaña activa por la permanencia británica en la UE, se apresuró a recular y a asegurar que el Brexit no afectará a la relación bilateral.

Pero el actual inquilino de la Casa Blanca ya ha hecho las maletas e indudablemente habrá que esperar al desenlace del duelo Clinton-Trump de las presidenciales del domingo. Y es que una victoria del showman multimillonario, que no se descarta aunque se da como improbable –tan improbable como la victoria del Brexit–, supondría otro seísmo de proporciones si cabe comparables, o mayores, a la del referéndum británico.

Más allá de futuribles, la lógica de la realpolitik apunta a que EEUU, al que como toda potencia –y más si es la mayor– mueven primero los intereses y luego los intereses, ya estará pensando en mover fichas y diversificar sus alianzas.

Y es que Gran Bretaña era el ancla de EEUU en la UE, el aliado que le permitía atar en corto a Europa e impedir no ya su vuelo libre sino incluso la posibilidad de desmarcarse y marcar una política internacional propia.

EEUU tiene un problema porque no tendrá fácil hallar un sustituto de altura. Los países del este, la «Nueva Europa» de Rumsfeld con todo su seguidismo a Washington, no se pueden comparar con Gran Bretaña, que podría tener que pagar finalmente el peaje de no ser tan imprescindible para Washington.

La Rusia de Putin se ha encontrado con un regalo inesperado. No solo ve cómo el «perrito faldero» de EEUU abandona la UE sino que asiste alborozado al debilitamiento y la perplejidad de la Unión, forzada como mínimo a un replanteamiento total de la construcción europea.

Todo ello en un momento en el que Rusia busca revitalizar su peso como potencia regional y ha vuelto a asomar la cabeza en el escenario mundial (implicación directa en la guerra siria, desembarco diplomático en un Oriente Medio que vuelve al ostracismo autoritario tras el fracaso de las revueltas árabes...).

Dos años después de que diera un puñetazo encima de la mesa en Ucrania (con la anexión de Crimea), y sometido a unas sanciones internacionales que, unidas al bajo precio del petróleo, han sumido al gigante euroasiático en una grave crisis económica de la que no termina de salir, Putin sonríe.

Y es que es en esa clave, en la de la venganza por los continuos agravios de Occidente, en la que se inscriben los guiños del Kremlin a la extrema derecha eurófoba, sus alabanzas a Trump y sus escarceos con los cada vez más autoritarios líderes políticos del este de Europa.

Es evidente que al omnímodo inquilino del Kremlin y a su «democracia soberana a la rusa» nada le impide coquetear con el «ultra» húngaro (magiar) Viktor Orban pero todo apunta a que el cálculo es utilitarista: mantener enredada lo más posible a la UE en sus contradicciones.

Los analistas discuten sobre si el Brexit forzará a EEUU a volver su mirada a Europa o si, al contrario, optará por el regreso al aislacionismo (preconizado por Trump) o por girar definitivamente su interés hacia Asia y el Pacífico. Al margen de que en estas dos últimas opciones siempre gana Rusia, conviene detenerse en el impacto del Brexit sobre la relación entre Londres y Pekín.

La creciente cooperación financiera en los últimos años entre China y Gran Bretaña es un hecho. La City londinense es desde 2014 el primer y mayor centro mundial de cambio del renmimbi (yuan). Pero la cooperación va más allá e incluye los guiños de Pekín a Gran Bretaña en torno a su megaproyecto de la nueva ruta de la seda y la decisión de Londres de integrar el Banco Asiático (chino) de Inversiones en Infraestructuras (BAII). No falta quien augura la paradoja de que el Brexit de la «soberanía e independencia» británica podría derivar en una creciente subordinación al gigante asiático.

La UE ha perdido a uno de sus cinco grandes socios y al tercer país más poblado de la UE. Poco, si tenemos en cuenta que realmente Gran Bretaña nunca estuvo en la UE y comparado con que lo que el Brexit ha venido a confirmar es que la Unión no tiene pulso. El debate está entre los que opinan que ya es pasado y que su reforma no es sino un vano intento de resucitar al muerto y los que defienden la terapia de choque (más Unión) para reanimar las constantes vitales del moribundo.

Muchos coinciden en que toca a la dubitativa Alemania decidir si asume de una vez y con todas las consecuencias el papel director de la UE. Lo está haciendo en términos fiscales (austericidas) y económicos y amaga con asumir el mando militar con la presentación de su Libro Blanco de Defensa. Pero, precisamente, asumir el mando político de la UE pasaría por revisar tanto la política económica autodestructiva de la UE de los últimos años como su seguidismo militar atlantista. Y eso es, a día de hoy, puro desideratum.