IBAI GANDIAGA PÉREZ DE ALBENIZ
ARQUITECTURA

Louis Kahn, frente a la vida

Los arquitectos, por si alguien no conoce personalmente a alguno, son personas que tienden a copiar. Se copia mucho, se copia bien y se copia mal. Los profesores de las escuelas de arquitectura animan a los alumnos a hacerlo, a buscar en los maestros del pasado la inspiración. Tal vez sea un vestigio de ADN gremial de la profesión, donde las invenciones originales no existían y partían siempre de lo que el maestro habría enseñado al aprendiz. Empezando por los grabados de Vignola en el siglo XVI, que enseñó a todos los maestros de obra europeos qué demonios era un orden corintio, hasta los modernos blogs y muros de Pinterest, la copia es un elemento básico en la arquitectura.

A partir del siglo XX, los estilos en la arquitectura se han sucedido de un modo vertiginoso, y las reproducciones de los grandes pioneros (Wright, Le Corbusier, Aalto, Loos, van der Rohe…) proliferan, hasta el punto en el que cada urbe moderna hoy en día tiene al menos un gran edificio público «al estilo de…».

Y curiosamente, uno de los grandes arquitectos del periodo moderno, Louis Kahn, siempre ha resultado el más complicado de copiar de todos los Modernos. Su visión de la arquitectura se reduce a su quintaesencia en el Instituto Salk de La Jolla (San Diego, California). Recientemente, se ha completado la restauración de las instalaciones, y nos da una buena excusa para entender por qué los sandieguinos optan, de entre todo el esplendor natural de California, por esa mole de hormigón y mármol travertino para hacerse las fotos de la boda.

El Instituto Salk debe su nombre a Jonas Salk, célebre científico descubridor de la vacuna contra la poliomelitis. Salk había visto el trabajo que Louis Kahn había realizado para el Centro de Investigación Richards de la Universidad de Pennsylvania, y decidió contratarlo. Cuenta el propio Kahn que, cuando Salk llamó a la puerta de su estudio en 1959, le dijo: «Hay una cosa que me gustaría poder lograr. Me gustaría invitar a Picasso al laboratorio». Kahn y Salk acabaron siendo amigos, tras horas y horas de conversación sobre dónde situar el edificio, qué programa de necesidades tendría, etc. Seis años más tarde, el centro abriría sus puertas, siendo hoy por hoy uno de los lugares de investigación biológica puntera del mundo, con más de diez premios Nobel surgidos de sus muros de hormigón visto.

El edificio se ha convertido en un american classic que recibe algo así como 10.000 visitas anuales, pese a ser que está relativamente alejado de los circuitos habituales turísticos. Su foto más icónica es también la más fortuita; una plaza encaramada a un oeste perfecto, abierto de par en par al océano Pacífico, es flanqueada por dos cuerpos de hormigón armado y paneles de madera de teca. Las ventanas que se asoman de esos volúmenes introducen luz a los despachos personales de los científicos, que cuentan con celdas a modo de monjes medievales. Un poco más allá, una planta diáfana, sin pilares gracias a unas gigantescas vigas que permiten a los laboratorios juntarse, mezclarse y configurarse según las necesidades cambiantes de los investigadores.

Según la historia, Kahn pretendía colocar un arbolado que guareciera a los científicos del centro del sol. Fue su colega, el arquitecto mexicano Luis Barragán, quien lo disuadió del empeño, aduciendo que, depende de la versión de la leyenda que uno quiera creer, o bien quitaría una fachada al cielo, o bien dejaría de «regalar» el cielo y el océano a los usuarios del edificio. Convencido de la idea, Kahn simplemente colocó una canal de agua que marcaba aún más la división entre la zona norte, volviendo a una idea –la simetría en la arquitectura–, que había sido poco menos que proscrita durante casi cincuenta años debido a los postulados del Movimiento Moderno.

Viendo el edificio, es lógico preguntarse por qué resulta tan difícil de copiar. Supongo que, entre otras tantas, una explicación se debe al propio personaje de Kahn; casado con su mujer Esther, tuvo otras dos amantes, con las que tuvo hijos. Sin embargo, Kahn solo fue padre para sus edificios, algunas de las obras más notables del siglo XX, como el Museo Kimbel o la Art Gallery de la Universidad de Yale. Su deseo, tal vez adquirido en su época como becado de la Academia de Roma en Europa, era que sus diseños perduraran tanto como las piedras del Partenón. Su obra está íntimamente ligada a la vida de una persona volcada en su trabajo, que murió lleno de deudas y pasó dos días en la morgue, ya que nadie reclamaba su cuerpo. Esa dedicación, en cuerpo y alma, es imposible de copiar.