Jesús Valencia
Educador social

Pasajeros de un vuelo cuyo destino ignoraban

Vivimos fechas ajetreadas en las que el bolso de viaje, la mochila o la maleta adquieren protagonismo especial. Un hervidero de gentes espera ansiosa el comienzo de viajes largamente soñados y preparados; desplazamientos hacia los más variados destinos en los que descargar tensiones y vivir emociones. Esta barahúnda itinerante me ha traído el recuerdo de otros viajeros forzados.

El paso del tiempo, la opacidad de una situación ocultada y quizá nuestra propia desidia,  han contribuido a olvidar aquel atropello que se ejecutó por vez  primera en enero de 1984. Vivimos tiempos recapitulatorios.  Si Madrid prepara el Museo de las Víctimas de ETA y Lakua crea  con parecidas intenciones el Instituto Vasco de la Memoria, también habrá que redactar el relato de la deportación; brutalidad que arrancó de cuajo a decenas de patriotas y que los aventó a lo largo y ancho del mundo. Hablo de gudaris (condición que conviene recordar  sin eufemismos vergonzantes); unos más de los muchos paisanos que, en diferentes épocas, se han alzado en armas para defender nuestro pueblo.

Su presencia en el Estado francés era consecuencia directa del enfrentamiento desigual que mantenían contra los ocupantes españoles. Y su inclusión en el listado de la deportación,  un arbitrario capricho de la ruleta diplomática. Francia no quería perder su cosmética imagen como «tierra de asilo» y España quería impedir que los gudaris encontrasen cobijo en Iparralde. El gobierno simultáneo de dos mandatarios afines – González a un lado de la frontera y Mitterrand, al otro– propició la macabra idea de la deportación. Medida muy utilizada en Francia para librarse de malhechores a los que no guillotinaba pero hacía desaparecer en algún rincón del planeta. El Presidente De Gaulle había eliminado dicha práctica en 1960 pero ¿qué más daba? Tratándose de militantes de ETA, todo estaba permitido. La sociedad francesa y el gobierno español verían con buenos ojos la medida. Los refugiados seleccionados para el confinamiento eran tenidos por malhechores ¡Que les parta un rayo!

Setenta paisanos y paisanas  fueron arrastradas por el vendaval de la deportación entre enero de 1984 y mayo de 1990. Diez  países aceptaron, por diferentes razones, recibir a los «expulsados» (así los llamaron con afectada hipocresía). Viajaron pero su viaje nada tuvo que ver con los que disfrutamos en estas fechas. No tenían previsto emprenderlo ni dispusieron de  tiempo para prepararlo. Las más de las veces, ni siquiera pudieron ejercer el más básico de los derechos: informar a sus personas queridas y despedirse de ellas. Así, en cualquier noche y sin previo aviso, fueron secuestrados por la policía francesa para emprender un viaje que los alejaba de sus familias, de su tierra y de sí mismos.

Nadie les dio la menor explicación de lo que sucedía, no les adelantó el itinerario previsto. Observando el color del resto de pasajeros que viajaban en el mismo avión intentaron deducir hacia que continente los lanzaban. Cuando preguntaron a las azafatas a dónde se dirigía el vuelo, provocaron la comprensible perplejidad de éstas ¿cómo era posible que alguien que ya había pasado los trámites del embarque no supiera a dónde se viajaba? La bocanada de aire caliente que sintieron al descender del avión les advirtió de que habían sido conducidos a tierras tropicales; estaban de sobra los jerséis con los que se habían cubierto al apuro en la noche fría de Iparralde. Sin posibilidad de asimilar durante las horas del vuelo todo lo que les estaba sucediendo aterrizaron en un aeropuerto al que nunca habían pensado dirigirse. No les esperaba personal del tour operador sino un destacamento policial que no sabía ni cómo tratarlos ¿eran presos, delincuentes, revolucionarios? Con la entrega de policía a policía terminaba la tarea de la policía francesa que los había raptado y vigilado durante el trayecto.

Perdidos en una geografía extraña y aturdidos tras una brutalidad sin nombre, constataron que seguían vivos ¡En aquellas circunstancias, no era poco! No conocían a nadie y nadie les conocía a ellos. Sin identidad ni referencias, les tocaba emprender una nueva vida que no sabían cómo sería ni cuánto tiempo duraría.

¿Qué ha sido de ellas y ellos? Pregunta que bien merece   una buena dosis de interés y de implicación colectiva. Pero hay otra duda que me desconcierta ¿por qué ahora los llamamos iheslariak? Fugitivo es quien  desaparece voluntariamente  para eludir a quienes le persiguen; iniciativa de ocultamiento que el propio fugitivo promueve. No es el caso.

Search