Patxi Salaberri
Profesor de la UPV-EHU

Ser o no ser... alavés

Lo reconozco: resulta difícil, y cansa no poco, ejercer de alavés. Sí, alavés de Araba; no fruto de paracaidismos políticos, sino alavés por nacimiento, por profundidad, por vocación, por afición, por oficio, por domicilio, por sistema impositivo... alavés-alavés, de los de sin excepción en la regla, vamos. Es algo que cansa-cansa, verdaderamente.

También es cierto que acentúa ese agotamiento el hecho de ser alavés y un tanto antiguo. Pero lo de la experiencia existencial tiene sus ventajas a la hora de valorar la evolución del territorio y, en especial, de ese tipo de alavés de «viene y va», tan empeñado él por definir nuestras esencias provinciales, y que tanto vela por controlar nuestro patrimonio (material, obviamente) y por conceder patentes de patrio-alavesismo.


Sin embargo, lo que realmente deja exhausto al habitante de estos lugares es sentirse hijo de la tierra, saber su propia lengua (patrimonio inmaterial) y, como buen siervo de la gleba, querer seguir ejerciendo como tal, es decir, como integralmente alavés, ligeramente antiguo y plenamente euskaldun.


Es una aspiración que, perdone el lector la expresión, deja agotado ya de par(t)ida y acongojado de seguida a cualquiera que se empeñe en ello. Es algo insufrible, casi insuperable. Y, como dicen mis coetáneos de la Lautada, no hay aguantadero que alivie el camino para llegar a buen término: hay que atravesar todo el pedregal y hay que protegerse de los tirapiedras.


Y ponte el casco si los del tirachinas son de los que se juegan el sillón cada cuatro años.


Por motivos que uno preferiría desconocer, los actuales «mandarines» provinciales pertenecen al núcleo de los que nos dejan completamente exangües al respecto. Fieles, como son, a sus ideales nacionales y en previsión de eventuales naufragios, no acaban nunca de torpedear nuestro deseo por seguir siendo alaveses plenos y circunspectos. Pero es sabido que cuando la infausta casta pugna por renovar el silloncete, incrementa más aún, si cabe, la presión de su particular «to be, or not to be»  para dejarnos exánimes y abotargados.


Si ayer brincaban alegres por salir en las fotos de la Korrika, hoy dictaminan que el euskara es una imposición a los alaveses. Si antes eran los bizkainos quienes nos vaciaban el agua de los pantanos, ahora son los giputxis los que quitan el pan a nuestras criaturas.


No les preocupa la billonada del erario público que se embolsan y ensuizan sus conmilitones, pero sí, y mucho, lo que se invierte en normalidad y normalización. Máxime si la normalidad tiene que ver con esta lengua propia alavesa de la que son voluntariamente ignorantes.


Y si no es «el eterno gafitas», es «el barbas» o, si no, «el pasteles», pero ahí los tendrás siempre a ellos, talibanizando su monolingüismo hispano, protegiéndonos contra la morralla, velando por la no contaminación de nuestras esencias, levantando murallas contra nuestros enemigos vascos, intentando poner piedritas dentro de nuestros propios zapatos...


Con tanta exaltación de lo autóctono y parece que quisieran convertirnos –y no se vea menosprecio alguno en la frase– en hispalenses, pucelanos o arriacenses. ¡Unos auténticos alaveses!

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