David LAZKANOITURBURU

Réquiem ahogado en sangre por los nefastos Acuerdos Sykes-Picot

La guerra en varios frentes que asolan a Oriente Medio es nieta de los acuerdos que diseñaron la región hace cien años pero se ha tornado hoy en su verdugo, al hacer saltar por los aires las arbitrarias fronteras que impusieron las potencias europeas. Sykes-Picot ha muerto. Falta saber quién será su enterrador.

Hacia un nuevo e incierto mapa de Oriente Medio. (AFP)
Hacia un nuevo e incierto mapa de Oriente Medio. (AFP)

Un yihadista del Estado Islámico borra una línea imaginaria en la arena y pisa una vieja placa colonial que marcaba la frontera entre Siria e Irak. Con el vídeo, divulgado a mediados de junio de 2014, el ISIS anunciaba el final de los Acuerdos Sykes-Picot, que cumple cien años y en el que las potencias coloniales británica y francesa diseñaron un mapa de Oriente Medio que ignoraba no ya los anhelos sino incluso las realidades de las poblaciones de la región.

El ISIS presenta así en sociedad su recién instaurado califato y, a efectos históricos, hace saltar por los aires las fronteras trazadas por las potencias europeas en Oriente Medio. El analista Patrick Cockburn no duda de que «el nacimiento de un nuevo Estado creado por el ISIS es el cambio más radical en la geografía de Oriente Próximo desde los Acuerdos Sykes-Picot». Abonan esta tesis las milenarias, y por tanto inmensurables, pretensiones del ISIS de expandir su califato por toda la umma (comunidad musulmana mundial) hasta Al Andalus (Península Ibérica) e incluso más allá.

El tiempo y la secuencia de acontecimientos militares dilucidarán si el ISIS es solo un tigre de papel o si su apuesta mantiene futuro en un contexto de disolución de estructuras estatales como Siria, Irak...

Ahora bien, nadie tiene dudas de que el diseño geopolítico forjado hace cien años es ya historia. Que sea sustituido por estructuras más viables y a la vez más respetuosas con los deseos de sus pueblos o por una nueva versión de los equilibrios imperiales dependerá del desenlace de la guerra cruzada y en diversos frentes, incluido el geoestratégico, en la región.

Los Acuerdos de Sykes-Picot y la serie de declaraciones y tratados que le siguieron, supusieron el reparto por parte de los imperios británico y francés de los despojos árabes del imperio otomano, que en 600 años de existencia se extendió en tres continentes y que, tras llegar casi a Viena en 1529, iniciaría tres siglos más tarde un lento pero imparable declive que le llevó a su definitivo hundimiento en la Gran Guerra

Para entonces Francia ya había hecho explícitas sus pretensiones sobre Siria y el Levante. Y Gran Bretaña, que había arrebatado a los otomanos Egipto en 1882, se encargó de jugar con los sueños de emancipación árabes.

Expertos como Francisco Veiga (“El Turco”, editorial Debate) desmitifican el impulso inicial de la revuelta árabe contra la Sublime Puerta de Estambul, iniciada el 5 de junio de 1916 y liderada por el emir hachemí de La Meca, Hussein. Más allá del mito, literario y cinematográfico, en torno a Lawrence de Arabia, quien prometió al guardián de los lugares santos que Londres reconocería la independencia de un gran estado árabe en caso de que se rebelara contra los otomanos, esa revuelta tuvo grandes problemas para salir de la provincia saudí de Hiyaz y contagiar a Irak y a Siria. Menor entusiasmo aún generó en Egipto, Argelia y en el mundo islámico, que ya recelaba de las verdaderas intenciones británicas.

Sin embargo, la deriva propia del imperio otomano reforzaría a la postre las ansias secesionistas no solo de árabes sino de otros pueblos como el armenio, el kurdo... como habían hecho antes los pueblos balcánicos. El movimiento de los Jóvenes Turcos, que llegó al poder en Estambul en 1908 comenzaba ya a dar muestras de un centralismo autoritario que sería la seña de identidad de la nueva Turquía de Mustafah Kemal Attaturk.

A partir de 1915, las élites árabes sufren la represión otomana. Esta es mucho más cruel con los cristianos de Anatolia, los cristianos de Monte Líbano y los armenios, que sufrirán un genocidio a manos de los turcos.

Pero Rusia, y no solo Gran Bretaña y Francia, también exigía su parte en el pastel. Ya en 2015, coincidiendo con el ataque de los Dardanelos – que culminaría con la derrota aliada en la batalla de Gallipolli–, Londres y París accedieron a las pretensiones de la Rusia zarista de una futura anexión de Estambul (la histórica Constantinopla) y de los Estrechos, garantizándole así a Moscú su siempre ansiada salida al Mediterráneo. El acuerdo incluía el control ruso de buena parte de Anatolia Oriental

Los ministros de Exteriores británico, Mark Sykes, y francés, Georges Picot, se pusieron de acuerdo en secreto para el conocido como gran expolio en diciembre de 1915. Rusia dio su placet en marzo de 2016 al tratado que llevaba el nombre de ambos diplomáticos y que fue firmado en mayo hace 100 años.

Fue precisamente la Revolución Rusa de 1917 y el hundimiento del herido imperio zarista la que sacó a Moscú del tablero. Y fue el nuevo poder ruso, a partir de octubre soviético, el que denunció el reparto imperialista de Oriente Medio.

Los acuerdos Sykes-Picot establecían una divisoria en el desierto entre el norte bajo control francés y el sur sometido a mandato británico, una línea imaginaria entre la palestina San Juan de Acre (hoy en manos de Israel) y Kirkuk, en Mesopotamia (hasta ayer Irak y hoy recuperada por los kurdos). Los acuerdos incluían explícitamente el reconocimiento de un gran Estado o de una confederación de estados árabes pero que quedaba muy lejos de las ambigüas pero reales promesas que Gran Bretaña hizo al jerife Hussein.

El tratado incluía asimismo el establecimiento de una administración internacional en Palestina. El llamado Condominio Aliado obedecía al creciente asentamiento de decenas de miles de colonos judíos siguiendo las directrices de las campañas sionistas de «regreso a la Tierra Prometida». De hecho, aquella solución intermedia para Palestina era en realidad fruto de la presión de Francia, que reivindicaba que toda la fachada marítima de Tierra Santa, incluida Líbano, formaba parte de la Siria histórica o, mejor dicho, de la Gran Siria francófona, francófila y bajo su tutela.

Gran Bretaña aprovechó el descarte ruso del reparto para arrinconar a Francia. Así, no dudó en jugar la carta sionista para asumir el control de Palestina. Tomando como base los planteamientos particularmente agresivos del nuevo primer ministro británico, David Lloyd George, su secretario de Exteriores, Arthur James Balfour, publicó en diciembre de 1917 la declaración que lleva su nombre y por la que Gran Bretaña abogaba por la creación de un «hogar nacional para el pueblo judío».

La declaración, publicada en paralelo a la ofensiva británica sobre Palestina, sigue siendo a día de hoy el acta fundacional del Estado sionista de Israel.

La derrota total del Ejército turco y sus aliados de los imperios centrales en 1918 supondrá la consagración de los acuerdos de Sykes Picot en la conferencia internacional de paz de París y en las sucesivas cumbres de las potencias vencedoras.

EEUU, que había entrado en el último momento en la guerra como «asociado», y no como «aliado» de Gran Bretaña y Francia, trató, de la mano del presidente, Woodrow Wilson, de contrarrestar la influencia de los imperios europeos proponiendo que una comisión internacional verificara los deseos de los pueblos de la zona antes de establecer las fronteras y límites de los nuevos mandatos, que deberían ser adscritos a su a la postre malograda Sociedad de Naciones (germen de la ONU).

Wilson defendía la «primavera de los pueblos orientales» y proclamaba el derecho a la autodeterminación de árabes, judíos, armenios y kurdos. No falta quien relativiza ese impulso autodeterminista por parte de un país, EEUU, que emergía ya como la futura potencia mundial.

Británicos y franceses torpedearon esos intentos de Wilson. El rechazo del Senado estadounidense al Tratado de Versalles de 1919 –motivado más por el aislacionismo imperante en EEUU que por las draconianas reparaciones de guerra que impuso a Alemania y que están en el origen, entre otros factores, de la II Guerra Mundial– dejó a Washington fuera de juego.

A Londres y a París no les queda más que cerrar flecos, sacar tiralíneas y cartabón y repartirse el pastel del cada vez más prometedor petróleo. Así, tras reservarse el control directo de Basora, al sur de Irak, Gran Bretaña consigue que Francia le ceda Mosul, ciudad estratégica otomana que los acuerdos Sykes Picot asignaron a la Siria levantina, y cuya región tenía inmensas reservas potenciales.

Pero aún les quedaba pergeñar otra traición. Y las víctimas serían los kurdos. El Tratado de Paz de Sevres de 1920, contemplaba, entre otros puntos, la creación de un Kurdistán autónomo en el este de Anatolia y la región en torno a Mosul (hoy Kurdistán Sur en irak). Respondía, en ese sentido, a la idea original wilsoniana.

Attaturk se opone a ese acuerdo y fuerza la marcha atrás de las potencias europeas en el Tratado de Lausana de 1923, que condena a la división del pueblo kurdo en cuatro estados y deja en la estacada las promesas de autonomía a las minorías griega, armenia, asiria y yezidí.

¿Cómo cedieron las potencias europeas tan rápido a las exigencias del nuevo hombre fuerte de Turquía? Manuel Martorell (“Kurdos”, editorial Catarata) aporta dos claves. De un lado, Attaturk amenazó a Gran Bretaña y a Francia «con echarse en brazos de los bolcheviques si no aceptaban sus condiciones». De otro, y además de evitar el riesgo de expansión de la influencia soviética por Asia Menor, París y Londres consolidaban sus zonas de influencia diseñadas en los Acuerdos Sykes Picot, que ya habían previsto uno o dos estados-tapón en Anatolia como cortaafuegos frente a Rusia (luego URSS). Ante eso despreciar los derechos de las minorías culturales y religiosas era pecata minuta.

En definitiva, la tradicional autonomía de los distintos pueblos (wilayas) y confesiones religiosas (miliyet) bajo el imperio otomano saltó por los aires tras el fin del imperio y fue sustituida por soluciones centralistas o por estados artificiales.

El caso de Irak fue de libro. Gran Bretaña impuso en 1921 una monarquía con el rey Faysal, hijo precisamente del jerife Hussein. Para ello, como recuerda la arabista Gema Martín Muñoz (“Iraq, un fracaso de Occidente”, editorial Tusquets), no dudó en imponer una solución centralista a distintas comunidades y a tres regiones (chií, kurdas y suní) que no se reconocían en esa entidad, cuyo nombre no respondía más que al topónimo «al-Iraq» con el que los geógrafos islámicos bautizaron las tierras entre los ríos Tigris y Eúfrates (Mesopotamia para los europeos). Más aún, impuso una dominación de la minoría (suní) sobre la mayoría. Aquellos barros están en el origen de los actuales ensangrentados lodos.

Otro hijo de Hussein, Abdallah, fue nombrado por Londres en 1923 rey de un país inventado «ad hoc» llamado Transjordania (la actual Jordania), un estado-tapón frente a la Siria francesa.

La dinastía hachemí originaria de La Meca sería expulsada en 1925 por la tribu de los Saud, originaria de la meseta desértica de Najd, y que fundaron en 1932 la teocracia de Arabia Saudí, apuntalada por EEUU en 1945 al convertirse en su gran protegido y proveedor de crudo.

Para entonces, el imperio británico ya había fragmentado la región del Golfo Pérsico en pequeños y débiles emiratos dependientes de su protección.

Francia no fue a la zaga en la política del «divide y vencerás». De un lado, desgajó Líbano de la Gran Siria y primó políticamente a su clientela cristiana maronita frente a la mayoría musulmana (chií y suní) de la región.

Más tarde haría lo propio en la actual y desangrada Siria, primero dividiéndola en regiones arbitrarias y apuntalando por puro interés a la históricamente marginada minoría alauíta (chií) por encima de la mayoría suní. Las guerras de Líbano y la actual de Siria, sin olvidar la iraquí, tienen su origen en aquel diseño.

Una cirugía diplomática a cuchillo sobre Oriente Medio que tuvo su colofón en el reconocimiento del Estado de Israel en 1948, que no fue otra cosa que la imposición (con el aval de EEUU y de la URSS) de un Estado judío de colonos extranjeros sobre una población nativa palestina (por tanto, árabe).

Pero, aun siendo la más corrosiva, no ha sido la cuestión palestina la única que ha lastrado el pasado y el presente de la región. El militarismo como reacción de los estructuralmente débiles regímenes árabes, la utilización por parte de estos de las tribus como factor de división y de control político de la oposición, e incluso la emergencia de soluciones religiosas (islamismo, salafismo, yihadismo...) como reacción tanto al diktat occidental, como al fracaso –por no hablar de fraude– del socialismo panárabe baazista... en definitiva, la colusión sectaria entre grupos que hasta hace 100 años sabían convivir dentro de sus diferencias... nada de ello se explica sin los acuerdos Sykes Picot.

Cien años después, todo el mundo coincide en que aquellos acuerdos son historia. Entre otras cosas porque no hay quien los reivindique. Pero sus viejos o renovados actores (a día de hoy preferentemente EEUU y Rusia) siguen ahí, velando por sus intereses geoestratégicos.

A partir de ahí, pocas son las certidumbres. Pocos apuestan ya porque se puedan reeditar los fracasados intentos panarabistas de la efímera República Árabe Unida entre Egipto y Siria en 1958 y del nacimiento en 1947 del partido Baath.

No falta quien contrapone a ello un hipotético plan occidental para dividir en pedazos los estados y el conjunto de la región, en una suerte de reedición, en formato tela de araña, de los acuerdos de hace un siglo. No hay duda de que el primer interés de Israel pasa por fomentar la división entre sus enemigos.

Pero lo cierto es que es el propio panarabismo, que no dudó en imponer su cultura y su lengua a los pueblos no árabes de la región, el que está en crisis.

Los kurdos ya han dicho que esta vez no admitirán otra traición y apuestan por una solución confederal para Oriente Medio que respete a las distintas minorías de la región.

Todo apunta a que la solución pasa por una alternativa confederal o federal, por una suerte de regreso al pasado antes de Sykes-Picot. El problema es que falta la idea-nexo que sirva de engarce para articular esa solución.

Erdogan soñó con restaurar el imperio neootomano al calor de las revueltas árabes. El fracaso de estas últimas le ha dejado desnudo y a la deriva en una especie de proceso autodestructivo.

Saudíes y persas luchan para forjar en la región sus protectorados de Sunistán y Chiístán pero sus intentos respectivos parecen hacer agua en la frcasada aventura de la guerra de Yemen y en la crisis del Irak postSaddam tutelado por Teherán.

El ISIS propone el regreso del califato pero en un viaje al pasado que le retrotrae al siglo VII y a esclavizar a todos los pueblos e individuos que no se avengan a su ahistórica lectura del islam.

Frente a estos falta la idea. Una idea-fuerza que sea capaz de articular un consenso desde dentro de las poblaciones de Oriente Medio y que sea –decisivo– respetada desde fuera. Sin ello no se podrá enterrar definitivamente Sykes Picot. Para siempre.