Félix MARTIALAY Historiador
Analisia | Athletic

Telmo Zarra, sin más

El autor, ya fallecido, historiador, fue fundador de la revista «Cuadernos de Fútbol», del Centro de Investigaciones de Historia y Estadística del Fútbol Español, donde publicó este artículo sobre Telmo Zarra, hoy de plena actualidad por el récord de Leo Messi.

Los cursis de hoy se quedarían tan ufanos diciendo algo tan original como «no diga Zarra, diga gol». O, llegando a su cumbre creativa, dijeran o escribieran `Zarragol'. Se lo pondría más fácil, ya que gustan de decir pentasílabos en vez de los monosílabos precisos, y les sugeriría `Zarraonandiagol' ¿A que queda precioso y llena mucho? Pues bien, después de lo dicho, a nadie puede extrañar que afirme que Zarra era un jugador fabricado artesanalmente para marcar goles. Ya antes de ser cachorro de San Mamés -no sé como llamar a eso ¿acaso embrión no clonable de San Mamés, que era santo y era niño?- había metido ocho goles en el Erandio en uno de aquellos benéficos Campeonatos Regionales que los `hombres del fútbol español' se cargaron para estirar la Liga, que como todos saben, suelen ser elásticas...

Rabilargo. El dicho lo sentencia: «De casta le viene al galgo...». Telmo Zarra tenía antecedentes en el fichero del fútbol español. Su hermano mayor, Tomás, nacido en diciembre de 1910, fue un portero que jugó nada menos que ocho años en Primera División. De 1928 a 1934 en el Arenas de Guecho; desde 1935 a la Guerra, en Osasuna. Quizá haya que subrayar que en la Liga 1930-31 hubiera sido el premio Zamora, de existir tal trofeo. Tras la guerra se replegó al Erandio, club que parecía fabricado a la medida de la familia Zarraonandía. Lo retiró Gorostiza en un amistoso, merced a un pisotón que le fracturó varios dedos de una mano.

El otro hermano futbolista, Domingo, también militó en la División de Honor, con el Arenas de Guecho, en la temporada 1934-35. Con su hermano como intermediario llegó a la Secretaría del Athletic llamado por los directivos rojiblancos. Posiblemente pensaban que Victorio Unamuno ya había cambiado su onza en el Betis campeón de Liga, con aquel conjunto estelar de Urquiaga, Areso, Aedo, Timimi, Saro y compañía. En la liquidación bética de junio de 1936, Unamuno compró su libertad por 5.000 pesetas y volvió al Athletic justo por el doble. Estaban acabando sus 19 años cuando le pusieron delante la ficha del Athletic. La firmó casi sin enterarse que le iban a dar 4.000 pesetas por ella. Y casi 500 todos los meses. Muchas veces los clubes no se enteran que hay jugadores que firmarían gratis... Ya era jugador del Athletic, entonces Atlético.

Lángara. Era su ídolo de niño. Era el ídolo de cuantos jugaban en aquellos años en la delantera del equipo del colegio. Acaso por Sevilla le robara protagonismo Campanal y por Madrid Elícegui. Pero Lángara era el rey.

Por esas vueltas que da la vida, cuando Lángara regresó a España y a su Oviedo en 1946, fue seleccionado por Pablo Hernández Coronado para ir a Dublín a luchar con Irlanda el 2 de marzo de 1947. Los dos delanteros seleccionados eran Zarra y Lángara. El de Munguía dejó a Lángara en el banquillo. Y eso que Telmo tenía una lesión de hombro que la prudencia hubiera aconsejado que no jugara. Pero se calló sus dolores. Los desvió a una ligera molestia que podía mitigarse con una infiltración. Jugó el partido. ¡Y metió dos goles! Bien es verdad que Zarra era la furia y Lángara lo había sido, pero su paso por el fútbol argentino le había hecho menos fogoso y mucho más científico. No se sabe si Zarra antes de salir a Dalymount Park le dijo a Lángara algo así «Usted perdone, don Isidro, pero hoy juego yo».

La internacionalidad le venía a Zarra desde un par de años antes. Después del desastre de San Siro, ocasión en la que la Italia de Piola destrozó a la selección española, hubo tres años de ausencia española en los campos internacionales. Se había acabado una etapa, la de Eduardo Teus, y se pensaba que había que esperar a las nuevas cosechas para revitalizar el equipo de España. La Guerra Mundial ayudó no poco a esa meditación en los cuarteles de invierno. Cuando Guillermo Eizaguirre tomó «la manija» del equipo solo quedaban cuatro caras «viejas»: Germán, Ipiña, Escolá y Epi. Entre el pelotón de relevo de la vieja guardia iba Zarra. Fue en Portugal, en el estadio Jamor de Lisboa. Y no, no marcó ningún gol. Entre César y Epi se repartieron el tajo del empate.

Martín. Mariano Martín era el ariete del Barcelona. Era un jugador increíble. Rápido, técnico, corajudo y goleador. El que se olvide su nombre en el fútbol español es una injusticia. Bien puede decirse que Martín era el rival más empecinado de Zarra. Y así como Telmo tuvo que ver cómo sobrepasaba a Lángara, también le cupo la amargura de desplazar definitivamente a Martín. Fue en el partido contra Irlanda -siempre Irlanda presente en estos trances- en el Metropolitano de Madrid, el 23 de junio de 1946. El culé salió como titular. A los 35 minutos se `rompió'. Le relevó Zarra. Cuando se encontraron, uno de ida y otro de vuelta, Martín le dijo: «Esto ya se ha acabado para mí. Que tengas más suerte que yo».

Y en efecto, se había acabado para la selección aquel pura sangre llamado Mariano Martín. Pero a un hombre espectacular le sustituía otro que no lo era menos. Quizá haya que recordar como tras el partido de la Copa del Mundo de Brasil contra Chile -quizá el partido internacional más completo de Zarra - se escribió que «En los partidos que juegue Zarra hay que subir el precio de las entradas».

Escartín, su «bestia negra». Los estadísticos apuntarán que Zarra solo fue expulsado una vez en su vida deportiva. Fue ante el Valencia. Un rifirrafe entre Álvaro, el duro defensa ché, y Zarra, acabó con ambos por tierra. Zarra se levantó rápidamente, mientras Álvaro quedaba tendido. Escartín echó a los dos porque Gainza le gritó: «¡Telmo, písale la cabeza a ese...!». No se la había pisado, claro.

Cuando se van mirando las fotografía de la formación española ante los partidos, siempre había un punto fijo: Zarra. Por eso causó enorme extrañeza al aficionado ver que en el equipo que se alineaba frente a Argentina no estaba Zarra. No estaba su referente. El sustituto era Adrián Escudero, el extremo reconvertido en ariete por Pedro Escartín, seleccionador.

Tras ese partido le llevó a la excursión americana del verano de 1953 como carne de banquillo, quizá para hacerle menos cruel su definitiva ausencia del equipo de España. El Zarra internacional de España había pasado a la historia. Pero no en el cariño de los aficionados. Al año siguiente, la Federación Española organizó un homenaje al «ariete de la furia». Se llenó el campo madridista cuando todavía era ese destartalado estadio en el que Santiago Bernabéu quería meter a cien mil espectadores. Zarra los metió.

Todavía, a sus 33 años, llevaba sus minúsculos calzones y dejaba sus mangas al aire como serpentinas que enjoyaban su brioso empuje. Mangas que le ocasionaron no pocos sofocos en la Copa del Mundo de Río, porque en la guerra psicológica que los cronistas brasileños desencadenaban contra sus siguientes rivales advertían a los árbitros, en titulares, que tuvieran cuidado con las mangas de Zarra, porque le servían para ocultar las manos con las que se colocaba el balón para su más fácil disparo.

La cabeza. Indudablemente en la iconografía de Zarra hay infinidad de imágenes captando sus saltos prodigiosos y sus testarazos al balón con marbete de gol. Eso es justo. Lo que es injusto es ignorar su efectividad con ambos pies. Propondría un reto a los eficaces y abundosos estadísticos. Pongamos como marco de tabulación la temporada 1942-43 para que tengan margen suficiente. En 44 partidos, Zarra consiguió 40 goles. A ver si el golpe de tecla desvela cuantos fueron logrados de airoso cabezazo y cuantos con los pies. A lo mejor hay sorpresas...

La «fiera». Así es como Blasco Ibáñez llamaba al público en su taurina «Sangre y Arena». No, las cornadas no las daba el toro. Las daba el público con su exigencia, su desatino, su ignorancia. En el fútbol me ha tocado asistir a varias de estas «cogidas» crueles e injustas. De pronto alguien, sin duda un entusiasta de antaño, suelta el grito: «¡Fuera, viejo!». Y corre como la pólvora por el graderío: «Viejo... viejo... viejo». La culpa no la tiene ni esta época ni la que venga. Es eterno. A Pichichi, allá por los años 20, sus fieles de San Mamés le arrinconaban cada vez que no llegaba a un balón imposible o «fallaba» un gol que tampoco era pensable, pero que él forzaba para ver si la bendición de un tanto callaba esos gritos. Y arreciaban... Fue el caso de Zarra. La «fiera» está ahí siempre. En todos los campos, en todos los tiempos, ante todos los jugadores. Igual que Pichichi, igual que tantos y tantos, Zarra se rindió a ese grito demoledor. Y se fue.

Ahora, en el cielo, que a buen seguro le tiene Dios esperando, esos gritos desaparecerán. Solo oirá los clamores de sus goles y los aplausos a sus jugadas brillantes, fulgurantes, eléctricas. Que para eso es el cielo... Te echaré de menos Zarra. Llevo muchos años echándote de menos. Desde que cerraste el cerrojo a mediados de los años 50. Hasta la vista.