Karlos Zurutuza
EN EL LIMBO DE REFUGIADOS Y MIGRANTES

Libia, refugio o prisión

A pesar de la narrativa que presenta a Libia como un «agujero negro» para migrantes y refugiados, son muchas las personas que siguen viajando hasta allí en busca de oportunidades que no pasan por saltar a una patera.

En Misrata es imposible perderse. En caso de apuro, eleven la vista sobre el gris monótono y desconchado, y busquen una enorme bandera libia. Es tan grande que el viento apenas consigue moverla desde un mástil que se eleva desde el corazón del bazar. Allí confluyen zapateros remendones y vendedores de fruta o quincalla china; de móviles usados, de niqabs, de palomitas de maíz... Es al centro de esta ciudad de medio millón de habitantes donde uno también va a jugar al billar, a cambiar dinero y a cortarse el pelo. Los libios y el resto de los árabes esperan su turno en las peluquerías regentadas por egipcios y tunecinos, pero solo los sudaneses acuden a la de Abdula Matala. Es un compatriota que lleva ya tres años regentando su propio local.

Cobrando entre tres y cinco dinares «dependiendo del corte», a Matala no le había ido mal. Pero la brutal devaluación de la moneda libia –a la par del euro en 2011 y hoy ocho veces inferior– ha hecho que su dinero valga de muy poco a sus padres y hermanos en Jartum. «Quiero ahorrar lo suficiente y volver a casa para casarme, pero cada día lo veo más difícil. Y ya tengo 35 años, ¿sabe usted?», lamenta el peluquero, mientras rasura la cabeza de otro sudanés.

Matala escogió Misrata desde un principio porque, explica, es la ciudad más segura del país junto con Zuwara, un enclave amazigh en la costa que también goza de buena reputación entre locales y foráneos. No le falta razón. Misrata pasó de ser ciudad «mártir» en 2011 a ciudad-estado, y casi de la noche a la mañana. El pasado año fueron sus milicias las que lideraron la ofensiva que expulsó al ISIS de su bastión en Sirte y un compacto tejido tribal evita lucha intestinas.

Volar a Kiev. Si bien los sudaneses constituyen la mayor parte de la clientela de Matala, los nigerianos se cortan el pelo en las peluquerías de Issa y Ahmed, dos hermanos que llevan en Libia quince años. Alguien en su Kano natal –norte de Nigeria– les dijo entonces que Libia era un buen lugar para trabajar.

«Llevábamos casi diez años aquí cuando estalló la guerra en 2011 y nos quedamos atrapados», recuerda Issa, el mayor de los dos. Al igual que para el resto de los libios, aquel conflicto también había supuesto un punto de inflexión para ellos, y cada mes les resulta más difícil pagar los 700 dinares por el alquiler de cada local. Además, hay que añadir el salario de Mohamed, un chaval de 27 años de Lagos que nos cita en la tienda de teléfonos móviles donde trabaja Jeremy, otro nigeriano como él. Allí se presenta cuatro cortes de pelo más tarde.

Mohamed también tomó la ruta del desierto para llegar hasta aquí. Como todos. Fue una semana encaramado a la trasera de un camión hasta parar en Sebha, el punto neurálgico del tráfico de personas, armas y drogas del sur de Libia. «Me secuestraron nada más llegar; me dieron un móvil para llamar a casa y, entre golpes, le dije a mi madre lo que me ordenaban aquellos hombres: que me matarían si no pagaba los 700 dólares del rescate», relata Mohamed entre sorbos de una Pepsi. El dinero acabó llegando dos meses más tarde, y por las vías habituales en estas latitudes. Se llama hawala y es un sistema que no deja rastro: una persona acepta el dinero en depósito, y una segunda paga la cantidad de dinero exacta en otra parte del mundo. Cuando se efectúa el pago –hawala significa «transferencia» en la jerga bancaria árabe–, la familia del secuestrado recibe un código que tiene que mandar por SMS al secuestrador.

Tras más de un año en Misrata, el tiempo ayuda a diluir el trauma de aquella experiencia, y Mohamed solo piensa en ahorrar lo suficiente para volver a Nigeria. «Necesito volver a casa para poner en regla mi pasaporte y mis visados. Después quiero volar a Ucrania y reunirme con mi mujer», dice el chaval. Resulta que aquel veinteañero en camiseta de tiras y chancletas tiene un master de Relaciones Internacionales por la Universidad de Kiev, donde ha completado sus estudios gracias a una beca. Allí conoció a la que sería su esposa. La llama por videoconferencia tras conectarse a la red de la tienda.

«Te quiero», se despide Mohamed, tras una conversación que había discurrido entre el inglés y el ucraniano. Desde el mostrador, Jeremy se maravilla ante el don de lenguas de su compatriota. Sin vuelos directos a Trípoli desde Abuja –la capital de Nigeria–, Jeremy también ha pasado por Sebha; también lo han secuestrado, apaleado y atracado pero, insiste, nada de eso ocurre en Misrata.

«Ves esta tienda? No es gran cosa pero en Nigeria apenas tenemos luz. Aquí puedo trabajar, tengo un ordenador, una conexión a Internet…», explica Jeremy, que lleva tres años en Libia. Es diseñador gráfico con lo que la tecnología le resulta imprescindible para complementar su salario. «Hago tarjetas de visita, carteles, logos para empresas y organizaciones… Puedo reproducir cualquier diseño con este portátil», señala orgulloso.

Sociograma. En Libia casi se puede adivinar el trabajo de cada inmigrante dependiendo de su nacionalidad, y viceversa. En el escalafón más bajo de la pirámide de los trabajadores extranjeros están subsaharianos y bangladesíes, hegemónicos en los sectores de la limpieza y construcción. Un peldaño por encima quedan los egipcios, habituales dependientes en tiendas o cocineros, y los tunecinos a los que el colapso del turismo en su país ha empujado a las recepciones de los hoteles libios. Los marroquíes superan a estos últimos en ingresos realizando trabajos especializados como carpinteros, soldadores o mecánicos de automóvil. Es un fiel sociograma de la mano de obra extranjera en Libia, pero nunca una foto fija. Un deterioro de las relaciones entre el Gobierno del Trípoli con el Cairo hará que los bangladeshíes sustituyan a los egipcios en pizzerías y pollerías. Estos últimos volverán a su país, o al este de Libia, dado que el Gobierno rival de Tobruk sí que cuenta con el respaldo de Egipto. En la también pacífica Zuwara, los desplazados internos tuareg que huían de la guerra en el sur les habían quitado las escobas a los subsaharianos.

Jeremy, Mohamed o Matala son tres de entre muchos inmigrantes que acuden al trabajo cada día, y lo desempeñan a la vista de todos. Nadie les detiene, ni golpea, ni multa. Es más, incluso se permiten parar para un café en la cafetería que regenta un marroquí, justo al lado. Y esto es algo que no recogen los informes que llegan desde el otro lado del Mediterráneo; de ONGs y Think Tanks, de prensa generalista, e incluso de altas instituciones como la Comisión Europea, para quien «todo migrante irregular, refugiado o demandante de asilo, está en peligro de ser multado, retenido y expulsado».

«Los trabajadores extranjeros en una situación estrictamente legal son aquellos a los que un empresario o institución contrata cuando no hay un libio cualificado que pueda desempeñarlo», traslada a 7K Othman Bensasi, jefe de personal del Ministerio de Trabajo. «Son trabajos muy técnicos, generalmente relacionados con la industria del petróleo o ramas muy especializadas de la medicina», indica el oficial, que lamenta la «alarmante» falta de preparación de las nuevas generaciones de libios, así como su falta de disposición para hacer trabajos como barrer o trabajar en la construcción.

Según Bensasi, la ley tenía que ser «flexible» para acomodar a la mano de obra extranjera en el país. «Las fronteras de Libia están abiertas, y ni siquiera sabemos cuántos trabajadores extranjeros hay en el país. ¿Qué quiere que hagamos cuando ni siquiera tenemos un censo actualizado de la población local?», argumenta el funcionario, encogiéndose de hombros. Los que acaban en los centros de detención, apostilla, son «aquellos que habían puesto su suerte en manos de los traficantes».

Jeremy, Mohamed o Matala viven ajenos a esa realidad porque nunca se han planteado llegar a Europa. Tanto es así que incluso desconocen la existencia de un centro de detención para migrantes «ilegales» en la propia Misrata.

–¿Es cierto eso? ¿Habéis estado allí?–, pregunta Matala desde el cafetín, y con una curiosidad genuina.

Prisión. Veinte kilómetros al sur de Misrata la bandera del bazar ya no es visible, pero uno puede orientarse con el campanario sin campana de una iglesia construida durante la ocupación italiana. El edificio anexo es una antigua escuela que hoy acoge el centro de detención de Kararim. Se puede visitar con una autorización del Ministerio del Interior.

Las pizarras han desparecido de las clases, lo mismo que los pupitres y las sillas. Su lugar lo ocupan docenas de colchonetas sobre las que languidecen un centenar de individuos. Kalte, un marfileño de 17 años, explica que ninguno de los cuatro guardias le ha puesto la mano encima. Pero se siente enfermo, y no tiene manera de explicar sus síntomas a los médicos porque ninguno habla francés. A su lado, Salih dice echar en falta una atención médica en condiciones desde mucho antes de perder su pierna derecha en un accidente de coche, cuatro años atrás. Un amigo herrero de su misma aldea en Níger le colocó ese trozo de madera a modo de prótesis. De haber llegado a Europa tendría ya una de verdad. Está convencido de ello.

La planta superior queda reservada para las mujeres, una veintena entre malienses y nigerianas a partes iguales. Las primeras permanecen inmóviles y se cubren el rostro con el velo; las segundas, visiblemente más relajadas, comparten sus miedos y esperanzas con una despreocupación inusual entre los refugiados.

«No sabemos cuánto tiempo nos van a retener aquí, ni tampoco conocemos la ley», admite Alima, de 22 años, verbalizando una incertidumbre que comparten todos y todas en el centro. Las malienses aseguran que su objetivo no era llegar hasta Europa; que habían venido a Libia para quedarse y trabajar. Eso es lo que esgrimen todos los extranjeros para evitar acabar en lugares como Kararim.

«Podemos ser buenas amas de casa; podemos cocinar, lavar…», afirma una de ellas sin descubrir su rostro. «¿Quedarme en Libia? ¿Qué sentido tiene eso?», interrumpe Amita, otra nigeriana veinteañera que admite que tanto a ellas como a las malienses las habían detenido de madrugada, camino de una playa desde la que saltarían a una patera. Amita, a quien todavía no le han robado la esperanza, aún sueña con ser peluquera en Italia.

Limbos. La de los centros de detención en Libia es una realidad que, a menudo, llega distorsionada dado que se tiende a confundir éstos con los que utilizan bandas de mafiosos para cobrar rescates. Migrantes y refugiados entrevistados en barcos de rescate o en Europa suelen mencionar la localidad, pero muy rara vez aportan detalles que permitan saber dónde fueron encerrados. En un estudio realizado entre 2013 y 2014, investigadores de Amnistía Internacional y Human Rights Watch contaron al menos dos docenas de edificios que habían sido usados por la administración libia para retener a migrantes y refugiados.

Otro aspecto que resulta peligrosamente ambiguo es la ausencia legal de consenso sobre cuánto tiempo deben pasar retenidos aquellos inmigrantes considerados «ilegales». Su liberación depende generalmente de las necesidades de espacio ante la llegada de una nueva remesa o, simplemente, de los recursos del centro. Algunos han tenido que ser clausurados tras liberar a todos los retenidos. No podían alimentarlos.

Kararim y el resto de centros similares son un limbo del que uno no sabe cuándo saldrá, ni en qué dirección. Desde su oficina en el piso inferior, Mohamed Kahul, el director del centro, reconoce ignorar cuánto tiempo permanecerían retenidos los migrantes bajo su cargo. Lo deseable, dice a 7K, es mandarlos de vuelta a sus países, aunque tal cosa es «altamente improbable».

«No tenemos medios ni para repatriarlos ni para mantenerlos aquí», lamentaba el misratí, desde el que un día fue el despacho del director del colegio.

Para entender en su totalidad un discurso, el de la falta de recursos, que retumba en todos los despachos de la administración libia, basta un sencillo ejercicio de empatía a través de las matemáticas. Según cifras de la Organización Internacional para la Migración, hay aproximadamente un millón de refugiados y migrantes y 400.000 desplazados internos en suelo libio. Es como pedir a la España de la posguerra que absorbiera a ocho millones de inmigrantes y refugiados, eso sin olvidar a los más de tres que vagarían por el país tras haber perdido su casa en el conflicto.

A la sangrante falta de medios se añaden las dificultades para repatriar a los internos en un país en el que la inestabilidad ha provocado una estampida de casi todas las embajadas. La única forma de hacerlo es a través de la IOM. Precisamente, pocos días atrás acababan de enviar de vuelta a un grupo de 154 nigerianos con la ayuda del principal organismo internacional para la migración.

Pero volver a Nigeria es una opción que ni Amita, ni Alima, ni el resto en Kararim quiere siquiera considerar.