Karlos Zurutuza
EN PRIMERA FILA

Raqqa, ciudad de nadie

La batalla por la capital del califato en Siria deja a su paso el germen de un experimento político sin precedentes en Oriente Medio, pero también un enorme rastro de destrucción.

Mohamed, ¿cuál es tu casa?». El chaval se incorpora lo justo para señalar hacia el escombro sobre el que se alzaba otro edificio sin tripas. Un día vivió en el segundo piso. Había que imaginarse tres habitaciones, un baño y un hermoso balcón con rejas que albergaba un gallinero. Mohamed nunca había empuñado un arma, pero sabía francés. Podía ayudar con la prensa por lo que, aquel día de agosto, convenció a sus mandos para que le dejaran acompañar a los periodistas al frente oriental. Una hora más tarde saltaba desde un vehículo blindado sobre el escombro de lo que una vez fue su barrio, en la ciudad vieja de Raqqa.

En otra vida, Mohamed había sido profesor de instituto hasta que el ISIS cerró las escuelas de Raqqa y echó la persiana sobre las vidas de más de 200.000 almas. Había abandonado la ciudad hacía dos meses tras pasar otros dos preso por los yihadistas. Lo molieron a palos. Uno se podía acostumbrar a la falta de tabaco o de música; a la barba, a los dobladillos del pantalón cosidos a la altura de las pantorrillas, e incluso a las ejecuciones públicas de asistencia obligada hasta para los niños. Pero la tortura era otra cosa.

Mohamed escapó de noche, atravesando a nado uno de los canales que irrigan el Éufrates sobre este desierto. Luego se unió a las fuerzas que luchan por expulsar a los extraños de su ciudad. Ese era también el plan de su primo Abdala. Lo había intentado una semana antes que él, pero no tuvo tanta suerte. Lo pillaron en el agua, con la ropa metida en una bolsa de plástico. «¿Huyes para unirte a los infieles?», le preguntó el tunecino que le encañonaba. «Voy a Europa», mintió Abdala. Solo un milagro quiso que le conmutaran la pena de muerte por cien latigazos frente a la mezquita vieja de Raqqa. Mohamed lo vio, como todos en el barrio.

Han sido cuatro años de infierno desde que una amalgama de grupos yihadistas se hiciera con el control de Raqqa en la primavera de 2013. Un año después, la ciudad se convirtió en la capital del Estado Islámico en Siria. El pasado mes de junio arrancaba una ofensiva a manos las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS), la coalición multiétnica que respaldan ataques aéreos de Estados Unidos para expulsar a los yihadistas del territorio.

Hoy se combate casa por casa en una ciudad que se desintegra inexorablemente en el fuego cruzado. Hay hombres que corren agachados por tejados; luego entre agujeros en tabiques que llevan a casas donde las habitaciones de los críos están llenas de casquillos. Otras son negras: cama, muebles, paredes, cuadros, lámparas… todo sigue en su sitio, pero quemado.

En el piso de abajo se fuma y se sirve té en la vajilla de los Lagueri. Sabemos que era su casa porque Mohamed conocía bien a la familia. «Ahmed Lagueri era profesor de Primaria», recuerda Mohamed, desde una cocina donde se apilan cajas de mortadela de vaca junto a otras con granadas de RPG. En el salón hay dos individuos atados de pies y manos sentados en el sofá. La brigada dice que son «dos soldados que se han peleado», aunque nadie se lo crea. Justo sobre sus cabezas, Lagueri posa junto a su mujer y sus hijos en una foto en la pared. Un almuerzo en la playa, probablemente Latakia, en la costa siria. Ya en otro mundo. A Hassan, el hijo mayor, lo vemos sonriendo sobre su moto nueva en la alacena frente a los detenidos.

Un nuevo intercambio de disparos: dos árabes de las FDS se han subido a la cama del matrimonio con un martillo para hacer dos agujeros en la pared. «Están justo en la casa de enfrente», avisa el más joven. Disparan mientras sus compañeros recargan los cargadores vacíos; así durante más de dos horas. Se agota la munición y la paciencia, y alguien da las coordenadas del enemigo «a los americanos». Hay que mantener la boca abierta para reducir la presión sobre el tímpano cuando esa bomba escupida desde el cielo sacude a los Lagueri contra la pared. Solo entonces recuperan la paz a los fantasmas de la ciudad vieja de Raqqa.


«Laberinto mortal». La campaña contra el Estado Islámico en el noreste de Siria es hoy una eficaz maquinaria sostenida por un contingente de unos 50.000 combatientes sobre el terreno, y que cuenta con el apoyo logístico en forma de suministros y ataques aéreos de firma estadounidense. A los americanos también se les puede ver sobre el terreno, siempre en vehículos blindados y durante los traslados entre sus bases. Las rodean un muro de hescos, esos cestos de alambre con forro de molesquina que se utilizan también en Irak of Afganistán, y cuya función en Siria pasa más por protegerlas de las miradas de los curiosos que de los coches-bomba de los islamistas.

Uno de los fuertes más imponentes de esta nueva “guerra en la sombra” de Washington es el aeródromo que tienen en Ain Issa. Sita a 50 kilómetros al norte de Raqqa, esta pequeña localidad árabe se ha venido a más hasta convertirse en un auténtico punto neurálgico de la ofensiva sobre la capital del califato en Siria. Desde allí vuelan los helicópteros Apache que revientan el suelo bajo el cielo estrellado de Raqqa cada noche en operaciones no exentas de controversia.

Amnistía Internacional ha criticado recientemente la campaña de fuego aéreo y de artillería de Estados Unidos, subrayando que Raqqa se ha convertido en un “laberinto mortal” para los civiles aún atrapados en la ciudad. Según estimaciones de Naciones Unidas, hay aproximadamente 25.000 civiles en Raqqa, muchos de los cuales son usados como “escudos humanos” por los yihadistas.

«Es una cuestión de puro azar porque nunca sabes dónde va a caer la siguiente bomba», cuenta Amina, una residente que pudo escapar cuando los yihadistas que bloqueaban su calle abandonaron precipitadamente la posición. Sobrevivió al asedio principalmente a base de sopas de hierbajos que crecen entre el escombro, y latas de comida aún intactas en cocinas reventadas desde el aire. Es el caso de Amina, y el de casi todos los cerca de 10.000 refugiados en el campo de refugiados de Ain Issa. También el de Mustafa Haji. Este kurdo de 37 años pasó por allí antes de establecerse en un campamento más pequeño a las afueras de Kobani. Abandonó su casa en Raqqa hace diez meses porque a él lo querían matar y a su mujer encerrarla para violarla. Ese era el plan para los kurdos y las kurdas en la capital del califato. Durante la huida, su hija Rihana, de siete años, se quedó ciega por la mina que mató a su hermano Murad, de cinco.

Las incógnitas. Además del aeródromo y el campamento, Ain Issa también acoge el Consejo Civil de Raqqa –el Gobierno interino de la ciudad formado por doscientos miembros, la mayoría de ellos árabes de la ciudad– así como la sala de operaciones de las FDS para Raqqa. Desde allí, el comandante Ali Hajo asegura que el final del ISIS está «cerca», pero admite no ser capaz de pronunciarse sobre el futuro más inmediato: «No sabemos hasta cuándo se quedarán los americanos, ni qué hará Turquía. Esas son dos de las mayores incógnitas», subraya este antiguo oficial de Policía del Gobierno de Bashar al Assad que desertó en 2012. Precisamente, Hajo es un árabe natural de Jarabulus, una localidad al norte de Siria que permanece bajo ocupación turca desde una ofensiva en agosto de 2015. El objetivo de dicha maniobra fue doble: expulsar a militantes del Estado Islámico de esa zona fronteriza a la vez que contener el avance de los kurdos de Siria. Ankara, que cuenta con la mitad de los cerca de 40 millones de kurdos en el mundo, ve con gran preocupación los cambios al otro lado de su frontera sur.

Por el momento, explica Hajo, las zonas recuperadas al ISIS pasarán a integrar la llamada Federación Democrática del Norte de Siria, el proyecto federal con origen en Rojava, pero que busca hoy acomodar al resto de las comunidades del noreste de Siria. Wladimir van Wilgenburg, analista experto en el tema kurdo actualmente sobre el terreno suscribe el diagnóstico, pero coincide con el militar sobre las incógnitas que plantea el futuro.

«Es probable que los americanos se queden durante algunos años, pero es difícil saber qué pasara después. Puede que los kurdos y sus aliados lleguen a un acuerdo con Damasco para frenar la influencia turca, o que Ankara llegue a un acuerdo con Assad y Putin para atacar a los kurdos y sus aliados. También es posible que la Federación Democrática del Norte de Siria se convierta en autónoma de facto sin llegar a ningún acuerdo con nadie», explica a 7K el investigador holandés. Pase lo que pase, añade, «nos encontramos ante un momento histórico para los kurdos y el resto de las comunidades del norte de Siria».

Y es que, además de haber emergido como un activo decisivo en la lucha contra el ISIS, los kurdos también se han demostrado como la principal fuerza de oposición al Gobierno de Assad. En 2011, y presionado por una coyuntura cada vez más hostil a sus intereses al calor de unas protestas que adelantaban lo que estaba por venir, Damasco aflojó el puño sobre los kurdos. Fue en el verano de 2012 cuando se hicieron oficialmente con el control de las zonas donde son mayoría. Su apuesta pasaba por lo que se dio en llamar la “tercera vía”, una posición de neutralidad que los distanció tanto del Gobierno como de la oposición. Mientras el resto del país se sumía en una pesadilla de la que todavía sigue sin despertar, en el noreste se levantaba una sociedad civil inexistente hasta la fecha y se apostaba por la autogestión de un territorio autónomo a través del llamado “Confederalismo Democrático”. Sus líneas fueron trazadas en 2005 por Abdula Ocalan, líder del PKK encarcelado en una isla-prisión turca desde 1999. No se desafía la territorialidad de Oriente Medio, pero se apuesta por una descentralización de los poderes monolíticos de la región.

 

Experiencias. El noreste de Siria se ha convertido en un auténtico campo de pruebas para un experimento político sin precedentes que florece mientras se gestiona una guerra. A día de hoy, son los árabes de Raqqa, a petición propia, los que engrosan la primera línea de combate de las FDS frente al ISIS. Muchos combaten en unidades exclusivamente tribales integradas en la coalición, pero también en las YPG, donde la proporción entre árabes y kurdos corre cada vez más pareja en Raqqa. Este último detalle es más que evidente en el cuartel de las FDS en Ain Issa, donde los kurdos llegados de Turquía o Irán necesitan traductores para comunicarse con los árabes de Siria, la mayoría de los cuales no habla kurdo. Son jóvenes como Jalil Salil, quien se unió a las YPG hace dos años para echar al ISIS de su Tal Abyad natal, y que la guerra acabó arrastrando hasta el frente de Raqqa.

«Echar a los terroristas sin tener un proyecto para el día después sería un error, por eso me uní a las YPG, y no al Ejército Sirio Libre», dice este combatiente de 28 años, fácilmente reconocible por la cicatriz que le dejó una bala que le rozó la sien y le seccionó la oreja. Salil habla de una Siria federal para el futuro, aunque es más explícito sobre el pasado. «Hemos conocido a Assad y después al ISIS; sabemos lo que queremos y, sobre todo, lo que no queremos», añade, desde una de las pick-up en dirección al frente occidental.

Se necesitan casi dos horas para recorrer los cincuenta kilómetros entre Ain Issa y el puesto de las FDS al oeste de Raqqa. La culpa la tiene un camino tortuoso e imposible, pero que permite evitar la zona aún bajo control del enemigo. Es el reino de excavadoras que trabajan sin descanso derribando muros en terreno ganado a los yihadistas, o levantando otros nuevos. También hay que instalar pontones para salvar los brazos de agua del Éufrates. Un enjambre de niños sale corriendo del agua para hacer el signo de la victoria al paso del convoy.

Ya en la base, periodistas esperando permisos para acceder al frente comparten espacio con combatientes que buscan conectarse a la red Wi Fi a través de sus móviles. Kimberley Taylor, combatiente británica de las YPJ –un batallón exclusivamente femenino– responde a los correos electrónicos acumulados durante más de una semana sin conectarse. Fue el drama sufrido por las yezidíes de Sinjar lo que sacudió la conciencia de esta licenciada en matemáticas de 28 años. En marzo de 2016 viajó a Rojava por primera vez con el objetivo de escribir un reportaje sobre el movimiento feminista kurdo para un periódico socialista sueco. Y se quedó.

«Me enamoré de la ideología anticapitalista y feminista que había echado raíces aquí», recuerda la joven de Blackburn (norte de Inglaterra), que ya habla el kurdo con fluidez. Taylor, que también responde al nombre en clave de Zilan Dilmar entre la tropa, fue la primera británica en coger las armas por la causa kurda, pero es una más de un contingente internacional que se estima en 400 combatientes. La mayoría sabe que tendrá problemas con la justicia en sus países de origen. De hecho, la inglesa da por seguro que habrá de permanecer en arresto domiciliario en el mejor de los casos. Pero dice tener la conciencia «muy tranquila».

«Vinimos aquí a ayudar a los kurdos, a los árabes y al resto de los pueblos a luchar contra el Estado Islámico; vinimos a compartir experiencias y aprender los unos de los otros», insiste la voluntaria, justo cuando el característico martilleo de un Apache se impone sobre el monótono estertor de la guerra bajo sus aspas. Vuela sin luces, pero alguien prueba suerte con una batería antiaérea: dos hileras rojas de balas trazadoras se elevan sobre casas sin tejado en dirección a las estrellas. No pasa ni un minuto hasta que una tremenda explosión lo funde todo a negro.