IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Cuando tú vas, yo vengo

Las razones por las que nos asociamos con otras personas siempre son múltiples, pero principalmente es nuestro interés el primer motor. A veces gracias a signos muy sutiles, intuimos en el primer encuentro con alguien la potencialidad de que esa relación resulte beneficiosa de algún modo. Curiosamente, a pesar de que en la superficie hablemos de que buscamos el bienestar, a menudo buscamos algo más: nuestro equilibrio. De algún modo, las relaciones que tenemos balancean, tal y como lo pueden hacer las vitaminas en la dieta, los desequilibrios que acumulamos a lo largo de los años en términos emocionales o psicológicos. Podemos elegir asociarnos con amigos que sean similares a nosotros, o podemos buscar personas que tengan un ritmo diferente, unos gustos distintos o incluso una ideología casi opuesta en ciertos temas. Y es que para algunas personas sentir el equilibrio implica rodearse de lo similar, estar en un entorno conocido y vivir rutinas estables. Para otros, el equilibrio está en balancear lo similar con lo diverso, lo conocido con lo nuevo y la rutina con lo inesperado, en busca de un punto de estimulación suficiente.

También en esto somos diversos y al igual que no todos los cuerpos reaccionan igual a los nutrientes para conseguir una buena salud corporal, no todas las mentes reaccionan y metabolizan los estímulos de una misma manera.

De hecho, muchas parejas, relaciones empresariales, de amistad, no están motivadas por la afinidad sino por dicho equilibrio, aunque suene incomprensible. ¿Por qué siguen estando juntos si parece que no se aguantan? Diríamos al observar la manera de tratarse de algunas parejas, o familiares, sin conocer cómo esas brusquedades cumplen una función internamente –evidentemente, hablamos de relaciones en las que ambas partes entran en esa dinámica de la fricción y no sólo una de ellas–. Tomemos el ejemplo de una pareja que se sostiene porque uno de los dos miembros cuida del otro; sus interacciones son entorno a las demandas de uno y las atenciones del otro, y en el fondo comparten una sensación entre ambos de que uno de ellos es más frágil y necesita inevitablemente de la fuerza del otro. Durante largo tiempo se han organizado sutilmente de modo que las decisiones importantes han caído de un lado de la pareja mientras que la energía y dedicación del cuidado, del otro. Un observador externo escucha quejas al respecto de uno hacia otro pero todo permanece. De pronto, un día algo sucede que o bien hace crecer en fortaleza a quien solía ser frágil o vulnera a quien estaba habituado a sostener, y la crisis aparece. En términos generales podría considerarse beneficioso que ambos crezcan hacia posturas, actitudes y sensaciones que vayan oscilando, que se flexibilicen los roles, los protocolos y haya que alternar la postura ante la vida o ante la otra persona hacia una actitud equitativa e igualitaria, pero cuando el hábito es largo, en las tripas todo eso es sólo palabrería.

Curiosamente uno se habitúa a la carencia y a balancear la misma de formas a veces precarias pero útiles para no sentir el incómodo desequilibrio, la impredictibilidad, o directamente para no tener que actuar de una forma que podría ser potencialmente muy beneficiosa pero es absolutamente nueva. Y a pesar de todo las consecuencias se tintan de temor. ¿Qué pasaría si en mi pareja ya no necesitará más de tanta “tutela”? O ¿y si la opinión de ella, que ha sido una referencia para mí, se convierte en una referencia más? Entonces, es precisamente el crecimiento, la mejoría, la autonomía, la que es fuente de conflicto. Y precisamente esa crisis es es el inicio de una encrucijada hacia un nuevo equilibrio, con roles que no se dominan, pero que son una oportunidad para crecer conjuntamente.