Neus Mármol
buscadores de esmeraldas

El «Embrujo Verde» se desvanece

En la región de Occidente de Boyacá, en Colombia, ha habido un éxodo dramático de «guaqueros» (buscadores de piedras preciosas) y los mineros ya no contemplan con facilidad la posibilidad de «enguacarse», como se denomina a hallar en la mina o el río alguna esmeralda de valor. La regularización de la industria de la esmeralda en el país está desplazando a la minería tradicional hacia un nuevo paradigma dominado por grandes inversores.

Las entrañas de la cordillera oriental de los Andes colombianos esconden las esmeraldas más preciadas del mercado internacional. Su inigualable verde intenso ha atraído durante décadas a decenas de miles de colombianos, que se han instalado en la región del Occidente del departamento de Boyacá con la insaciable esperanza de encontrar la piedra preciosa que les sacará de la miseria. La mayoría se asentó en Muzo, localidad situada a unos 200 kilómetros de Bogotá. Este municipio boyacense ha sido bautizado como la capital mundial de la esmeralda y es donde se han encontrado las piedras más valiosas y de más calidad: Fura, la más grande –después de la Teodora, en Brasil–, y Tena, la más preciada por su color verde oscuro.

«Los esmeralderos tenemos muy arraigada la idea de que nos haremos ricos de la noche a la mañana», explica William Nandar, gerente de Mina Real (Muzo). «Es una especie de lotería: todos quieren jugar y apostar», añade. Esta obsesión por encontrar la piedra preciosa es denominada en la región como «embrujo verde». «A los mineros les atrae la oportunidad de encontrar una esmeralda y quedársela –aquí lo llamamos enguacarse–, aunque les paguemos un sueldo», según explica Nandar. Lo mismo esperan los guaqueros que pasan sus jornadas bajo el infernal sol boyacense buscando pequeñas piedras en el río Minero. Estos «viven de milagro», dice.

En la mayoría de los casos, como el de César, la inestimable esmeralda no llega nunca. Tiene 70 años y desde hace cincuenta remueve con su pala –su única propiedad– la tierra del río Minero en busca de la piedra preciosa. Las dos hernias abultadas que le sobresalen de las ingles no le detienen. César llegó al Occidente de Boyacá hace cinco décadas desde Cali, en el valle del Cauca, atraído por el «embrujo verde» de la esmeralda. Reconoce que nunca ha encontrado una «buena» piedra, pero asegura que lo seguirá intentando hasta que lo consiga. «Espero que un día reciba lo que me pertenece por ley de compensación», sentencia, y explica que cuando encuentre la ansiada esmeralda viajará a Jerusalén. «Mi deseo es conocer las tierras bíblicas», remarca con la convicción de que un día cumplirá su sueño.

César explica que cuando llegó a la región, en el río Minero «se reunían a diario unas 6.000 personas». «Ahora, sin embargo, la bonanza se acabó», lamenta. Según los profesores Ralf J. Leiteritz y Manuel E. Riaño, de las universidades del Rosario y Andes, la región ha experimentado un «éxodo dramático» de guaqueros y se estima que hoy hay menos del 5% de los que hubo antes de los años noventa. Así lo afirman en un capítulo del libro inédito “Diferentes recursos, conflictos diferentes: la economía política del conflicto armado y la criminalidad en las regiones de Colombia”. Esta población flotante se instaló hace décadas en asentamientos improvisados sobre las colinas que nacen a la orilla del río Minero. No tienen agua corriente y las casas de madera se apilan formando calles serpenteantes con mucha pendiente. Al no formar parte oficialmente de ningún municipio, las administraciones locales no se hacen cargo ni de sus habitantes ni de las condiciones en las que viven.

La piedra salvadora. «Muchos guaqueros llevan más de tres décadas habitando los asentamientos y lo único que tienen es la ropa que llevan puesta y las tablas de madera de las chabolas donde viven», explica Francisco Giraldo, profesor de la Facultad de Economía de la Universidad Externado, quien ha llevado a cabo una tesis doctoral sobre el conflicto y el control del territorio en la zona. «Ocurre porque se crean expectativas de vida y enriquecimiento y piensan que van a encontrar la piedra que les va a sacar de pobre, pero a muchos se les va la vida aquí», añade. «Gran parte de la gente se ha ido, pero hay abuelos que siguen aquí: ya no tienen vínculos con su tierra de origen y ahora no tienen adónde ir».

La magia del «embrujo verde» se esfumó hace tiempo, aunque la mayoría de guaqueros y mineros se resistan a aceptar la realidad. «La época dorada de la década de los noventa se ha ido y existen muy pocas perspectivas para un próximo auge esmeraldífero a corto plazo», auguran los profesores Leiteritz y Riaño. Mientras que el valor de las exportaciones oficiales el año 1996 fue de alrededor de 450 millones de dólares, en 2012 fueron unos 122 millones, según datos del Banco de la República y el Sistema de Información Minero Colombiano (SIMCO).

Además, desde hace aproximadamente dos décadas los propietarios de las minas abandonaron la explotación a cielo abierto –las excavadoras dejaron de escarbar las montañas con su gigantescas palas– y progresivamente cesaron los vertidos de tierra al río. Son decisiones que por un lado han favorecido al medioambiente, pero que por otro han hecho menguar progresivamente la posibilidad de que mineros y guaqueros encontraran, con más o menos suerte, pequeñas esmeraldas con las que comprar comida y ropa para sus hijos e incluso una casa o abrir un pequeño negocio. Francisco Giraldo confirma: «Se presentó como una medida ambiental, pero es más un modo de presión para hacer salir a los guaqueros».

A raíz del cese del método de explotación a cielo abierto, Colombia ha pasado al segundo lugar en la clasificación de países productores de esmeraldas, desplazado por Zambia. Según aseguran desde la Agencia Nacional de Minería, «las minas de Zambia están en medio de desiertos y se trabaja a cielo abierto: eso hace que sean diez veces más productivas».

La ruptura del hechizo esmeraldero también responde a otros factores: el proceso de concesión de las minas es cada vez más exhaustivo y la región ha dejado de depender de los históricos patrones para adaptarse a un nuevo paradigma dominado por la lógica empresarial. «Se han hecho modificaciones en el proceso de entrega de los títulos mineros», explica Javier García Granados, vicepresidente de Seguimiento, Control y Seguridad Minera de la Agencia Nacional de Minería de Colombia. «Cualquier persona puede tener una concesión, pero debe cumplir unos requisitos y, entre ellos, tener capacidad económica», añade. «Las actividades extractivas son arriesgadas, sobre todo económicamente: se puede invertir mucho y encontrar muy poco», advierte.

A esto se suma el impulso de una nueva política minera, de abril de 2016, que propone afrontar varios retos, como acabar con la ilegalidad arraigada en el sector, crear un marco jurídico seguro, actualizar las políticas medioambientales, aumentar la competitividad del sector, fortalecer a la autoridad minera y la mejora de las infraestructuras. Es un plan de acción que va en la línea de lo que plantea el Plan Nacional de Desarrollo 2014-2018 del Gobierno de Juan Manuel Santos para que «el sector minero-energético siga siendo uno de los motores de desarrollo del país».

Con todo, la regularización del sector ha obligado a los empresarios a establecer un salario a sus empleados. «Antes compartíamos la producción de esmeraldas con ellos y les dábamos un 10% de los beneficios», explica William Nandar. «Pero ahora ya no son nuestros socios: son nuestros trabajadores y la ley nos obliga a formalizar un contrato laboral», añade. «Ahora, si les pillamos cogiendo una piedra, les despedimos». Es una realidad que desagrada a los mineros, quienes ven con impotencia cómo las piedras preciosas que han extraído después de largas jornadas de trabajo desaparecen dentro de cajas fuertes. Estas serán enviadas al extranjero para ser talladas y después se venderán a precios desorbitados en joyerías de ciudades como Shanghái, Singapur o Nueva York.

«En la mina antes nunca se trabajaba con sueldo, pero teníamos muy buen rebusque: si uno encontraba una piedra de 100 quilates, podía comprar una casa, un coche e incluso mantener a la familia toda la vida», cuenta con nostalgia un trabajador de la empresa Minería Texas Colombia (MTC) que no ha querido revelar su identidad. «Aquí se han sacado miles de quilates, mientras que el sueldo de un obrero cuando yo llegué a la empresa era de 630.000 pesos –200 euros, un poco por debajo del salario mínimo en Colombia: en 2017 es de 737.717 pesos (235 euros)– y no teníamos ni un domingo festivo», lamenta.

Charles Burgess, «el gringo». MTC está presidida por el norteamericano Charles Burgess, quien ha recibido el apodo de El Gringo. Burgess explota desde 2009 Puerto Arturo, la histórica mina de la familia de Víctor Carranza, el patrón más conocido del negocio, que falleció en abril del 2013. Adentrarse en la mina de Puerto Arturo de MTC es penetrar en una realidad que está a años luz de la boyacense. Las cámaras de seguridad no dejan ni un centímetro del perímetro de la mina sin escudriñar y los vigilantes privados aguardan inmóviles armados con sus pistolas semiautomáticas la llegada de posibles intrusos. Los ingenieros especializados se desplazan por el exterior de la instalación con sus cascos blancos impolutos, así como los técnicos de control –con los respectivos cascos azules– y los de seguridad –estos con cascos negros–, todos ellos ataviados con sus trajes, botas y linternas reglamentarias.

Ya dentro de la mina, por algunos de los túneles de más de dos metros de altura circulan máquinas que extraen tierra y vehículos que transportan al personal especializado. El sistema de ventilación cuenta con tuberías de medio metro de diámetro y la iluminación fluorescente facilita la tarea de los empleados. Aquí rara vez hay cortes de luz o desprendimientos inesperados de tierra. «Tenemos un proyecto que consiste en construir una rampa de 3.000 metros con una pendiente del 12% que nos pondría a 400 metros en línea vertical desde la superficie», detalla Daniel Guerrero, gerente de operaciones en MTC.

Al minero boyacense tradicional, acostumbrado a la tosquedad de los socavones abiertos a golpe de piquetazos, la sofisticación de la mina de MTC le traslada a un mundo nuevo, casi de ciencia ficción, que rechaza. «Nos han puesto un escáner con el que nos registran a diario como en un aeropuerto y no nos aclaran qué consecuencias puede tener para nuestra salud», explica el empleado de MTC. «Somos seres humanos y nos merecemos un respeto: en la empresa tienen perros que cobran más que nosotros», sentencia. Denuncia que no puede trabajar debido a una «obstrucción de la columna y de los pulmones» y asegura que «la empresa dice que se trata de una enfermedad general», como les ha pasado a una veintena de trabajadores, según relata. «Nunca me han dado ni un peso para médicos», lamenta. «Trabajamos en cortes de más de 150 metros de profundidad donde hay mucha contaminación y las temperaturas superan los 40 grados», detalla.

«Cuando el corte se pone verde y ya se intuyen las esmeraldas, a los obreros nos separan a unos 200 metros para que los técnicos puedan manipular lo que quieran: nos están robando y es una humillación para los que estamos cavando a cambio de un sueldo miserable», lamenta.

Desde hace un tiempo, gracias al empeño de una docena de trabajadores que crearon un sindicato, lograron doblar su sueldo y actualmente es de 1.284.000 pesos (409 euros). Aun así, nunca los van a ver con buenos ojos el establecimiento de un salario y la normativa de MTC: nunca funcionó así en la región antes de la llegada del Gringo.

Otra queja, ya no solo de los trabajadores de MTC sino también de los habitantes de la región, es que la multinacional emplea a personal técnico de fuera del departamento y a extranjeros. «La empresa siempre ha tenido claro que no contaría con la gente de la región y eso ha generado mucho conflicto y rechazo», argumenta el profesor Francisco Giraldo. Daniel Guerrero contradice esta afirmación y asegura que el «85% del personal de la empresa es local». «Aunque hay maquinaria que los trabajadores de la región no saben operar, tenemos una campaña muy fuerte de capacitación del personal», detalla.

Giraldo añade que MTC, además, está restringiendo el acceso de los guaqueros a la zona del río cercana a la empresa. Según el profesor, «la modernización está cerrando las vías de supervivencia con las que contaba la gente, ya que la multinacional ha dejado de permitir el acceso a una parte de la riqueza al grueso de la población». «Aquí se percibe que en un momento dado la compañía va a exigir a los guaqueros que se vayan y los va a terminar echando», añade. Es una gran diferencia de trato con respecto a los históricos patrones que permitían el rebusque y ejercían un gran «paternalismo cultural» hacia una sociedad leal y dependiente de ellos, según explican Leiteritz y Riaño.

«En lugar de que tres o cuatro boyacenses rebusquen y se enriquezcan, nosotros lo que queremos es que 200, 300 o 500 personas de la región tengan un salario justo y que las empresas inviertan en proyectos sociales en la zona», sentencia el alcalde de Muzo, Elin Bohórquez. «Aunque MTC cumpla con la responsabilidad laboral como empresa, creemos que algunas cosas se pueden mejorar: debe invertir más en el ámbito social en la región», demanda.

Aunque, como asegura el alcalde Bohórquez, «desde el ayuntamiento se ha hablado con MTC sobre hacer algunas inversiones en agua potable, saneamiento básico y educación», de momento la percepción local es otra. Una de las acciones que lleva a cabo la empresa es dar un almuerzo diario a los guaqueros en un comedor situado a medio kilómetro de la mina. Guerrero explica que atienden diariamente a 400 personas de edad avanzada y sin recursos. Según Giraldo, «MTC utiliza eso para enseñárselo a los visitantes: los llevan y les dicen a los guaqueros que aplaudan para dar las gracias delante de ellos». «La gente de la región ve eso como una ayuda muy miserable, respecto a la riqueza que ellos sacan de Puerto Arturo», sentencia.

«Siempre que hay un cambio es normal que haya gente que tenga conceptos diferentes, pero eso va cambiando día a día», replica Guerrero. «La empresa no tiene solo el objetivo de enriquecerse: hay muchos programas sociales en los que se está trabajando» y pone como ejemplo los uniformes de los trabajadores. «Antes se hacían en otras partes de Colombia y ahora los elabora gente de la zona».

«En la región se percibe que la tensión social puede reventar en cualquier momento y desatar acciones violentas contra la empresa», asegura sin embargo Giraldo. De hecho, en mayo de 2015 más de mil personas tomaron la mina de MTC y la estuvieron explotando durante dos meses. «La gente sabía que estaba saliendo mucha esmeralda en Puerto Arturo y empezó a cavar túneles que conectaban con el de la empresa», relata. «Algunos sacaron muchísimas esmeraldas de gran valor y eso motivó una avalancha de gente, hasta que llegó la Policía anti-motines y logró echarles», explica. La tensión volvió a estallar el 1 de diciembre del año pasado. Cientos de guaqueros y mineros intentaron asaltar la mina y la seguridad privada de la empresa respondió con armas de fuego, según avanzó Radio Caracol. El profesor Giraldo así lo confirma: «Ocurrió en una mina que la empresa estaba explotando cerca de la principal en Puerto Arturo». Un guaquero de 34 años murió a causa de los disparos y otro hombre resultó herido.

A raíz de los hechos, al día siguiente MTC envío una carta dirigida a la presidenta de la Agencia Nacional de Minería, Silvana Habib Daza, en la que exponía que la empresa «fue víctima de una intrusión armada». Asegura que un grupo de personas «irrumpió con violencia contra el personal de la compañía y de seguridad, el cual reaccionó para garantizar la seguridad de los trabajadores», y añade que «en consecuencia, uno de los agresores murió y otro más resultó herido». La empresa también denuncia que investigadores de la Fiscalía que «ingresaron para hacer el levantamiento del cadáver, también fueron agredidos». A todo esto se suma, según relata MTC, que el 2 de diciembre «un grupo creciente de personas» lanzó objetos e instaló barricadas para obstruir el paso a la mina.

Según explicó entonces el comandante del departamento de Policía de Boyacá, el coronel Juan Darío Rodríguez, los mineros exigían que se les dejara escarbar en los desechos de tierra y trataron de entrar a la fuerza. Desde MTC explican que, a diferencia de como se hacía tradicionalmente, ahora no pueden arrojar el material sobrante del proceso de extracción en las inmediaciones del río Minero «debido a que está obligada a cumplir con una orden de la Policía Ambiental orientada a la preservación del medio ambiente».

El profesor Giraldo recuerda que «en la toma de la mina de 2015 hubo más incidentes, pero fueron solo maltratos y no se produjo ninguna muerte». Este último es, entonces, el incidente más grave registrado hasta ahora en torno a la empresa, que se ha convertido en una bomba a punto de estallar en cualquier momento.

La «Guerra Verde». Desde mediados de los años sesenta hasta 1992, la región vivió tres sangrientas guerras entre clanes productores de esmeraldas. Durante el conflicto murieron unas 5.000 personas, según Iván Cepeda, senador por Polo Democrático Alternativo y coautor del libro “Víctor Carranza, alias el Patrón”.

Los principales clanes fueron la familia Carranza, los Molina y los Sánchez, por un lado, y los Rincón y Triana, por otro, además de los Murcia. Querían controlar el máximo volumen posible de la producción minera en las áreas de Muzo, Quípama, Coscuez y Peñas Blancas.

De entre los patrones de estos clanes, el más conocido fue Víctor Carranza. De orígenes muy humildes, llegó a controlar el 40% del negocio de las esmeraldas en el país y se calcula que su patrimonio era de 4.000 millones de dólares, según los profesores Ralf J. Leiteritz y Manuel E. Riaño. Carranza murió en abril de 2013 a los 78 años debido a un cáncer. Acusado de ordenar secuestros y asesinatos e investigado por vínculos con grupos paramilitares y narcotraficantes, entre otros delitos, solo fue encarcelado durante tres años.

Desde entonces, sin embargo, la violencia no ha cesado del todo. En los últimos años varios miembros de los clanes tradicionales han sido asesinados a manos de sicarios, crímenes que aún hacen latente la «Guerra Verde». Uno de los casos más recientes es el de Horacio Triana, uno de los patrones históricos de la industria de las esmeraldas. Triana está en la cárcel desde el mes de abril del año pasado, acusado de ordenar el año 2012 el asesinato de Hernando Sánchez, un socio de Víctor Carranza, en un centro comercial de Bogotá. Sánchez recibió once disparos y milagrosamente sobrevivió después de doce operaciones y dos meses en coma.