Victor Moreno
Escritor y profesor

Si nadie quiso asesinar, ¿por qué hubo tantos muertos?

Terminada la guerra civil, los nuevos fascistas, reconvertidos en franquistas, seguirían abriendo expedientes de responsabilidad política e informes variados sobre la conducta moral, social y política de aquellas personas que aún despertaban sospechas de connivencia con la República.

En uno de esos expedientes, fechado el 4 de diciembre de 1940, la Delegación de Orden Público pedirá al alcalde de un Ayuntamiento de la Ribera la «notificación de la conducta social y política durante el periodo marxista de J.C.M.» Lo de menos era la petición; habitual en la época. La sorpresa estuvo en la respuesta del regidor. Este veía imposible satisfacer dicho cometido, «toda vez que en cuanto al periodo de dominación marxista, afortunadamente, en Navarra no existió tal dominación».

Formidable descubrimiento. Con una frase se tiraba por tierra el discurso de la equidistancia que culpaba por igual a golpistas y republicanos en la responsabilidad de los asesinatos cometidos durante la Guerra. Sin pretenderlo, este alcalde sostuvo que el título de asesino en Navarra solo podían ostentarlo falangistas, carlistas y Guardia Civil.

Una vitola ganada a pulso, contraviniendo, incluso, órdenes de las autoridades políticas y militares. Seremos indulgentes y aceptaremos que en julio y agosto, los carlistas y falangistas asesinaron a quienes cuándo, dónde y cómo quisieron. Sobre todo, los primeros. No en vano, venían preparando el golpe desde hacía mucho tiempo. Se entregarían con tanto ímpetu a esta tarea que las autoridades militares «intervendrían» para contenerlos… al menos de boquilla.

El 21 de agosto de 1936, el gobernador civil de la provincia, Modesto Font, y el comandante Militar de Pamplona, recibirían un telegrama del General Jefe del Ejército del Norte, exigiendo a requetés y falangistas que tranquilizaran su sed de venganza. El Gobernador Civil lo remitiría a los alcaldes: «El Excmo. Sr. Comandante Militar de esta Plaza me da traslado del siguiente telegrama del Excmo. Sr. General Jefe del Ejército del Norte: «Prohíba en forma terminante que Falange o fuerzas similares practiquen detenciones sin orden escrita y cometan actos de violencia, estando dispuesto a castigar severamente en juicio sumarísimo los crímenes que se cometan llegando incluso a la disolución de las Agrupaciones que los realicen. De esta orden dará V. E. cuenta a los jefes de las fuerzas movilizadas civilmente».

Y añadía: «Solamente las autoridades civiles y militares, o por orden de estas, pueden disponer las detenciones a que alude el telegrama transcrito, y acordar si preciso fuera el traslado de residencia de los habitantes de los términos municipales, ya sean vecinos o domiciliados. Las infracciones de lo dispuesto se castigarán severamente. Sírvase acusar recibo de la presente y dar traslado de la misma a los jefes de Falange y Requeté de esa localidad».

A los dos días del telegrama del Gobernador, estas milicias armadas asesinarían a 52 personas en Valcardera. Y durante los próximos meses el número asesinados aumentaría de modo tan desorbitado como impune.

Esta situación paradójica –autoridades prohibían, pero la base actuaba con impunidad–, no se modificaría. Tanto que el Boletín Oficial de la Provincia –con fecha el 14 de septiembre–, recordaría nuevamente a los alcaldes el oficio dictado del 21 de agosto, donde se «prohibía detener y violentar a ninguna persona, a no ser que dichos actos de criminalidad manifiesta vinieran firmados por la autoridad correspondiente».

Paradójica imagen. Si el crimen lo perpetraba la autoridad, estaba conforme a la ley. Si lo ejecutaban estas bandas carlo-falangistas, que aterraban a los pueblos con el mismo efecto higiénico deseado por la autoridad, entonces, estaba mal. Por si fuera poco, el gobernador amenazaba a estas «turbas desatadas» advirtiéndoles de que «serán severamente castigadas por haberlo dispuesto así el Excmo. Sr. General Jefe del Ejército del Norte». Terminaba su admonición diciendo: «Hago saber que las organizaciones que tan valiente y decididamente cooperan al movimiento redentor de España tienen carácter informativo y facultades para proponer lo que estimen conveniente a los intereses de la Patria, pero que la ejecución de lo que se acuerde ha de ser ordenada inexcusablemente por la Autoridad competente. Los señores alcaldes notificarán lo que se ordena en la presente Circular a los jefes de las organizaciones locales». Al parecer, estas milicias primero ejecutaban y, luego, informaban. Y todo por el interés de la Patria. Por lo que cabría deducir que los asesinatos que hubo fueron responsabilidad directa de las Autoridades Militares, de la Junta Central Carlista y de la Falange.

Meses antes de la circular, la Jefatura Provincial del Carlismo sostendría muy que «los carlistas, soldados, hijos, nietos y biznietos de soldados, no ven enemigos más que en el campo de batalla. Por consiguiente, ningún movilizado voluntario, ni afiliado a nuestra Comunión debe ejercer actos de violencia, así como evitar se cometan en su presencia. Para nosotros no existen más actos de represalia lícita que los que la Autoridad Militar, siempre justa y ponderada, se vea en el deber de ordenar. El jefe regional Joaquín Baleztena» (‘El Pensamiento Navarro’, 24.7.1936). Estilo que contrastaría con el de la Junta Carlista de Guipúzcoa cuyo presidente Félix Azurza, se quejará al Presidente de la Junta de Defensa Nacional en Burgos por las «medidas tibias» que el obispo Mateo Múgica había tomado contra los sacerdotes nacionalistas, y que, finalmente, terminarían en la cuneta.

Para no ser menos, los falangistas, por boca de su Jefe Nacional, Manuel Hedilla, en su mensaje de Nochebuena de 1936, había dicho a sus correligionarios: «Preguntaos en cada momento si el acto que vais a realizar es digno del espíritu que representa vuestra camisa azul. Sembrad el amor por los pueblos por donde paséis. Tratad de un modo especialmente cordial y generoso a los campesinos y a los obreros, porque ellos son, por ser españoles y haber sufrido, nuestros hermanos».

Situación perpleja donde las hubiere. La autoridad militar y civil, dirigentes políticos de las milicias armadas, exigían contención, e, incluso, amor. No solo. También, mano dura contra aquellos que se sobrepasaran defendiendo los intereses de la Patria.

La verdad fue que la autoridad competente, provincial y local, jamás castigaría a ninguno de los matones carlistas y falangistas que actuaron impunemente en las sacas. Al contrario. Estos matones recibirían medallas y sinecuras varias. Ninguna autoridad política, carlista y falangista, militar y religiosa, intervino cortando de raíz la masacre de sus milicias desatadas, pero menos desatadas de lo que se ha dicho y muy bien organizadas. Si, a partir de diciembre, no asesinaron a más rojos, fue porque ya no quedaban.

La depuración física de las izquierdas fue llevada a cabo por turbas carlistas y falangistas con el consentimiento y el plácet de sus jefes. Las recomendaciones beatíficas de estos buscaban curarse en salud. Si no fue así, ¿por qué no intervinieron castigando a los matones que asesinaron de forma impune a miles de personas en pueblos y ciudades? Si los jefes carlistas y falangistas estaban en contra de estas matanzas, ¿por qué hubo tantos muertos?

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