Juanma Costoya
LOS CLAROSCUROS DE UN ESCRITOR

STEFAN ZWEIG, EXILIADO DE SÍ MISMO

El pasado viernes llegó a las salas comerciales «Stefan Zweig, adiós a Europa», un «biopic» dirigido por Maria Schrader donde se retratan los últimos años de vida de uno de los más brillantes escritores europeos; un recorrido por su exilio, tras el estallido de la Segunda Guerra mundial, y su suicidio, ante la que parecía una previsible victoria nazi. Judío, de clase acomodada y antibelicista, Stefan Zweig era un hombre de claroscuros, contradictoria vida personal y, a tenor de coetáneos como la filósofa Hannah Arendt, con cierta tendencia a no implicarse.

E xtrañado por la quietud de la casa y, tras superar los cincuenta escalones ascendentes que conducen desde la calle Gonzalves Días hasta el hogar alquilado por el matrimonio Zweig, uno de sus asistentes encontró los cuerpos de la pareja en su dormitorio. A esa hora de la mañana del 23 de febrero de 1942 el sol ya estaba alto en la ciudad brasileña de Petrópolis. Recostados sobre almohadones, las manos entrelazadas, Stefan vestía camisa de manga larga y corbata oscura; su mujer, Lotte, un quimono de seda. Parecían dormidos. A su derecha, sobre la mesilla de noche, algunas pistas mudas de la tragedia. Una botella y un vaso vacío, una caja de cerillas, tres monedas y un pañuelo.

El jeroglífico se completó al encontrarse la carta que el escritor dejara dispuesta y en la que justificaba el suicidio, por ingesta de barbitúricos, aludiendo a que ya no tenía fuerzas para seguir viviendo cuando Europa y su propio mundo espiritual habían sido destruidos. Concluía la nota: «Saludo a todos mis amigos. Quizás ellos puedan ver el amanecer tras la larga noche. Yo, demasiado impaciente, me marcho antes».

Más luces que sombras. Esa mañana de principios de 1942 el mundo era un desbarrancadero. Los nazis sostenían aún la iniciativa en la Guerra Mundial, el ejército imperial nipón avanzaba arrolladoramente por el sudeste asiático, los soviéticos trataban de contener a los alemanes y los Estados Unidos ultimaban su asalto a los campos de batalla europeos. En medio de tanta noticia grave y trascendente, el suicidio del matrimonio Zweig no pasó desapercibido. Fue portada del “New York Times”, compartiendo espacio con el avance japonés hacia Bali y con una alocución del presidente Roosevelt. Y es que Stefan Zweig era uno de los escritores más reconocidos de su época y un referente entre la comunidad de intelectuales expatriados por el conflicto global.

Zweig había nacido sesenta años antes, el 28 de noviembre de 1881, en Austria, segundo hijo de una acomodada familia en la que su padre, Moritz, era propietario de una industria textil y su madre, Ida, heredera de una familia italo-judía de banqueros. Su infancia transcurrió entre algodones, alumno aplicado de elitistas colegios donde la enseñanza de idiomas era un pilar de la educación recibida. Desde niño fue un lector voraz y un escritor precoz y no dudó en usar las oportunidades puestas a su disposición para publicar sus primeros escritos. En su adolescencia comenzó una colección de material literario que con el tiempo acabaría convirtiéndose en una de las más valoradas de Europa. El catálogo incluía elementos tan dispares como un libreto musical anotado a mano por Mozart, el escritorio de Beethoven o el texto de un discurso en trece páginas leído por Adolf Hitler.

Ya desde sus inicios se mostró fascinado por los aspectos biográficos y psicológicos que intervenían en la creación de una obra de arte. El destino parecía reservarle los negocios familiares pero, dada su precocidad literaria, su padre le permitió recorrer su propia senda. En su juventud se instaló en Berlín dando rienda suelta a su otra pasión reconocida: los viajes. Cualquier excusa era buena para recorrer Europa: citarse con alguna figura artística de renombre, pronunciar conferencias o visitar una biblioteca. Sus críticos le acusarían más tarde de coleccionar amistades de la misma forma en la que acumulaba libros o partituras. Rainer María Rilke, Romain Rolland, Auguste Rodin, Yeats, Pirandello, Válery, Sigmund Freud, Thomas Mann, Joseph Roth o Máximo Gorki fueron solo algunos de los intelectuales con los que Zweig mantuvo una extensa y nutrida correspondencia o con los que se entrevistó repetidamente a lo largo de su vida.

Según su propia versión, argumentada en su autobiografía “El mundo de ayer”, el estallido de la Primera Guerra Mundial, con su desfile de soldados mutilados y ciudades arrasadas en el seno del anteriormente próspero y ceremonioso Imperio austrohúngaro, le convirtió en un convencido militante del movimiento pacifista y antimilitarista. Durante la guerra se exilió en Suiza y a su término contrajo matrimonio con Friderike von Winternitz, una escritora ocasional, madre de dos hijas fruto de un matrimonio anterior. Su escritura había adquirido para entonces anchura y profundidad y Zweig era ya un reputado ensayista, novelista y traductor. Quizás fueron estos sus años más equilibrados o al menos los que no estuvieron mediatizados por la nostalgia y el remordimiento. De esta época data la adquisición de una casa palacio en Salzburgo. Un hogar aristocrático desde el que se dominaban los tejados de la ciudad y el refugio al que volver tras sus correrías por el mundo. Allí disfrutaron de su hospitalidad numerosos amigos del mundo artístico y literario. Sus tertulias y agasajos eran célebres, rodeados por el boato de su biblioteca y sus numerosas colecciones. Fueron estos también años de una dedicación casi monástica al trabajo, con su mujer ejerciendo de secretaria y con una agenda planificada al minuto. En el periodo entreguerras escribió algunas de sus mejores biografías: “Erasmo”, “María Estuardo”, “María Antonieta” o “Castellio contra Calvino”. Todas tenían en común una aproximación psicológica y moral a los personajes y poco a poco fue calando entre la opinión pública la idea de que su autor era un hombre cosmopolita y humanista. Una idea que Zweig, con su innato sentido para la autopromoción, había fomentado por todos los medios desde sus inicios.

Más sombras que luces. A pesar de su éxito comercial en la Europa del momento, o quizás precisamente por ello, Zweig nunca fue considerado como un escritor de raza en el Olimpo de la literatura germana. Se le consideraba más bien un escritor de best sellers destinados a un público amplio de formación media. Un juicio que atormentaría al autor toda su vida. Sin embargo, la inapelable cuesta abajo de su existencia tiene una fecha de inicio: el 12 de noviembre de 1933, con el partido nazi alzándose con la mayoría de escaños en el Reichstag. A partir de entonces comienza un calvario que se inicia con el acoso a sus editores, la denuncia pública de sus obras, dada su condición de judío, y finalmente la prohibición total de las mismas. Muy reveladora es la correspondencia que mantiene en esta época con su colega Joseph Roth. El autor de “La Marcha Radetzky” era la antítesis de Zweig. Pesimista, de vida desordenada, atrapado por las deudas y el alcohol, Roth era dueño de una inteligencia feroz y de una clarividencia política escalofriante por certera. Desde la primera hora advirtió a Zweig del destino terrible que aguardaba a minorías y disidentes en el Tercer Reich y de las similitudes que el estalinismo y el sionismo compartían con los nazis.

Zweig, que ayudó económicamente a Roth durante años, respondía a sus misivas con argumentos tibios en los que se alternaban, para desesperación de Roth, la prudencia y la esperanza. Durante los disturbios de 1934 en Austria, fomentados por los nacionalsocialistas en contra del canciller Dollfuss y buscando la anexión con Alemania, Zweig comprendió súbitamente lo que su amigo llevaba años tratando de hacerle entender. Para ello hizo falta que la Policía austriaca tratara de allanar su morada en Salzburgo. Los modales rufianescos de las fuerzas del orden y lo absurdo de su excusa, búsqueda de armas, le hicieron caer en la cuenta de que su fama internacional como escritor no le protegería en Austria ni un minuto más. A la semana siguiente Zweig y su secretaria, Lotte Altmann, empezaban su nueva vida en común en Londres.

Huida sin fin. El “Salzburgúes volador” como había sido bautizado por otro gigante de la literatura en lengua alemana, Hermann Hesse, en alusión a su gusto por los viajes, comenzó ahora una huida a ciegas que solo finalizó años más tarde con la huida definitiva: el suicidio. En paralelo a la destrucción de su mundo intelectual de habla alemana, su propia vida privada había ido cuarteándose. Su matrimonio con Friderike había degenerado en una casi total incomunicación. Zweig, además, era incapaz de soportar a la familia de su esposa, especialmente a sus cuñadas. Es aquí, en el terreno privado, donde se perciben más claramente los desajustes de su vida frente a su cuidada imagen pública. Uno de sus más incisivos biógrafos, Oliver Matuschek, en su obra “Tres Vidas” ha rastreado en los escritos del autor vienés y en su correspondencia personal indicios que logren explicar la profundidad de su psique.

Según esta interpretación, los constantes viajes de Zweig en su juventud tendrían su motor más en el sexo que en la investigación literaria. Matuschek habla de tríos y de amor homosexual, algo inaceptable en su época. Otros autores parecen dar por buena una explicación similar. Thomas Mann, al conocer la noticia del suicidio de Stefan Zweig, especuló con el permanente temor que éste padecía a verse comprometido por la revelación de sus disipaciones de juventud. En la biografía de Matuschek hay al menos un par de revelaciones más que contrastan con la imagen comúnmente aceptada del escritor. La primera es que la idea del suicidio extendió su negra sombra sobre toda su vida adulta. Zweig amenazó a su primera esposa con quitarse la vida si ésta quedaba encinta de nuevo e incluso trató de convencerla para que ambos se matasen a un tiempo. La segunda novedad es que en los primeros compases de la Primera Guerra Mundial, Zweig firmó varios manifiestos militaristas. Tampoco fue tal su exilio en Suiza durante la contienda sino más bien un intento, exitoso a la postre, de librarse de las obligaciones militares que como súbdito del Imperio austro húngaro le correspondían.

Otros hechos oscuros de su vida concitan más unanimidad. Todos sus coetáneos coinciden en su incapacidad casi patológica para condenar de forma abierta e inequívoca la tiranía hitleriana. La frustración expresada epistolarmente por Joseph Roth, fue repetida en parecidos términos por Klaus Mann al solicitarle éste, sin éxito, colaboraciones para un periódico que agrupaba a la comunidad de exiliados de habla alemana. También la filósofa Hannah Arendt le reprochó carecer de convicciones políticas. Zweig justificaba el silencio argumentando su desdén hacia los gestos públicos y emocionales. El exilio agudizó sus contradicciones. De Londres a Bath, en el suroeste de Inglaterra, y de aquí a Nueva York tratando de dejar atrás el fantasma bien real de las futuras incursiones aéreas de la Luftwaffe. La Gran Manzana con su indiferencia comercial a los sucesos de Europa, con su lujo y sofisticación, irritó a Zweig quien añoraba, con la fuerza del deseo imposible, la vida intelectual de los cafés vieneses y los paisajes alpinos. Buscando nuevos aires inició una gira de conferencias por América del sur y acabó estableciéndose, junto a su joven y frágil esposa, en Petrópolis, al sur de Río de Janeiro. Fue una decisión extraña.

La dictadura de Getúlio Vargas era ambigua con los gestos antisemitas y el clima tropical era lo último que convenía a Lotte. Allí, en un ambiente provinciano, fueron languideciendo, relacionándose con un grupo reducido formado por un médico alemán, un par de intelectuales franceses y la poetisa chilena Gabriela Mistral. En Petrópolis dio los últimos retoques a su autobiografía y culminó, casi en vísperas de su muerte, una obra inquietante ,“Novela de ajedrez”, de ecos autobiográficos, en el que su protagonista, un virtuoso del tablero, cae en un marasmo paralizante ante la espera del siguiente movimiento de su oponente.

Su carácter metódico y previsor le acompañó hasta su último suspiro. En los días previos a su decisión fatal regaló a la casera su fox terrier y le giró el alquiler por el mes completo. Remitió cartas y telegramas de despedida a sus amigos más cercanos, quienes los recibieron en los días posteriores a su muerte. También mantuvo la duplicidad que le había acompañado toda su vida. Un amigo, Ernst Feder, cenó con Stefan y Lotte la víspera del suceso. En su diario dejó constancia de lo amable y cercana que había encontrado a la pareja. Las únicas quejas que le expresaron fueron que en los últimos días estaban descansando mal.