Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Vivir bajo amenaza

El autor hacer referencia al miedo y la amenza reinantes entre una amplia mayoría de la población, un temor provocado por las leyes y políticas establecidas desde el poder y que considera debemos perder –los ciudadanos y los partidos surgidos de la «lógica del desastre»– para que nos den el plato de sopa que se nos debe.

He tenido una vida extraordinariamente larga en una época poblada de acontecimientos sangrientos y de convulsiones profundas. He vivido dos guerras, golpes de estado, genocidios repugnantes por la protección legal con que actuaron los genocidas, corrupciones que han afectado las áreas más sensibles de la sociedad, colonialismos sin denuncia alguna, secuestros con medios oficiales, destrucción de la ética periodística, destrucción de la moral en la justicia, fomento de la guerra para enriquecer a una minoría, persecución de las ideas convirtiéndolas en actos terroristas… El siglo XX ha sido una muestra creciente de la inmoralidad como base de la vida colectiva e individual. Y sin embargo…

Viví todo eso, en ocasiones muy de cerca por mi tarea de periodista político, cuando no de político activo. Incluso me expulsaron ladinamente de la profesión, en la que supervivo desde el noble blocao de GARA. Y sin embargo


He escrito lo anterior, que es de común conocimiento por una sociedad encogida y dispuesta a sobrevivir rebañando muchos cubos de basura, para hacer la primera afirmación de este papel que está escrito con la pluma mojada en un permanente afán de claridad: nunca en mi larga y ya cansada existencia había sentido en torno a mi persona y a la sociedad en general la soga de la amenaza con la intensidad con que la siento en torno al cuello en estos primeros años del siglo XXI.

Estos primeros años están azotados por un viento gélido y amenazador en todos los sentidos y dimensiones. Un viento sin clase alguna de humanidad en su decurso. Un viento que ya no transporta los agentes de la polinización. Todo es advertencia acibarada, amenaza torva; todo es persecución, todo lleva sobre el lomo el sello diabólico de un poder intimidatorio.

Las leyes se redactan para incrementar un miedo que tiene un perfil cruel. El Derecho es circunstancial. Los servicios policiales y los dispositivos de «inteligencia» asustan tanto y a veces más que la delincuencia que dicen perseguir. La ciudadanía es un montón que mira al suelo creyendo así no ser vista. Los dirigentes políticos viven del proclamado desastre que podría sucedernos si arriesgáramos el cambio. La información es un boomerang que nos golpea a traición. La justicia es como un traje a medida. Y el peatón es un estorbo peligroso para los que han adquirido el mundo.

No se trata siquiera de una situación apocalíptica que obligara a una respuesta última. Es como si estuviéramos prendidos en una telaraña esperando a que aparezca el monstruo. Uno relee todas las mañanas el presunto gran diario de su afición o resignada costumbre esperando que alguien diga algo inteligente, una idea para seguir hilándola tras la lectura, y cierra el periódico con laxitud, con desgana, con sospecha de elemental manipulación de la realidad. Ahora, más que nunca, hay periódicos para leer –pocos y acosados– y periódicos para hojear a la caza del vuelo de la mariposa, de la imagen que nos inyecte un segundo de desasimiento.

Aburre que haya tantos poderosos royendo los huesos mondos del vecindario. Asquea la nube de sobrevenidos que están buscando la muerte de la libertad ya convertida en carroña. Poderosos de invento urgente, de asalto al tren de los presupuestos. Poderosos prestos a subir otro escalón de la pirámide en que se sacrifican los sufridos esfuerzos para abrir una ventana al pueblo sojuzgado o al cambio necesario. Ahora esos poderosos hechos con el papel «maché» de los talonarios firmemente custodiados por los bancos acuden con urgencia bien pagada a asfixiar la tentación de justicia social en Latinoamérica, en Grecia o en pueblos asiáticos. Corren sujetándose la cartera y gritando que hay que acabar con esos brotes resurreccionales que dicen abonados con tiranía y antidemocracia. Claman despreciativamente contra la calle que solicita otro plato de sopa.

Creo, y me lo digo cien veces cada día, que deberíamos renunciar al miedo, aburrirnos de tener miedo. La batalla contra el fascismo y su máquina del miedo necesita el esnobismo de la pobreza, la exhibición callejera de que aún podemos soportar más mientras esperamos que crepite el volcán. A ellos les espanta que no veneremos su catecismo de lo correcto.

En vísperas de las próximas elecciones españolas me agobia no poco que partidos que surgen de la lógica del desastre, a fin de fermentar otra cosa, se mengüen a veces ante los reparos doctrinales con que «ellos» pretenden encogernos a todos. Hay que decirles a esos expertos al servicio del amo del almiar que nosotros lo que queremos es el plato de sopa que nos deben; que pretendemos el dinero que hacemos todos los días incluso mediante el hambre y el desamparo, porque el hambre y el desamparo producen millones. Es el proceso de los diamantes de sangre. Todo consiste en cocinar debidamente la desgracia. El pobre es la gran paradoja del rico. Es posible que decir todo esto reste votos, pero crea futuro. La riqueza del petróleo surgió de grandes desastres geológicos asumidos por la Tierra. Hay que tener muy en cuenta la vitalidad de la geología. ¿Simpleza? Posiblemente. Pero vamos a coger la calculadora y hacer las cuentas como es debido. No se debe olvidar que el derecho a tomar el sol lo formuló un hombre que pensaba desnudo dentro de un barril viejo. Su ser tenía la ousía de la pobreza. Le era propia y generaba potencia.

Esto de tener miedo es un atraso. Es mi conclusión tras casi un siglo de vida escarbando en los viejos textos. No es mucho, pero creo bueno el hallazgo. Hay que hacer frente al inmenso crimen que se está cometiendo con la humanidad con armas simples, con palabras transparentes, con conceptos irreductibles a nada. No necesitamos más saber que el de la igualdad y la justicia. José Bergamín sostenía que la grandeza infinita de Dios consistía en que era analfabeto. Como sucede con los niños, a los que no se les puede apartar de su llanto hambriento con una reflexión sobre el recorte de la papilla. El niño es totalizante: quiere comer. Y sabe que se le debe el alimento porque ha nacido para satisfacer necesidades de amor. Y eso es caro. Pero este lenguaje no se admitiría por la Sra. Legarde ni por el Sr. Draghi en un simposio sobre la cotización del oro. Yo pasé años muy duros de Universidad; los mineros, años muy oscuros de pico y pala. Nos esforzamos para tener un plato de sopa, eso que nos hace sentir la dignidad del trabajo. Por eso no admitimos el lenguaje corsario.

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