Pablo L. Orosa

Tierra roja, tierra verde

«Esta tierra es nuestra. No nos iremos hasta que muera el último de nosotros». A sus 60 años, a Landiko Mpopmu ya no le queda tiempo para tener miedo. Se lo llevaron todo el tiempo y el miedo, las mentiras de los colonos británicos, las balas de los latifundistas y ese sol despiadado que abrasa el valle del Rift, en Kenia. Porque aquí, en la tierra roja, a los masáis ya no les queda más que resistir hasta que un día el tiempo, la tierra y el miedo vuelvan a ser verdes.

Por aquel entonces, hace más de medio siglo, la llanura de los bueyes era ya el lugar donde nacía el infinito. El cielo. El calor. Y los pastos. Todo era infinito para los ojos azabachados de Landiko Mpopmu. Como había hecho su padre, y el padre de su padre antes que él, Landiko aprendió a recorrer el infinito cada mañana. Es lo que el destino le concede a los masáis: la travesía perenne, de un lado al otro del infinito. De un lado al otro del Mount Kenya. Es el clima, no el reloj, lo que marca el tiempo en el valle del Rift. Cuando los pastos se secan, los hombres toman sus rebaños y comienzan a rumiar, junto a las vacas y las cabras de sus hatos, en busca del verdor perdido. Migran hacia las tierras altas, con la leche de los animales como sustento y su piel como jergón, mientras las mujeres y los niños se quedan en las pequeñas aldeas de adobe levantadas en los rincones más frescos de la llanura.

«A los masái no les gustan las arboledas, prefieren las tierras planas, buenas para el pastoreo y donde haya agua para los animales». Por eso eligieron la llanura de los bueyes para asentarse. Nadie sabe exactamente cuándo llegaron, pero están seguros de que por entonces aún no se había creado el infinito. «Los masái son los propietarios históricos de esta tierra, la han estado ocupando desde siempre», asegura Ole Shuel, quien hace años decidió cambiar el pastoreo y la túnica por la promesa de un futuro que no olvidase ni su lengua ni sus raíces pero ofreciese a sus hijas un futuro más próspero en la ciudad.

«Yo nací aquí». En el infinito. Mientras habla, a Landiko Mpopmu se le escapa el tiempo entre los dientes. Tiene 60 años y está cansado de tener miedo. «Esta tierra es nuestra por derecho ancestral». Por esta tierra se refiere a la inmensidad que alcanza a distinguir con los ojos. La tierra verde, la de los latifundistas. La tierra roja, a la que mendigan el pasto.

«¿Ves esa valla?», pregunta Landiko señalando con su bastón la alambrada que marca el punto exacto donde todo cambia de color. A un lado, el forraje. Al otro, el polvo arcilloso. «Si la traspasas vas a prisión o mueres». Desde que el conflicto entre los masái y los rancheros, dueños de los grandes latifundios en el valle del Rift, se recrudeciera hace más de un año, alrededor de medio centenar de personas han fallecido y decenas más, entre ellas Kuki Gallmann, autora del best-seller “I Dream of Africa”, han resultado heridas por los enfrentamientos violentos que se repiten cada vez que los pastores se adentran en los terrenos vedados en busca de hierba fresca con la que aliviar a sus rebaños.

«¿Muertos?», insiste el hombre que mira el infinito desde hace más de medio siglo. «Aquí muchos han sido heridos, otros tantos están en prisión y también hemos tenido muertos»

¿Cuántos? ¿Quiénes?, preguntamos.

Landiko Mpopmu se cubre el pecho con los bordes de su chaqueta roja Ferrari, mientras desvía la mirada hacia el cielo. Hacia el infinito. «Los masái no podemos nombrar a los muertos, por respeto», intercede Shuel. Unos segundos después, el anciano retoma la conversación. «¿Por qué no nos devuelven nuestra tierra?».

La herencia colonial. Antes de que las alambradas se impusieran como parte del paisaje que hoy une la ciudad Nanyuki –rojo, en lengua masái– con las tierras del valle del Rift a través de una vereda polvorienta, las distintas tribus que trashumaban de un lado al otro del infinito habían encontrado un equilibrio pacífico. «Todo el mundo sabía dónde estaban sus fronteras», recuerda Shuel. Aunque éstas fueran imaginarias. Con la llegada de los ingleses a Kenia en 1895, se introdujo también el modelo occidental de gestión de la tierra: los títulos de propiedad. «Ninguna tribu africana usaba títulos para la tierra antes de los ingleses. Antes –añade Landiko–, no había problemas con los demás grupos».

Por entonces, los masái ocupaban los pastizales fértiles que se extendían desde la reserva del norte hasta Tanzania. En 1904, las autoridades coloniales británicas acordaron con los líderes masái, en una relación que otorgaba a la tribu africana la consideración de nación soberana capaz de suscribir tratados internacionales con la Corona, la cesión por 99 años de buena parte de las tierras ancestrales del valle del Rift. «Querían estas fincas como recompensa para los soldados veteranos de la guerra de Birmania», rememoran los ancianos de la llanura de los bueyes. Tras un nuevo pacto, firmado en 1911, los masáis fueron confinados a las reservas del sur, más áridas e improductivas. En este proceso de apropiación perdieron alrededor de un tercio de sus dominios.

«Había un acuerdo anglo-masái para que la tierra nos fuese devuelta, pero cuando llegó ese día (el 15 de agosto de 2004) no cumplieron», se lamenta Landiko. Un siglo después del pacto con las autoridades británicas, la tierra estaba en manos de la élite político-económica –en su mayoría afines a la etnia kikuyo– que tras la independencia de Kenia se adueñó del país: alrededor de otro tercio de las posesiones ancestrales masái eran ahora propiedad de políticos, empresarios y descendientes de los colonos. Este proceso de privatización, apoyado por préstamos del Banco Mundial para la creación de ranchos con los que aumentar la productividad de las haciendas, se sirvió de «registros fraudulentos» para la compra-venta de las tierras, señala en un informe Isabell Kempf, experta de la ONU en derechos de los pueblos indígenas. El resultado, apunta el director ejecutivo del Environmental Defender Law Center (EDLC), Lewis Gordon, es un conflicto entre el derecho consuetudinario de un «pueblo que ha habitado en esas tierras durante generaciones y un grupo que tiene los derechos legales emitidos por el Gobierno».

«Son gente muy rica», remarca Landiko posando sus ojos negros en los pastos que asoman al otro lado de la valla. «Ese de enfrente es un muzungu (término con el que se conoce a los extranjeros de piel blanca) y el que reclama este cerro es un kikuyo». En 2004, los habitantes de la llanura de los bueyes iniciaron un movimiento para reclamar la titularidad de las tierras: Ntinai Ole Moiyane, cuyo nombre resuena como el de un mártir, murió en las refriegas que sobrevinieron. Otros dos jóvenes de la aldea resultaron heridos.

«Dicen que somos salvajes, pero somos nosotros los que morimos».

La sequía aprieta el percutor. El calor ecuatorial, ese jadeo asfixiante que amordaza la piel, se abre paso desde el horizonte. A mediodía ha alcanzado ya el cerro donde los habitantes de la llanura de los bueyes se han reunido para tomar una decisión: los campos están secos y los animales se mueren. «La última vez que llovió fue en abril del año pasado y solo durante una semana». Lashyio, más años de los que puede recordar, esnifa tabaco mientras remonta la montaña en busca de una sombra en la que cobijarse. A un lado, una docena de mujeres aguarda la llegada de los ancianos. Al otro, los varones se van acomodando sin perder de vista el ganado.

El padre Wabwire Callistus, un misionero de los que entiende que la labor de Dios se mide en la Tierra, ha tenido una idea: construir un tanque para almacenar la lluvia suficiente para sobrevivir a la temporada seca. El problema es que «hace año y medio que no llueve», recuerda Pires Leihihu. Desde que llegó la sequía ha visto perecer a nueve de sus diez vacas. «No hay leche, ni tampoco se puede cultivar ni crecen las frutas. Los niños se mueren», explica serena, sin mover ni un milímetro sus brazos enjutos para no despertar al pequeño que sostiene en su regazo. Lo que un día fueron los pastizales del infinito son hoy un secarral donde nada crece: «La tierra no sirve para cultivar y la hierba que hay apenas basta para un mes. Esta gente necesita ayuda», alerta el religioso.

Al otro lado de las tierras infinitas, apenas a unos kilómetros que son horas en las sendas pedregosas del valle, la cabaña vacuna del Olenaishu Ranch luce exuberante. Los animales pacen en calma, mientras los pastores matan el tiempo charlando. La vida en la tierra verde es mejor vida: «Sus animales están fuertes, los nuestros se están muriendo. ¿Por qué no son buenos vecinos y nos ayudan? Nosotros también somos seres humanos».

A las preguntas de Pires Leihihu no hay respuesta. «No quieren hablar con nosotros». Y al silencio, aquí, se le responde con hechos. Las vallas dejaron de detener a los pastores y en pocas semanas la violencia se apoderó del valle del Rift. «En setiembre comenzaron a dispararnos. Estuvieron atacando nuestra casa durante tres semanas y media. Una persona murió, así como varios de nuestros animales», relata María Dodds, cuya familia lleva desde 1954 labrando Kifuku, uno de los ranchos más conocidos del condado de Laikipia.

Los primeros enfrentamientos datan de finales de 2015, cuando una finca cercana, Lombara, fue atacada por pastores armados, quienes quemaron los cortijos y obligaron a los empleados a huir. Meses después, en agosto de 2016, se adentraron en Kifuku: «Destrozaron el muro de piedra y la verja eléctrica». La intervención policial no logró detener los ataques y actualmente «no es posible acceder al 90% del rancho sin ser disparado o emboscado». Toda la actividad agrícola en la granja ha sido paralizada y el ganado superviviente trasladado a otras fincas: «Nuestra vida ha cambiado por completo en ocho meses. Nos han robado 97 piezas de ganado y hemos sido sistemáticamente atacados. ¡Tenemos que reconstruirlo todo!»

En las tierras infinitas del valle del Rift, el ganado es símbolo de riqueza y el robo de rebaños forma parte del relato costumbrista. Saqueos a punta de lanza o de espada dan vida a mitos y leyendas, aunque rara vez acababan en asesinatos. Pero de un tiempo a este parte, el pillaje se ha vuelto desmedido y las armas de fuego se han apoderado del paisaje: «Ahora hay dos gobiernos, el legal y el de las armas», afirma uno de esos pastores del Rift demasiado viejos en estos momentos para seguir teniendo miedo.

«La situación se ha vuelto más y más difícil desde que llegó la sequía», continúa María. «Siempre había habido problemas con el pasto ilegal durante la época seca, pero solían ser manadas pequeñas de dueños locales. Era un problema temporal manejable. Sin embargo, ahora se ha convertido en un asunto más serio porque hombres armados se adentran en las fincas para alimentar a cientos de sus animales». Catervas de pastores samburu y pokot, llegadas desde el otro lado de las tierras sin fin, han comenzado a exigir por la fuerza un respiro para sus manadas sedientas.

Y el problema no parece que vaya más que a agravarse. La reciente temporada de lluvias apenas ha aliviado el paisaje pajizo del Rift: las precipitaciones han sido entre un 25 y un 75% más bajas de lo normal en Kenia y las autoridades han alertado ya de que en setiembre la inseguridad alimentaria podría alcanzar el nivel 3 (crisis) de 5 en todo el norte del país.

«Es probable que veamos una continuación, o incluso un empeoramiento significativo, de los problemas alimentarios y de agua, particularmente en las zonas áridas y semiáridas del país», apunta el coordinador de programas de FAO en Kenia, Robert Allport.

«En sus terrenos hay hierba y agua», insiste Pires Leihihu, cuya voz se ahoga ahora entre los llantos del pequeño que acaba de despertar. Tiene hambre.

El tribalismo político. «Estos ranchos son demasiado grandes y la gente ni siquiera vive allí, vive en Europa y solo viene de vez en cuando. Es necesaria una racionalización de los recursos para asegurar que haya un uso más productivo de esa tierra». Las palabras del principal líder opositor, Raila Odinga, al diario británico “The Times” tenían un claro objetivo: asegurarse el apoyo de los grupos masái, samburu y pokot en los comicios de este mes de agosto sin reparar en las consecuencias que podrían tener en el valle del Rift.

Si bien la sequía ha sido el detonante de la crisis, no es la primera vez que las tierras se secan y nunca antes la violencia había sido tan desmesurada. Los dirigentes, apunta Shuel, se han aprovechado de las reclamaciones históricas de las tribus para incitar a los pastores a tomar la tierra por la fuerza. «Los ataques», añade María Dodds, «han sido hinchados por algunos políticos», ante la pasividad de un Gobierno temeroso del alto coste electoral que podría tener una acción coercitiva contra las tribus del valle. «El país acude polarizado a las elecciones. Las injusticias históricas, especialmente la cuestión de la tierra, no han sido abordadas y continúan siendo un asunto polémico», afirma el reputado comentarista político Hezron Ochiel.

La aprobación de una nueva Constitución en 2010 abrió la puerta a la anhelada reforma agraria pero, pese al desarrollo de varias leyes y a la histórica sentencia del Tribunal Africano de Derechos Humanos a favor del pueblo Ogiek, la titularidad de la tierra sigue en manos de los grandes latifundistas: las comunidades locales apenas poseen legalmente el 6% de los pastos, aunque sus dominios históricos cubren hasta dos tercios de toda la superficie del país. «La comisión nacional de tierras fue creada por la nueva Constitución de 2010 para hacer frente al tipo de problemas que se ven en Laikipia, pero no lo ha logrado. De hecho, todavía no se ha resuelto una sola injusticia histórica sobre la posesión de la tierra en Kenia. Mecanismos de compensación, como el acuerdo de compra-venta voluntario (willing seller, willing buyer), existen en la ley, pero la voluntad política para impulsar estas soluciones es escasa», sentencia Liz Alden Wily, una especialista internacional en tenencia de tierras residente en Kenia.

La del Rift Valley es una batalla económica que ha tomado a los pobladores históricos como rehenes. Una élite tratando de sustituir a otra élite sirviéndose de soflamas incendiarias que alimentan el temor a que las tierras infinitas, escenario de algunos de los episodios más cruentos de la violencia postelectoral que desangró el país tras las elecciones de 2007 dejando tras de sí 1.300 muertos y más de 600.000 desplazados, vuelvan a arder de odio.

«El tema de la tierra, desde la época colonial, siempre ha sido un problema en Kenia. Las elecciones de 2017 se presentan muy igualadas y eso eleva la tensión», resume el investigador en política social de la Universidad de Nairobi, Sekou Toure Otondi.

A doscientos kilómetros de la llanura de los bueyes, dirigentes de uno y otro signo hablan de afrentas, traiciones y verdades históricas. Mas ninguno de ellos habla del tiempo ni del miedo. Ellos no saben que a Landiko Mpopmu ya no lo queda nada que esperar. Está cansado y viejo. Demasiado cansado y demasiado viejo para no seguir luchando hasta que un día las tierras que no tenían fin vuelvan a ser verdes para los masái: «No aceptaremos irnos. Moriremos aquí antes que irnos».