Alfons Rodríguez
ALGUNAS CLAVES PARA LA REFLEXIÓN

Bielorrusia, ¿la última dictadura de Europa?

Con un presidente que se perpetúa en el cargo, sin división de poderes, con pena de muerte, homofobia y falta de libertades, Bielorrusia se presenta como el último totalitarismo que le queda a Europa. Su población parece resignada a su suerte.

Sobre Bielorrusia existe en los medios de comunicación un titular recurrente: “La última dictadura de Europa”. El eslogan en cuestión suele invitar al debate y genera opiniones de distintos gustos. También dentro de Bielorrusia hay visiones encontradas.

Valiantsin Stefanovic, vicedirector del centro de Derechos Humanos de Bielorrusia Viasna, cree que la interpretación de dictadura «puede encajar en nuestro país, pero incluso entre dictaduras hay niveles, y la de Bielorrusia sería como una dictadura abierta». Lo explica en un parque de Minsk, la capital bielorrusa, a pocos metros de la sede de Viasna, que significa primavera en su idioma. Unas cuantas calles más allá, todavía en la ciudad, el periodista local Artyom Sharaibman expone su visión sentado en la mesa de su redacción de la web Tut.by. «Diría que no somos una dictadura, más bien un gobierno autoritario. Una dictadura es Corea del Norte o Arabia Saudí. Aquí no se dan esas condiciones».

Si acudimos al término académico, nos encontramos con que la definición de dictadura es la de una forma de gobierno en la cual el poder se concentra en torno a la figura de un solo individuo (o cúpula) en la que hay una ausencia de división de poderes y en donde existe la imposibilidad de que la oposición llegue al poder.

En Bielorrusia el poder ejecutivo puede modificar leyes e impartir justicia, gracias a una modificación en su sistema de Derecho llevada a cabo en 1995. La mayor parte de los líderes opositores han sido encarcelados en algún momento, según ha denunciado en reiteradas ocasiones Amnistía Internacional (AI) y algunos de ellos han desaparecido. Más de 45 periodistas han sido arrestados en los últimos cuatro años y la libertad de expresión en el país cuenta, por momentos, con límites asfixiantes. Manifestarse, por ejemplo, está prohibido sin un burocrático proceso para intentar lograr un permiso que casi nunca llega.

Con la oposición. Mikola Statkevich es el líder del Partido Socialista de Bielorrusia, principal formación opositora al Gobierno. Es un hombre robusto y lleva traje cuando se sienta en la cafetería donde le esperamos, muy cerca del centro de Minsk. Responde con claridad a las cuestiones que tienen que ver con el sistema político de su país. No parece temer represalias. Tal vez porque ya las ha padecido casi todas. Statkevich estuvo en la cárcel desde 2010 hasta 2015, acusado de desobediencia civil. Sobre él pesaron cuarenta cargos administrativos y cuatro criminales. Gran parte de su encierro lo pasó en celdas de castigo, pequeñas estancias sin luz en las que permaneció casi tres años incomunicado.

Statkevich fue uno de los numerosos presos políticos que el presidente bielorruso encerró tras las penúltimas elecciones, celebradas en 2010. Según datos del propio Partido Socialista, siete de cada diez opositores fueron encarcelados aquel año. En aquella época, el Gobierno bielorruso campaba a sus anchas y la represión fue tremenda. La cosa cambió cuando la Unión Europea (UE) comenzó a aplicar sanciones al país. Entonces, muchos opositores fueron liberados. Oficialmente, y desde 2015, no hay presos políticos en Bielorrusia, aunque Statkevich asegura que todavía quedan cinco. «Ahora el presidente tiene que tener más cuidado, porque Europa lo vigila de cerca. Pero hasta hace poco, aquí desaparecían políticos», afirma mientras apura un café.

Tal y como explica el propio Mikola Statkevich, en el actual escenario político bielorruso existen cuatro partidos opositores. Ninguno de ellos tiene representación parlamentaria y uno de ellos es un partido falso creado por el propio Gobierno. Se celebran elecciones cada cuatro años –las últimas, el año pasado– en las que observadores internacionales están autorizados a supervisar las votaciones, pero no los recuentos de papeletas. Statkevich lo resume así: «Se vota normal, con libertad, y después se cambian las urnas y listo».

No solo desaparecen políticos opositores, también los periodistas deben vigilar sus movimientos. «En Bielorrusia –explica el periodista Artyom Shraibman– tenemos la ley de contradicción a los intereses nacionales. Es una ley amplia y abierta a interpretación, mediante la que es posible castigar cualquier cosa que el Gobierno considere una amenaza o un problema para el país».

La Rusia Blanca. Bielorrusia era una de las múltiples repúblicas que conformaron la URSS hasta su desintegración en 1991. Por momentos, todavía parece anclada en ella. Su paisaje es el de una postal postsoviética: amplias avenidas, viejos tranvías, coches desgastados hijos del comunismo, bloques de viviendas a las afueras que se perfilan junto a chimeneas industriales y extensos montes entre las ciudades.

Tiene una superficie de 200.000 kilómetros cuadrados y 9,5 millones de habitantes. Ocupa la posición número cincuenta del mundo en cuanto al índice de Desarrollo Humano (IDH) de la ONU. Es uno de los países europeos más pobres.

Su presidente es Aleksandr Lukashenko, hijo de agricultores y personaje hecho a sí mismo. En 1994 ganó las primeras elecciones a las que se presentó, de forma democrática, con el 45% de los votos y siendo casi un desconocido. Tras un año al mando, llevó a cabo una reforma constitucional que le otorgó poderes judiciales y legislativos. Las libertades se redujeron y Bielorrusia regresó a la órbita de Moscú, de la que se había alejado tras la caída de la URSS. El presidente recuperó la antigua bandera soviética e instaló el ruso, de nuevo, como idioma oficial del Gobierno.

El giro dividió al país, en una fractura que, aunque silenciosa y mucho menos visible que en la vecina Ucrania, todavía dura. Por un lado, se sitúan los partidarios de Lukashenko: hablan ruso, defienden la cercanía con Moscú y rechazan las políticas de la UE. Por el otro, los opositores: proeuropeos, contrarios al acercamiento con Rusia y que hablan bielorruso. Por encima de esta división, en lo que supone la actitud predominante del país, está el conformismo. La pasividad.

Es difícil saber qué porcentaje real de población apoya al presidente Lukashenko. Estimaciones de Viasna sitúan este apoyo en torno al 25%. La clave está en saber qué porcentaje apoya a la oposición; y este se reduce a un 5% aproximadamente. Es decir, a la mayoría de la población bielorrusa no parece importarle demasiado su devenir político. Casi todos han elegido mantenerse alejados de estas cuestiones.

«Hay una pasividad, un conformismo. La gente es consciente de que vivimos bajo una dictadura, pero no quiere líos. Se conforma con esto. Los bielorrusos ven lo que pasa en Ucrania, con el conflicto entre prorrusos y proeuropeos, y prefieren dejar esto como está –dice Raman Abramchuk, activista de Derechos Humanos y vecino de Minsk, en la mesa de una cafetería del centro de la capital–. La gente tiene miedo a que el cambio sea peor que la situación actual. Se dicen: ‘No estamos bien, pero tampoco estamos tan mal’. Y el régimen se beneficia de ello. No hay una oposición popular que le complique la vida al Gobierno».

No se trata solo de resignación. El Gobierno bielorruso controla el 72% de la economía del país. Existe una élite de oligarcas cercanos al poder que tienen una enorme influencia en las inversiones. Según datos del centro de Derechos Humanos Viasna, el 65% de la población bielorrusa trabaja para el Estado: si se rebelasen contra él, perderían sus empleos. La crisis económica de la que Europa trata de recuperarse aumentó estos temores.

Los inconformistas son vigilados de cerca. Bielorrusia tiene la mayor proporción de policías por habitante del mundo, según información del opositor Partido Socialista. Eso sin contar con que sus servicios secretos, la KGB, están dentro de cada segmento social: sindicatos, prensa, asociaciones, centros culturales, despachos de abogados. El de Lukashenko es un régimen inteligente: ¿No te gusta? Prueba a cambiarlo. Si te atreves. Y nadie parece dispuesto a correr el riesgo.

Pena de muerte y homofobia. Bielorrusia es el único país de Europa que aplica la pena de muerte. El centro de Derechos Humanos Viasna estima que, desde 1991, el Gobierno ha ejecutado a unos 400 presos. Amnistía Internacional (AI) reduce la cifra a 329.

El Estado, de nuevo según datos de Viasna, mata a unos seis reos al año: siempre son varones con edades comprendidas entre 18 y 65 años. El último ejecutado fue Ryohor Yuzepchuk. Otros cuatro presos esperan su ejecución inminente. Una muerte que, además, llega sin previo aviso.

Las autoridades bielorrusas nunca avisan de cuándo va a producirse la ejecución. Ni al propio condenado ni a su familia. Un día cualquiera llegan a la celda, informan al preso de que va a ser ajusticiado sin especificar un plazo y, aproximadamente dos minutos después, le disparan a la cabeza. En el suelo se efectúan otros dos disparos. Los encargados, los verdugos, son un equipo policial dedicado exclusivamente a eso.

Todo ocurre en el palacio SIZO, un edificio en pleno centro de Minsk que pasa desapercibido. Es una estructura mezclada entre los demás edificios, rodeada de tráfico y vida y en cuyo subsuelo se acaba con la vida de presos ante la pasividad del resto de ciudadanos. Muchos vecinos de la capital ni siquiera saben que es ahí donde se llevan a cabo las ejecuciones. La operación termina haciendo desaparecer el cuerpo. Una vez ejecutado, las autoridades no entregan el cadáver a la familia, sino que lo hacen desaparecer. Dos semanas después de la ajusticiamiento, informan a los familiares de que el preso está muerto. Eso es todo.

Otra de las sombras que atenaza a Bielorrusia es la homofobia. En 1993 un joven arquitecto de Minsk fue atacado por un grupo de jóvenes a la salida de una fiesta gay clandestina. La paliza fue tal que lo dejaron en coma. Murió a los dos años en el hospital. Para entonces, sus agresores ya habían salido de la cárcel. «Yo he escuchado a amigos míos decir: ‘¿Por qué iban a estar más tiempo en la cárcel? Al que mataron era gay’». Lo cuenta Andrei Zavalei, de 25 años. No es un pensamiento aislado en Bielorrusia. Ser homosexual no es ilegal en ese país. Tampoco está penado. El Gobierno, sin embargo y de forma oficial, lo considera un desorden psiquiátrico. En consecuencia, los matrimonios y uniones homosexuales están prohibidos.

Eso en lo que respecta a los legalismos. En lo que se refiere al día a día, al sentir social, la situación para la comunidad LGTB bielorrusa parece aún peor.

«En el trabajo, si dices que eres gay, te echan», explica Andrei mientras se toma un café. «Tampoco puedes decírselo a la gente, ni ir por la calle de la mano de tu novio. Es peligroso». Y cuenta Andrei que, una semana atrás, unos chicos le insultaron a él y a su pareja en una cafetería. «Es más o menos habitual. Nosotros decidimos pasar. Pero son cosas que te van afectando poco a poco».

Junto a Andrei, tomando también café, está su amiga Anastasia Zharvid, de la misma edad y lesbiana. «Lo peor es la incomprensión», asegura respecto a la actitud que se mantiene con los homosexuales. «Saber que eres alguien a quien casi todos consideran un enfermo o alguien malo y peligroso. Y que no puedes acudir a nadie, ni siquiera a tu familia porque ellos tampoco lo entienden».

«Mi novia –cuenta Anastasia– sufre trastorno bipolar. ¿Sabes por qué? Porque tenemos muchísima presión. Porque esto es una pelea agotadora. Una lucha por ser normales». Anastasia acude al psiquiatra regularmente y sufrió una depresión grave el pasado año. Estuvo dos años sin hablar con su madre después de confesarle su condición sexual. Su padre todavía hoy no le dirige la palabra. La madre de Andrei acude una vez por semana a una reunión con otros padres de hijos gays para aprender a aceptar la situación. Una especie de terapia. El padre de Andrei no lo sabe. O no quiere saberlo.

«El LGTB es un grupo estigmatizado», confirma Valiantsin Stefanovic. «Las asociaciones gays son ilegales, no se pueden realizar celebraciones o encuentros de temática gay y el propio presidente Lukashenko desliza a menudo consignas homófobas. Dice cosas como ‘La Unión Europea intenta traer esos derechos humanos y libertades que amenazan nuestros valores’. En Bielorrusia, el concepto derechos humanos es un concepto negativo, un término que se refiere a ideas peligrosas».

Valiantsin, sentado en una pequeña silla de madera en la sede de su asociación, se ríe resignado. «Creo que eso resume muy bien lo que es Bielorrusia». En la ventana, desgastada por el paso del tiempo, puede verse colgada una pequeña bandera de Europa.