Víctor Moreno
Escritor

Memoria del mal

El pasado, como categoría histórica, no es quien divide a las partes en litigio permanente. Lo que, de verdad, nos divide es la idea que tenemos del bien y del mal que transportan los hechos, sean pasados o actuales. Nos enfrentamos más a un problema de ética que de historia.

Se afirma que una costumbre sabia de la conducta humana es echar mano del pasado para mejorar el presente. Pues, como suele decirse, quien olvida el pasado, está condenado a cometer los mismos errores. Hay quien añade que idéntico destino les espera a quienes lo tergiversan en beneficio del presente. También que el pasado no se puede cambiar aunque existan historiadores que sí lo pretenden con sus interpretaciones.

Dicho esto, reconozcamos que si algo demuestra la historia es que el ser humano posee una capacidad extraordinaria para repetir una y otra vez sus errores. No solo se baña dos y tres veces en el mismo río, sino que tropieza en la misma piedra de la equivocación las veces que hagan falta.

Hay quien considera que, al no tener idéntica idea del pasado, no obtendremos las mismas consecuencias éticas y morales de él. Y que nuestra disconformidad ética sobre muchos problemas actuales hace que entendamos de diferente modo el pasado.

Sin embargo, el pasado, como categoría histórica, no es quien divide a las partes en litigio permanente. Lo que, de verdad, nos divide es la idea que tenemos del bien y del mal que transportan los hechos, sean pasados o actuales. Nos enfrentamos más a un problema de ética que de historia.

Para no repetir el mismo mal del pasado sería preciso aceptar que ciertos hechos de una época determinada fueron la representación más obscena y absoluta del mal. Sería conveniente dejarse de paños calientes interpretativos y coyunturales y reconocer que el mal habitó entre nosotros por causa de una nefasta conducta ética. Apelando solo a causas económicas, políticas y sociales, estaremos siempre justificando lo injustificable.

¿Tenemos la misma idea acerca de la naturaleza, función y consecuencia de este mal, cometido en el pasado o en el presente? No. La memoria del mal que cada persona tiene de un determinado pasado histórico es muy diferente. No solo porque la memoria sea selectiva, sino porque los hechos que la llenan no responden al mismo criterio de maldad. Menos todavía, si tales hechos pertenecen a un pasado donde se ven involucrados familiares cercanos, sea como víctimas o como verdugos.

Es posible crear una sociedad más justa y más ética si las personas tenemos un criterio diferente del mal, no solo referido al presente, sino a lo que sucedió en un pasado más o menos inmediato?

No basta con recordar lo sucedido hace ochenta años. Probablemente, ni siquiera seamos capaces de ver en lo recordado lo mismo, a pesar de que traigamos a colación los mismos hechos. Una explicación a este desajuste radicaría en que nuestra comprensión ética de la conducta es diferente. Se rige por parámetros de bondad y de maldad distintos. La idea de mal y de bien que tenemos, si no contrapuestos, son dispares, muy dispares.

No solo es por culpa de nuestra memoria, siempre selectiva y deficitaria. Ni la memoria, ni la comprensión e interpretación de los hechos que rescatamos de un segmento histórico son decisivas. La clave no está en recomponer un mapa de la memoria del pasado, tarea difícil y, en ocasiones, traumática. El matiz diferencial está en saber si estamos dispuestos a adoptar una idea del bien y del mal que sea común. Me temo que no, pues se trata de una tarea mucho más difícil que aceptar qué pasó en tal o cual hecho histórico.

En la actualidad, nuestras ideas del bien y del mal ya no proceden de la ética, sino de posicionamientos ideológicos. Y no solo. También, se basan en planteamientos nada empíricos y objetivos que dificultan cualquier consenso moral. Una pena. Porque no ponerse de acuerdo en este asunto es causa de muchos desencuentros dialécticos. En la práctica las partes en litigio no suelen apelar a la ética como elemento de consenso y limador de las diferencias. De hecho, se concita la ley, más permisiva con los desajustes y delitos que la ética. De ahí que en muchos «delitos» se diga que estaban acordes con la ley, aunque no con la ética.

Suele decirse que «si perdemos la memoria de lo que ha sucedido en el pasado, dejaremos de odiar el mal». A este dictum se aferran quienes pretenden justificar la permanencia de construcciones que fueron, y lo siguen siendo, glorificación y exaltación de un mal específico en una época. Tanto que, si desaparecieran del espacio público, se dañaría la memoria ética del pasado.

La verdad es que odiar el mal es producto de una conformación moral y ética de la persona, independientemente de la memoria que tenga de las cosas perdidas y de los referentes arquitectónicos que tenga a la vista.

Hay edificios «tóxicos» que se mantienen con la pretensión de ser utilizados con finalidades distintas. Las visitas a los campos de concentración condenan el nazismo sin paliativo. Pero no hace falta ver un campo de concentración para odiar el fascismo; tampoco, para aceptar su contrario si uno es fascista. Y comparar al mismo nivel un campo de concentración con un edificio destinado a exaltar a unos militares que se sublevaron contra un orden constitucional y legítimo, tampoco. Hay matices éticos y morales que no podemos saltarnos de forma tan frívola.

Existen edificios que siguen produciendo en una parte de la población una nostálgica exaltación del golpismo fascista y, en otra, su repulsa y condena explícita. Y no es, no solo, por cuestiones de interpretación histórica. El asunto es más grave. Tiene que ver con la conformación ética personal. El fascismo no está en las piedras, sino en el corazón del ser humano.

Cuando nos enfrentamos a un edificio, y unos defienden su demolición y otros su transformación en un museo, nos hallamos ante la manifestación de una idea distinta de lo que entendemos por el bien y por el mal en términos éticos.

Mantener un edificio que glorifica y exalta a quienes hicieron el mal, y consagra una axiología basada en la guerra y en el exterminio como solución a los problemas políticos y sociales de una sociedad, no es ético.

Mantener un edificio que condena explícitamente a quienes hicieron de la tortura y de la muerte la solución final a los problemas de un Estado, como los campos de exterminio, los centros de detención y torturas…, es compatible con una ética que salvaguarda la dignidad humana.

Por tanto, si se trata de edificios que, con solo mirarlos, arrojan un mensaje de consolidación de la ética, de la fijación de los límites del bien y del mal, no hay por qué derribarlos. Por el contrario, si se trata de edificios que no consolidan esta línea ética, porque despiertan una ambivalencia, sea de apoyo o de repulsa, digamos que no son compatibles con la ética.

En ambos casos, el ser humano no necesita edificios para odiar el mal y amar el bien. Una persona adulta, capaz de hacer abstracciones éticas y morales, no precisa de edificios para recordarle lo que debe odiar y lo que debe amar. Pero, caso de que los necesite, mejor será que existan aquellos edificios que condenan sin ambivalencias morales y éticas el mal, sea cual sea.

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