Pello GUERRA - 7K
IRUÑEA

La I Guerra Mundial

El 28 de julio de 1914 comenzaba una de las contiendas más sangrientas de la historia de la humanidad. Finalizó el 11 de noviembre de 1918, y en el camino quedaron decenas de millones de vidas truncadas. Conocida también como la Gran Guerra, fue un conflicto de dimensiones desconocidas hasta entonces, en el que ochocientos millones de personas, la mitad de la población mundial, se vieron envueltas. Setenta millones de soldados movilizados, dieciséis millones de muertos, seis millones de prisioneros, diez millones de refugiados en toda Europa, tres millones de viudas y seis millones de huérfanos en los países beligerantes... Las cifras son escalofriantes. Son múltiples los aspectos desde los que podríamos enfocar la contienda y siempre quedaría algo por tratar. En 7K, nos hemos centrado en tres aspectos: La economía como factor determinante del estallido del conflicto; los efectos de la contienda en el norte de Euskal Herria; y los ecos de esa guerra total en el cine, la literatura, el arte y la arquitectura. Además, nos acercamos a los Dolomitas de Sesto, las montañas perfectas, paraíso de montañeros y escaladores, cuyas inmensas paredes y verdes valles guardan en la memoria algunas de las escenas más cruentas del enfrentamiento bélico que sacudió Europa hace un siglo.

Escena del campo de batalla de la I Guerra Mundial.
Escena del campo de batalla de la I Guerra Mundial.

Este año se conmemoran los cien años del comienzo de la Primera Guerra Mundial, una conflagración que siempre se ha atribuido al militarismo y al nacionalismo de las potencias implicadas, pero detrás de la cual también existían poderosas razones económicas que llegaron a ser determinantes para que 16 millones de personas perdieran la vida entre 1914 y 1918.

Sarajevo, 28 de junio de 1914

Seis nacionalistas serbobosnios aguardan el paso de la comitiva del archiduque Francisco Fernando de Austria, heredero del Imperio austrohúngaro, para atentar contra él durante una visita que está realizando a la ciudad bosnia. Le lanzan una bomba, que el archiduque desvía con su propio brazo antes de estallar en la calle. A pesar de lo ocurrido, el grupo de seis vehículos continúa su recorrido y entonces aparece el estudiante nacionalista serbio Gavrilo Princip, quien, con dos disparos de revólver, pone fin a la vida de Francisco Fernando de Austria y de su esposa Sofía Chotek.

El muerto no gozaba de gran estima en su propia tierra, pero la ocasión era perfecta para que Viena contara con un casus belli con el que forzar un conflicto con su incómodo vecino serbio. El Imperio austrohúngaro exigió investigar el doble crimen en territorio controlado por Belgrado, ya que consideraba que la organización Mano Negra, a la que estaba ligado Princip, tenía conexiones con los servicios secretos de Serbia, que buscaba anexionarse Bosnia.

Viena dio un ultimátum a Belgrado el 7 de julio para que aceptara esa investigación, exigencia a la que las autoridades serbias se negaron en redondo, ya que contaban con el apoyo de la Rusia del zar Nicolás II. Ante esa negativa, el 28 de julio, Austria-Hungría declaró la guerra a Serbia. Al día siguiente, Nicolás II ordenó la movilización general. En virtud de la Triple Alianza, que le unía a Viena, Alemania declaró la guerra a Rusia el 1 de agosto, lo que a su vez activó los acuerdos existentes entre el Estado francés y Rusia, conocidos como la Triple Entente, de tal manera que París puso en alerta sus fronteras. Al conocer este movimiento, Alemania declaró la guerra al Estado francés el 3 de agosto. Gran Bretaña, aliado de París, entró en el conflicto cuando Berlín invadió la neutral Bélgica en su afán por alcanzar territorio francés. En cuestión de una semana, y como si fueran piezas de un dominó cayendo empujadas entre sí, las principales potencias del continente europeo estaban en guerra. ¿Cómo se había llegado a esta situación?

Habitualmente se ha recurrido al nacionalismo y al afán armamentístico de esas potencias para explicar el estallido de una de las mayores matanzas de la historia de la humanidad. Pero las disputas económicas se encontraban muy presentes en el fondo de las alianzas y los odios que habían forjado los dos bandos, que se desgastarían en una larga y dolorosa guerra. Una conflagración que se prolongaría hasta el 11 de noviembre de 1918, que se cobraría 16 millones de vidas (una por cada segundo de la guerra) y en la que también participarían por los Aliados Japón, Estados Unidos e Italia (en origen, miembro de la Triple Alianza junto a Alemania y el Imperio austrohúngaro, pero que cambió de bando al comenzar la guerra), y el Imperio otomano y Bulgaria por parte de las potencias centrales, dando la definitiva dimensión mundial al conflicto.

La pugna por nuevas colonias

Aunque la conflagración como tal estalló en 1914, los cimientos de la Gran Guerra se habían puesto a finales del siglo XIX. La Segunda Revolución Industrial estaba en pleno apogeo y las potencias inmersas en esa vertiginosa espiral económica necesitaban más materias primas, nuevos contingentes de mano de obra barata y nuevos espacios en los que colocar su producción.

El Estado francés y Gran Bretaña resolvieron ese problema ocupando la mayor parte de África, Oceanía e importantes áreas de Asia. Sin embargo, nuevos competidores querían participar en el reparto de ese pastel. Uno de ellos era Estados Unidos, que decidió extender su influencia en el mismo continente americano. Más difícil lo tenía Alemania, que se había unificado poco antes, en 1870, y que se estaba convirtiendo en el nuevo coloso que emergía en el Viejo Continente. A finales de la centuria, la economía alemana experimentó un crecimiento impresionante, hasta el punto de que hacia 1900 había superado a Gran Bretaña y era la primera potencia económica del mundo. Pero si no quería ver frenado ese crecimiento, necesitaba nuevos mercados, como les había ocurrido a París y Londres, y entonces comenzaron las tiranteces, ya que estas últimas potencias se negaban a que Alemania incrementara sus colonias. Este hecho hizo que los vínculos entre Gran Bretaña y el Estado francés, que habían sido enemigos irreconciliables durante siglos, se estrecharan para hacer frente al rival común, mientras que la aislada Alemania ponía los ojos en Austria-Hungría, que tenía roces con Rusia por el interés de ambos estados en expandir su influencia en la zona de los Balcanes. De por medio aparecía Italia, que, también necesitada de nuevos mercados, se había hecho con Libia y varias islas del mar Egeo que arrebató al decadente Imperio otomano. Y de esta manera se fueron forjando las alianzas que terminarían estableciendo los dos bloques de contendientes que se enfrentarían en la Primera Guerra Mundial.

Como todos los implicados en las citadas disputas económicas eran conscientes de que estos encontronazos terminarían desencadenando un conflicto, la industria armamentística se vio impulsada hasta el punto de que, a principios del siglo XX, cerca del 10% de la mano de obra de las potencias europeas se destinaba a este sector, que se convirtió en uno de los pilares de la economía de la época.

Solo faltaba la chispa y el atentado de Sarajevo fue la excusa que todos esperaban para lanzarse contra su enemigo con el objetivo de obtener la mayor tajada posible. De hecho, a comienzos de septiembre de 1914, es decir, nada más estallar la guerra, en Berlín ya tenían claro qué iban a conseguir con su triunfo. Según señala Max Hastings, uno de los mayores expertos en este conflicto, los alemanes, que confiaban en una rápida victoria, habían decidido que «Francia entregaría a Alemania todos sus depósitos de minerales de hierro, la región fronteriza de Belfort, la franja costera que va desde Dunkerque hasta Boulogne sur Mer, la vertiente occidental de la cordillera de los Vosgos; y pagaría grandes compensaciones en efectivo». Además, «se anexionaría Luxemburgo, Bélgica y Holanda serían estados vasallos y se reducirían las fronteras de Rusia». Y entroncando con su aspiración de lograr nuevos mercados, Hastings añade que Berlín tenía previsto crear «un vasto imperio colonial en el centro de África y una unión económica alemana que se extendería desde Escandinavia hasta Turquía».

Como se puede apreciar, el botín de guerra que Alemania esperaba conseguir era muy sustancioso, a pesar de que, según el experto Max Hastings, podría haber obtenido mayores réditos sin la conflagración en vista de que «Alemania disfrutaba de tal éxito económico e industrial en 1914 que si no hubiera habido una guerra, habría dominado Europa en tan solo veinte años y lo habría hecho de una forma pacífica».

En el otro bando también tenían muy presente la vertiente más económica de la guerra desde sus comienzos, ya que si el Estado francés consiguió mantenerse combativo a los meses de estallar el conflicto fue gracias a los préstamos de Gran Bretaña. De hecho y según destaca Hastings, responsables de ambos estados se reunieron en el invierno de 1914-1915 «no para discutir estrategias militares, sino para debatir cómo se iba a pagar la guerra».

Si el factor económico estuvo entre los desencadenantes de la conflagración, en su desarrollo y final fue también determinante. Como añade al respecto el experto inglés, «Inglaterra pudo financiar la guerra, pero a costa de llevar al país a la ruina» y consiguió mantener el costoso conflicto gracias «al apoyo de Estados Unidos, al que Londres tuvo que pedir préstamos en 1917». Ese respaldo económico de los norteamericanos «fue mucho más decisivo para derrotar a las potencias centrales que su ayuda militar», ya que Inglaterra terminó la guerra en bancarrota.

El dinero inyectado por las potencias era devorado por la maquinaria de guerra con el fin de conseguir una victoria militar que supondría el pago de indemnizaciones millonarias para los derrotados, ya que había que compensar el descomunal gasto obteniendo algún tipo de beneficio. Así que esos fondos iban a parar a la producción de las armas empleadas en esta guerra moderna, como ametralladoras, alambre para las trincheras, tanques (los primeros se utilizaron en la batalla del Somme en 1916) y aviones, además de gases, ya que este conflicto quedó en la historia como el primero en el que los contendientes recurrieron a la guerra química.

El hecho de que el tejido productivo se orientara por completo a la producción de armamento hizo que los bienes de consumo empezaran a escasear, lo que tuvo un impacto tremendo entre las clases más bajas de las sociedades en conflicto, una circunstancia que terminaría desencadenando la Revolución rusa, que se saldó con el fin del régimen de 300 años de los Romanov y la llegada al poder de los bolcheviques.

Otra de las consecuencias de la guerra en la economía del momento fue que, como los hombres se encontraban en el frente, se produjo la incorporación masiva de la mujer al mundo laboral, llegando a suponer más del 40% de los trabajadores metalúrgicos, lo que favoreció la expansión del movimiento feminista.

Europa en quiebra

Desde el punto de vista económico, el resultado final de la Primera Guerra Mundial fue una Europa en quiebra, un balance muy alejado de las optimistas metas que se habían fijado los contendientes al estallar el conflicto. Si las consecuencias fueron muy duras entre los vencedores (bancarrota en Gran Bretaña y Estado francés, y cambio de régimen en Rusia), todavía resultaron más draconianas entre los vencidos. El Imperio austrohúngaro fue disuelto dando paso a los estados de Austria, Hungría, Checoslovaquia y Yugoslavia, y el Imperio otomano se disolvió para pasar a ser Turquía. El Imperio alemán también desapareció y fue reemplazado por la República de Weimar, que gobernaba sobre un país intacto, aunque arruinado económicamente. En su territorio no se había librado ninguna batalla, lo que hizo que los alemanes tuvieran la impresión de que realmente no habían sido derrotados. Pero los vencedores sí tenían claro quién debía pagar la cuantiosa factura generada por los cuatro años de matanza. Así quedó reflejado en el Tratado de Versalles, en el que se establecieron las indemnizaciones que debían pagar los vencidos. A Alemania le tocaron 226.000 millones de marcos del Reich, que se redujeron a 132.000, aunque seguía siendo una cifra desorbitada que, con varios parones, se terminó de abonar en octubre de 2010, a cuatro años del centenario del comienzo del conflicto. Se calcula que, en total, los alemanes habrán pagado unos 337.000 millones de euros como “responsables” de desencadenar la Gran Guerra.

En su momento, el peso de la deuda resultó tan asfixiante para los alemanes que estuvo detrás de la hiperinflación que sufrió el país, de que la crisis de la Gran Depresión fuera especialmente aguda y que estas circunstancias favorecieran la llegada al poder del nazismo.

Lo más curioso de todo este gran desastre es que el principal beneficiario de la Primera Guerra Mundial no fueron las potencias europeas que buscaban defender y potenciar sus intereses económicos, sino uno de los países emergentes: Estados Unidos. Aunque participó en el conflicto, su territorio quedó a salvo de la destrucción y su industria se encargó de abastecer de armas a los europeos para que se mataran entre sí. Ese hecho permitió que EEUU se convirtiera en la primera potencia económica mundial, ya que antes de la guerra, más del 55% del PIB mundial era europeo y después de la conflagración, el 45% lo generaban los estadounidenses.

Por lo tanto, aunque los contendientes se habían lanzado a la guerra dispuestos a consolidar o acrecentar su influencia económica en el conjunto del mundo, lo cierto es que, tras cuatro años de sangría, Europa había perdido peso político y especialmente económico a causa de sus rencillas internas. Una lección que no parecieron aprender sus dignatarios, ya que al final de la Gran Guerra, lejos de buscar la reconciliación, se sentaron las bases para que unas pocas décadas después (en septiembre se cumplirán 75 años) estallara un conflicto todavía más duro y desgarrador: la Segunda Guerra Mundial.