Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Kepa del Hoyo

Cualquiera que tenga una mediana sensibilidad sabe que la lejanía del preso respecto a su país y a su familia representa un intento de destrucción total del psiquismo del preso y aún de los seres que conforman su entorno.

Injuria.- Hecho o dicho contra razón y justicia.

La muerte de Kepa del Hoyo en prisión alejada de los suyos –que es método de redoblado castigo, o sea, de doble condena, la segunda de las cuales no figura además en la sentencia– transmite una voluntad injuriosa y por tanto repleta de inhumanidad contra el penado por parte de los gobernantes o funcionarios que decidieron la proscripción penitenciaria del preso respecto al país a que pertenecía. No es honesto alegar el tipo de atentado a la ley por parte del penado para convertir su quebrantamiento –sea el motivo que sea, que eso tiene también su interpretación– en herramienta que posee todos los visos de contener un fondo de venganza. Esta doctrina inscrita en el humanismo penitenciario, curiosamente tan arraigado teóricamente en España –y tan despreciado en la práctica–, es absolutamente válida desde Cesare Beccaria, a finales del XVIII, a Concepción Arenal, en el siglo XIX. No vamos ahora a entretenernos en publicar los nombres de estos benéficos teóricos y altos funcionarios de prisiones en bastantes casos –como el ejemplar de García Valdés–, ya que nos basta para resumir tal filosofía una frase que nos libera de mayor discurso contra la inflación punitiva que caracteriza al mundo actual. La frase la pronunció el coronel Manuel Montesinos, que estaba al mando de una prisión en Valencia en el año 30 del pasado siglo y que empeñó su vida en humanizar el encarcelamiento: «En la cárcel se recibe a un hombre; el delito queda fuera».

En todos los sentidos con que se encare el problema de la prisión el cumplimiento de la pena tiene dos finalidades eminentes: sancionar un comportamiento definido como antisocial y, sobre todo, rescatar en el marco de la razón serena a un ser humano durante el cumplimiento de la sentencia; rescate que ha de ser flexible y cuidadoso si se trata por la jurisdicción de recobrar la paz de la comunidad en todos los sentidos. En este aspecto esencial quiero resaltar que el anticristiano y antisocial espíritu de la Inquisición, que destruía al pecador para afirmar el dogma, sigue vigente en el rudo discurso presente sobre las ideas y su debate. España es y ha sido genéticamente trumpista «avant la lettre». Lo que me pregunto muchas veces, ante estos sucesos, es por qué, dado el «europeísmo» triunfante en casi todas las tribunas, aún no se ha establecido el derecho a declararse ciudadano de cualquier otro país de la Comunidad y continuamos reducidos en nuestro caso al menospreciante estatalismo español, que parece haberse instalado en lo genético ¿Se trata de pasar previamente «por caja», como significaría el integrista bancario Sr. Junker? Pues si es así, hablemos de tarifas, pero pongamos en marcha la ciudadanía real europea. Al menos algo positivo tendrá el emburrio de la Unión.

Repito que esta postura crítica que voy explayando tiene su raíz en planos muy superiores éticamente a los del derecho formal o externo, que siempre es de rango inferior al que cabe definir como derecho interior o moral, que en España ha sido desconocido por unos dirigentes que generación tras generación han sido reticentes al progreso que patrocinó desde la luz de la razón, con más o menos fortuna, la Ilustración, esa gran ausente en la vida española. Al llegar a este punto quiero señalar que el hiperlegalismo en que están incurriendo con descaro muchos gobernantes presentes, y que se reclama de respeto a la norma como faro orientador, oculta una impotencia radical para trazar sendas practicables, que ellos saben a la perfección cuáles son, para proceder justamente en multitud de aspectos. La sumisión presente de las instituciones políticas al cínico poder explotador del ser humano es de una visibilidad escandalosa. Creo que el fruto de tal servidumbre antidemocrática es la simiente de todas las violaciones de la moral y de todas las corrupciones en la escala colectiva, una de las cuáles es el estrepitoso uso de las condenas a prisión.

El escenario en que acontece el fallecimiento de Kepa del Hoyo nos pone, sin posibilidad alguna de escapatoria, ante ese horizonte procaz en que acontece un manejo penitenciario que sugiere la venganza de quienes pese a haber ganado una guerra –esa guerra sigue horadando el alma española como manifiesta la dura respuesta a cualquier reflexión o manifestación de quienes son considerados como vencidos– no se han resignado a la orfandad moral en que se encuentran para gobernar una nave evidentemente con bandera de conveniencia. Gobernar a cencerros tapados ante la evidencia política adversa, es decir, gobernar a contrapelo de lo justo y necesario, que es la libertad, no suele garantizar un largo periodo de aceptación por parte de una ciudadanía que se está cayendo a trozos al fallar todo soporte democrático. El ejemplo de cómo se gobierna España y las respuestas que ese gobierno produce, certifica lo que digo. La cárcel se ha reducido en los casos más significativos a un ejercicio bélico plagado de maniobras detestables, como es el de convertir la pena individual en un castigo colectivo o en exhibición atemorizante ante un proyecto ideológico. Cualquiera que tenga una mediana sensibilidad sabe que la lejanía del preso respecto a su país y a su familia representa un intento de destrucción total del psiquismo del preso y aún de los seres que conforman su entorno hasta hacer del cautivo un ejemplar privado de toda capacidad de vida real así como una forma de encarcelar a su familia en un dolor invalidante, cosas ambas producidas mediante el desarraigo del penado y las múltiples dificultades de comunicación que afrontan sus familiares. La cárcel es convertida en una especie de ejecución por medio de algo parecido a un garrote vil manejado con calculada lentitud por aquellos que proceden despojados de cualquier mínima emoción sensible. La ley cobra cada día un creciente rostro de venganza, aunque se esgriman contra esa dispersión cien razones absolutamente inválidas que hablan, entre otros «peligros» de posibles conspiraciones por parte de los presos. Una cárcel bien organizada y gobernada con eficacia serena y experta tiene métodos totalmente adecuados, internos y externos, para impedir cualquier presunto movimiento conspirativo, si es de eso de lo que se trata, sea cual sea la ubicación del penal. Las razones en contrario resultan de una simplicidad sospechosa y resultan agraviantes, creo, para muchos funcionarios a los que se supone al parecer ineficientes para responder de seguridades elementales.

Hay algo que gustaría subrayar como en otras ocasiones. Algo que tiene una valiosa referencia kantiana. Me refiero al valor de lo estético, en este caso de la estética política. Kant sostiene que lo bello inclina a lo ético, a lo deseable; al bien y a lo justo. Por ello siempre he soñado con una cierta estética política que impida los comportamientos impresentables. La estética enseña una serie de manifestaciones que dan un relieve al contraste de opiniones, que convierte los debates en inteligencia, que exige una especial sabiduría para propugnar los saberes. Los dirigentes de los pueblos debieran tener en su lista ministerial un Ministerio de Estética. El mismo manejo de la riqueza sin una faz estética convierte la economía en un crimen que genera una putrefacción creciente, una injusticia doblemente degradada. No estoy promoviendo una política de parches, sino un camino transitable para una revolución sin barbarie. Conste que escribo todo esto porque tengo derecho a la estética del sueño.

Si Kepa del Hoyo hubiera muerto en su país y rodeado del amor cercano y constante de los suyos quizá estuviéramos hablando de ciertas cosas de otra manera muy distinta.

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