Dabid Lazkanoiturburu
sus promesas, sus logros

EL LEGADO DE OBAMA LO ESCRIBIRÁ TRUMP

Llegó con el lema «Yes, we can» como depositario de inmensas expectativas en plena crisis económica, militar y existencial del imperio. Ocho años después, el legado de Barack Obama es una foto incompleta en la que el veto republicano ha acentuado el posibilismo de su gestión política. Será su sucesor, Donald Trump, el que completará la figura, para mal o para bien, del primer presidente negro de la historia del EEUU.

Los presidentes estadounidenses viven obsesionados, sobre todo al final de sus mandatos, con intentar blindar y dorar la imagen que les reservará la historia una vez abandonen la Casa Blanca. Barack Obama no es la excepción y así lo atestigua el frenesí con el que está apurando los últimos días de su presidencia, que expira el próximo viernes, cuando entregará las llaves a Donald Trump.

Y es que la inesperada victoria del outsider republicano en las elecciones del 8 de noviembre ha supuesto un seísmo mundial que ha trastocado completamente no solo los planes de Obama para una transferencia tranquila del poder sino que ha dejado en evidencia lo inconcluso de ocho años de mandato que llegaron con la promesa del lema «Yes, we can (Sí, se puede)».

El multimillonario showman juró en campaña que revertirá uno tras otro los hitos de la presidencia de su antecesor. De cumplirse su promesa, que ha tomado cuerpo con los nombramientos ultraconservadores en su futura Administración, las políticas e iniciativas de Obama habrán tenido una vida efímera.

Sin embargo, la presidencia de Trump, que se anuncia como poco tormentosa, podría, por contraste y por oposición, dar lumbre a la percepción de la era Obama por parte del electorado estadounidense. Más aún, las últimas semanas han evidenciado los roces entre Trump y el establishment republicano, que torpedeó sin éxito su campaña y que, desde su mayoría en ambas cámaras, aspiraría no solo a arramblar con el legado Obama sino a dejar sin efecto los guiños del empresario neoyorquino al electorado trabajador blanco (Blue Collar, cuellos azules); ese que, al fin y al cabo, le dio la presidencia al asegurarle la victoria en los estados claves del cinturón de hierro (Rust Belt), en torno a los Grandes Lagos.

Esa discrepancia ha salido a la luz estos días en torno a lo que la Administración saliente considera uno de sus principales logros: la reforma sanitaria conocida como Obamacare, y que ha asegurado cobertura médica a más de 20 millones de estadounidenses en un país sin el derecho universal a la salud.

El legado de Obama. No es que la bancada republicana y el presidente electo discrepen sobre el objetivo: derogar el Obamacare. Ocurre que mientras los primeros consideran normal que 50 millones de ciudadanos no tengan cobertura sanitaria, Trump lo critica por «demasiado caro» para las arcas públicas y «poco eficaz».

En espera de que las incógnitas sobre la gestión de este último se vayan despejando y de que el poso del tiempo sitúe a cada uno en su lugar, ¿qué se puede decir a día de hoy del legado de Obama?

Hay quien asegura, tacaño, que su logro principal, cuando no único, habría sido precisamente el de haber sido el primer presidente negro de la historia. Más allá de debates estériles sobre su grado de negritud –«Obama oreo»– y del hecho cierto de que, al proceder de padre keniata y de madre blanca del sur de EEUU, el presidente saliente no proviene, como sí es el caso de su mujer Michelle, de los esclavos negros llevados desde África hace doscientos años –no es un afroamericano en el sentido sociológico del termino–, no cabe duda de que el hecho de que un –si se quiere– mulato llegara a la Casa Blanca era algo impensable no ya hace cincuenta años sino en plena campaña electoral en 2008.

El primer negro en la Casa Blanca. El propio Trump debe en parte su triunfo, más allá de la debilidad de la candidatura de su rival, Hillary Clinton, precisamente a la movilización de un electorado blanco indignado ante el hecho de que un negro hubiera sido capaz de llegar a la Casa Blanca. O peor aún, de que el sistema aceptara que un negro llegara a la Casa Blanca. Una América blanca que, según los estudios, ya no será mayoritaria en poco más de veinte años –a partir de 2044– y que habría hecho uso de una de sus últimas oportunidades para decidir, desde una óptica identitaria y excluyente, quien presidirá el país en los próximos cuatro años. Y todo ello, a pesar de los intentos de Obama por evitarlo.

Porque pese a que, como señalan sus biógrafos, sus años como trabajador comunitario en Chicago tras la universidad le sirvieron para conocer de primera mano la dura realidad de la comunidad negra, Obama, que nació en Hawai y pasó varios años de su infancia en Indonesia, dejó claro ya en su discurso-carta de presentación ante la Convención Nacional Demócrata en 2014 que su apuesta iba mucho más allá de la reivindicación racial. Al contrario, apelando precisamente a su biografía, Barack Hussein Obama reivindicaba y ha reivindicado durante sus dos mandatos unos EEUU «multirraciales» y «multiétnicos».

Cierto es que esta última era y es una apuesta natural para alguien que aspiraba a ser presidente de EEUU –algo que se olvida a veces–, y no el líder de la oprimida comunidad negra. Pero lo paradójico es que Obama llevó hasta tal extremo su apuesta que ha sido el presidente que menos habló de la cuestión racial en su primer mandato de los últimos cincuenta años. Y esa decisión, además de no evitar a la postre la polarización del voto supremacista blanco, se ha dado de bruces al final de su segunda legislatura con un repunte, posiblemente más mediático que real pero no por ello menos preocupante, de los casos de violencia policial y estructural contra la población negra.

Las protestas por las ejecuciones extrajudiciales y el gatillo fácil contra los negros en Ferguson, Baltimore, Falcon Heiights y Baton Rouge, seguidas de episodios de venganza armada negra contra la policía –sin olvidar la matanza en una iglesia de Charleston por un joven supremacista blanco– le han estallado en la cara a un Obama cuya gestión ha sido justamente criticada como timorata por el pujante movimiento Black Lives Matter («La Vida de los Negros Importa»).

Esta actitud de cautela, que algunos han identificado como la de un «pragmático», ha guiado sus ocho años de Gobierno en casi todos los ámbitos, desde la política interior hasta las relaciones exteriores.

Sin poner coto a Wall Street. Los resultados de su política económica resumen perfectamente la paradoja de su legado, porque, si bien sus logros en esa materia son algo de lo que puede alardear el presidente saliente, el alcance limitado y no uniforme de sus medidas está en el origen de que su sucesora, Hillary Clinton, perdiera las presidenciales.

Obama llegó al poder un año después del estallido de la burbuja financiera y heredó una situación económica crítica, con crecimiento negativo y una tasa de paro que en su primer mandato llegó al 10%.

En 2016, la economía estadounidense creció a un tímido ritmo del 2-3% y el desempleo bajó hasta el 5%. Sin embargo, hay estudios que advierten de que estas estadísticas no reflejan el subempleo o el hecho de que parados de larga duración ya han dejado de buscar empleo y, por tanto, no son contabilizados.

Con todo, no es aventurado sostener que durante la presidencia de Obama se ha logrado, si no revertir totalmente, sí frenar la tendencia inaugurada en 2007-2008 con el estallido de la crisis global y que no pocos compararon con la Gran Depresión de los años 30. Siguiendo con los paralelismos, viene a la mente el programa masivo de intervención e inversión (New Deal) del entonces presidente Franklin D. Roosevelt. Pero también en eso Obama se ha quedado corto.

Lo que no obsta a que su Administración acometiera en 2009 un plan ambicioso de inversiones y estímulos por valor de 800.000 millones de dólares, lo que alentó el crecimiento, creó millones de puestos de trabajo y ayudó a expandir programas de desgravaciones y ayudas que mitigaron el drama de los sectores con más bajos ingresos. Al punto de que la política de inversiones en EEUU fue presentada como la otra cara de las políticas de control del déficit y, en definitiva, austericidas, impuestas en la UE por Alemania.

Pero en ese mismo marco, uno de los grandes debes del legado de Obama ha sido su incapacidad, o falta de voluntad real, de poner coto a Wall Street y al sistema financiero, cuya gestión desastrosa fue como mínimo el detonante de la crisis.

Si bien es cierto que el programa de salvamento público del sector bancario empezó ya un año antes con su antecesor George W. Bush (Troubled Asset Relief Program), el nuevo presidente, que lo había apoyado siendo senador, siguió aplicándolo una vez llegó a la Casa Blanca y parte de su mencionado paquete de estímulo fue invertido para salvar bancos en quiebra.

En este sentido, sus insistentes proclamas sobre la responsabilidad de Wall Street en la crisis suenan a árbol hueco. Incluso la ley Dodd-Frank, aprobada en 2010 y que promete que nunca se volverá a utilizar dinero público para salvar a bancos irresponsables, parece más un brindis al sol en espera de la siguiente crisis que un intento serio de retomar el control público sobre el capitalismo financiero.

Atado de pies y manos. Justo es decir que buena parte de las medidas económicas y sociales de Obama se han topado con la oposición del Congreso de Washington. Contra lo que parecería, en la cúspide del primer imperio mundial del siglo XX el sistema presidencialista estadounidense está forjado con tal cantidad de contrapesos, contrapoderes y contrafuertes que limitan drásticamente la capacidad ejecutiva del inquilino de la Casa Blanca. Si a eso unimos que los demócratas perdieron en las elecciones de medio mandato de 2010 la mayoría en la Cámara de Representantes y que, cuatro años después, en 2014, vieron cómo los republicanos les hurtaban su exigua mayoría en el Senado, nos encontramos con un Obama atado casi de pies y manos. Otra cosa es la responsabilidad de la gestión del ya entonces presidente en esos descalabros electorales.

Así, y en el marco de su plan para bloquear todas y cada una de las iniciativas de un presidente negro tildado de «socialista», «musulmán» y, para más inri, «ilegítimo por haber nacido fuera del territorio estadounidense», los republicanos han impedido que impulsara incrementos generales del salario mínimo, iniciativas para el control de armas y otra serie de medidas que se inscriben en el progresismo de un Obama que, si en el diccionario político estadounidense puede calificarse de socialdemócrata, tiene bastante más de demócrata que de social –al contrario que, por ejemplo, Bernie Sanders–. Eso explica el entusiasmo del todavía presidente por los Tratados de Libre Comercio como el nonato TTIP y el herido de muerte TPP.

Por contra, Obama ha logrado hitos en materia de derechos de la comunidad LGTB. Así, impulsó la aprobación del derecho a casarse entre personas del mismo sexo y consiguió la aprobación de la ley Don’t Ask, Don’t Tell («Prohibido preguntar, prohibido decir»), para luchar contra la discriminación de lesbianas y homosexuales en el Ejército.

En este mismo marco se pueden interpretar las órdenes ejecutivas –sorteando el veto republicano en el Congreso– para impedir la deportación de cinco millones de inmigrantes y la que prohibía sobre el papel el uso de la tortura, permitida y auspiciada bajo la presidencia de Bush, y que Trump pretende bendecir.

No obstante, el hecho de que –esperando a Trump– bajo su Administración se hayan batido todos los records de deportaciones (casi tres millones) y la decisión de Obama de no procesar a los responsables políticos y ejecutores de las torturas, junto con su imposibilidad de cumplir su promesa de cerrar Guantánamo, son algunos de los grandes baldones de su presidencia y nos permiten dar el salto hacia el balance de su presidencia en materia de política internacional.

 

La herencia recibida. Obama heredó dos guerras con las que Bush empantanó a EEUU en respuesta a los ataques del 11-S. Y llegó a la Casa Blanca con la promesa de que retiraría a las tropas militares estadounidenses de ambos escenarios. Ocho años después, y pese a que la reducción de sus contingentes militares ha sido significativa, ambas guerras le han seguido y le seguirán persiguiendo hasta más allá de su segundo y último mandato; en el caso iraquí, agravada por la irrupción del Estado Islámico (ISIS), que aprovechó la crisis siria para acabar con las fronteras del acuerdo Sykes Picot (1916) y fundar su actual califato islamofascista.

Es precisamente la posición de Obama sobre la cuestión siria la que da en buena parte la verdadera medida de su política internacional. Así, y frente a quienes sostienen contra viento, marea y contra la lógica de los hechos que EEUU impulsó las llamadas primaveras árabes, lo cierto es que Obama, tal y como había anticipado en su famoso discurso de conciliación con el mundo musulmán en la universidad cairota de Al Azhar (2009), no hizo sino apoyar, seguro que para algunos ingenuamente, la democratización de esas sociedades, lo que se tradujo en victorias electorales islamistas en Túnez y en Egipto y en la inevitable islamización de las revuelta en Siria.

La decisión en el verano de 2013 de Obama de no hacer «honor» a su amenaza de castigar militarmente a un régimen sirio al que acusó de haber cruzado la línea roja del uso de armas químicas contra los rebeldes no se explica solamente, que también, por la reticencia de EEUU para embarcarse en otra aventura militar en Oriente Medio y afrontar el riesgo de volver a quedar en evidencia como potencia en declive.

Su decisión de no bombardear Damasco, que le ha valido no menores críticas que las de los que del otro lado le acusan de haber prácticamente creado el ISIS, responde a la concepción jeffersoniana de la política internacional que comparte Obama, y que recela de intervenciones externas, apostando por contra por profundizar en la democratización interna del país.

Las prisas de última hora. En esa misma línea, Obama ha demostrado iniciativa y valentía para alcanzar sendos acuerdos de cara a la normalización de relaciones con dos enemigos históricos de EEUU: Irán y Cuba. No cabe duda de que, sobre todo en el caso cubano, estas iniciativas tienen una indudable base de realismo. Pero saber hacer de la necesidad virtud es una de las principales cualidades a la hora de dedicarse a la política.

Por contra, su posicionamiento firme frente a la Rusia de Putin ha dejado al descubierto su vena hamiltoniana, la de los que defienden la primacía de EEUU tanto en el plano económico como militar, en una posición de primus inter pares.

La decisión de ultimísima hora de Obama de expulsar a una treintena de diplomáticos rusos, tras dar por buenos los informes de los servicios secretos estadounidenses de que el Kremlin estuvo detrás de la filtración de correos del Partido Demócrata y del entorno de Clinton en campaña, responde a su reconocida animosidad para con el Gobierno ruso y busca condicionar a un Trump que ya ha anunciado que busca un acuerdo con su admirado y amigo Putin.

Las mismas prisas ha tenido estos días para transferir a otros países una veintena de prisioneros de Guantánamo –cuando llegó a la Casa Blanca había 242 y esperaba reducirlos a 41–, para indultar o rebajar la pena a cientos de presos condenados durante los años de mano dura en la década de los noventa bajo la presidencia de Bill Clinton, y para decretar la prohibición a perpetuidad de perforaciones petrolíferas en amplias regiones del Ártico y el Atlántico.

Si a ello unimos la decisión reciente de paralizar un oleoducto por territorio sioux, no hay duda de que asistimos a un ejercicio de oportunismo compulsivo, aunque hay que reconocer asimismo que Obama ha hecho de la lucha contra el cambio climático y la búsqueda de acuerdos con China en esta materia uno de los ejes de su acción. Trump ya ha anunciado que el calentamiento es una farsa y que revertirá todas estas medidas.

En manos de este último está el destino del agridulce legado de su predecesor. ¿Terminará convirtiendo a Obama en mejor presidente de lo que en realidad ha sido? El tiempo lo dirá.