Fernando Sánchez Alonso

Miedo al espejo

Sienten que el espejo les miente. Y no lo soportan. Padecen vigorexia, la obsesión por conseguir un cuerpo cada día más grande y musculoso. Este trastorno afecta ya a unas 50.000 personas en el Estado español, el equivalente a la población de Ibiza. Más frecuente entre hombres, las mujeres también lo sufren. Esta es la historia de una de ellas.

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Durante los entrenamientos, me da miedo mirarme al espejo. En una misma sesión, hay momentos en que me encuentro muy guapa y, un instante después, veo en el espejo a una chica fea y debilucha. Entonces cierro los ojos y entreno con más fuerza». Quien así habla es Sara Marchuet, aquejada de vigorexia, un trastorno que, aunque más común en hombres, afecta al 10% de las mujeres que frecuentan los gimnasios, según datos de Almudena García Alonso, profesora de la Facultad de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid.

Quien padece vigorexia o dismorfia muscular arrastra la condena, perturbadora y dolorosa, de no verse nunca lo suficientemente fuerte. De modo que, para conjurar la angustia, multiplicará la dureza de los entrenamientos y se someterá a dietas alimenticias especiales. En el peor de los casos, recurrirá a anabolizantes y hormonas de crecimiento para aumentar la masa muscular. «Algo que yo no he hecho ni haré jamás», confiesa tajante Sara Marchuet. Veinteañera, esta deportista abandonó su Valencia natal y se fue a Madrid para entrenarse con Juan Manuel Menéndez, uno de los grandes gurús del culturismo natural, aquel que prescinde, según explica, de compuestos dopantes para conseguir un cuerpo musculado o una mayor eficacia atlética. Él se niega en rotundo a engrosar la lista de casos dramáticos. Como el de la alemana Heidi Krieger, campeona olímpica de lanzamiento de peso, a quien sus entrenadores le inyectaron desde la adolescencia tantos esteroides anabolizantes para aumentar su fuerza que hoy es un hombre llamado Andreas Krieger, un hombre que ha denunciado ante los tribunales aquel monstruoso y sistemático dopaje.

Menéndez pone tierra de por medio también con los sonados casos de tráfico de sustancias ilícitas. Una de las más célebres, la operación Mazas. En ella estuvieron involucrados un seleccionador nacional de culturismo y a su vez juez internacional, así como un campeón del mundo. De hecho, según el director de la Agencia Mundial Antidopaje, se calcula que el tráfico de estas sustancias genera más dinero que el de la heroína. «Por eso, en la temporada de competición, hacemos a nuestros atletas controles de absolutamente todas las sustancias. Y no solo de algunas, a diferencia de lo que sucede en otras federaciones de culturismo», sentencia Juan Manuel Menéndez, presidente, además, de la entidad Culturismo Natural España y WNBA (World Natural Bodybuilding Association). «A todos los atletas y en todas las categorías», insiste.

 

 

Siete días por semana. Sara Marchuet constituye una de las grandes promesas estatales de la denominada «Mujer escultural», una categoría de culturismo en la que se busca a una competidora de musculatura elegante, femenina, sin excesos.

«Este es un tipo de culturismo que ayuda a realzar las formas naturales de la mujer», explica Ana Rosa Estepa (Jaén, 1951), pionera del culturismo femenino en el Estado español y primera española en ganar una competición internacional.

Sara llega, como siempre, puntual a la cita diaria con Menéndez. Su gimnasio es un lugar sorprendente. Por de pronto, según se ufana él mismo, es el único que dispone de una biblioteca. La sala principal de entrenamiento, por otro lado, evoca más una habitación zen que la tradicional de cualquier gimnasio, con todo ese acopio de máquinas.

Allí dentro solo hay una. Una máquina con la que Sara desarrolla tanto los músculos del tren superior como los del inferior. «Las pesas y las mancuernas», se justifica Menéndez, «terminan dañando los tendones y las articulaciones».

Sara resopla infatigable encima de esa máquina, mientras se desplaza arriba y abajo, una y otra vez, incesantemente. Tiene el pelo desordenado. La camiseta, oscura de sudor, se le ciñe al cuerpo. El espejo de la pared duplica su esfuerzo. El entrenador, impasible y espartano, va marcando el ritmo: «Cuarenta, cuarenta y uno…». Sara contrae los músculos de la cara, entreabre la boca, jadea. Luego, treinta segundos de descanso y vuelta a empezar. Y así durante casi dos horas.

«Mi vida es fácil de resumir», cuenta Sara. «Por las mañanas me entreno. Por las tardes, trabajo en el Carrefour de mi barrio. Eso es todo». A la pregunta de si sale con su pareja o sus amigas los fines de semana, explica que su novio es, como ella, muy hogareño. «A menudo también vengo al gimnasio los domingos. Si estoy un día sin ejercitarme, me pongo muy nerviosa».

 

 

Una dieta peligrosa. Sara pesa menos de 52 kg. y, para quemar más grasa, un mes antes de competir observa una dieta hiperproteica de la que su entrenador ha excluido los hidratos de carbono, componentes que el cuerpo transforma en glucosa, alimento principal del cerebro. Durante ese tiempo, Sara se atiborra de pastillas y de batidos de proteínas con olor a fresa: «Son aminoácidos, todo natural», explica.

Lo cierto es que si prolongara esta dieta, Sara podría sufrir una cetosis, que en los casos más extremos desembocaría en la muerte. Si a esto se le suma que durante las sesiones de entrenamiento se produce un enorme gasto calórico, las reservas de glucosa se agotan en seguida y eso explicaría la irascibilidad, el cansancio, la somnolencia, la depresión y el malhumor de Sara.

Alberto Díaz, juez internacional de culturismo, afirma que los atletas «llegan a la competición deshidratados, muy débiles, mentalmente estresados».

Joan, el novio de Sara, no aprueba lo que hace ella. Arguye que los entrenamientos y la dieta de su novia le están afectando a él también. «Se vuelca demasiado», protesta. «Todo esto se está convirtiendo en una obsesión que me da miedo. Antes, cuando no se dedicaba al culturismo, Sara era más tranquila, más cariñosa. Ahora nos pasamos todo el día discutiendo».

Beatriz Chapa, la madre de Sara, tampoco aplaude el tipo de deporte que practica su hija. Teme que la absorba tanto que no concluya el último año que le queda de la carrera de Educación Física. «Sara fue una niña especial, muy insegura, con muchos complejos», explica telefónicamente desde Valencia. «Siempre le gustó el deporte, pero cuando se marchó a Madrid, yo no sabía que quería dedicarse al culturismo. Y eso es lo que me preocupa».

La puesta en escena del culturismo. Se calcula que el culturismo a nivel estatal mueve 2.000 millones de euros al año. No es este un deporte para economías ajustadas tampoco. Lo que una persona culturista se gasta al mes está alrededor de los 300 euros, que reparte entre las cantidades pantagruélicas de comida que debe ingerir cinco o seis veces al día, el preparador físico, la mensualidad del gimnasio y los suplementos dietéticos. Si es una mujer que pretende competir, deberá desembolsar, además, entre 60 y 300 euros en un bikini específico; los zapatos van aparte, especiales igualmente.

Hoy, Sara lleva esa indumentaria en una pequeña bolsa de deporte negra. Cielo dominical y azul en el exterior. Penumbra de luces indirectas en la sala de entrenamiento del gimnasio, donde Menéndez aplica con un rodillo de pintor un vaivén de cobre a la espalda de Sara. «Es un tinte especial para resaltar los músculos durante la competición», especifica el entrenador.

Apenas quedan cuatro horas para que Sara debute. Brochazo va y brochazo viene, va cubriéndose de un tono pardo. Cuando se le seque en la piel y reciba los focos del escenario, Sara parecerá más musculosa de lo que es. Pero es una estratagema permitida en el mundo del culturismo.

Por fin llega la hora. Los haces de luz se fijan en cuatro mujeres, entre ellas Sara, que adoptan las posturas a medida que las recita el maestro de ceremonias: «Doble bíceps de frente. Expansión caja torácica…» El público jalea a las atletas. Ellas sonríen sin respirar, ocupadas en contraer al máximo la musculatura, convulsa por la tensión. Allí grita todo el mundo menos las atletas y los jueces, que observan las contorsiones de las chicas con frialdad, mientras apuntan frases y números en las libretas.

Sara no se clasificó; pero, tras la decepción, argumentó: «Me ha gustado mucho lo que he sentido compitiendo. Para mí ha sido uno de los momentos más felices de mi vida. Y he aprendido algo: quiero volver a sentir eso».

Pocos meses después, algo cambió. Sara rompió con todo y regresó a Valencia. Hoy por hoy, no ha abandonado el deporte; sí, el culturismo. Superada la vigorexia, le sigue quedando pendiente el último curso de Educación Física.