@gara_dlazkano
DONOSTIA

El ISIS, su germen y Occidente

Explicar el yihadismo como consecuencia de la incapacidad para reformarse y modernizarse que aquejaría, por principio, al mundo islámico o musulmán es tan excesivo como interpretarlo en exclusiva como una consecuencia de la injerencia occidental. La evolución del islam, el islamismo político y la deriva yihadista son cuestiones endógenas a las sociedades musulmanas. Las soluciones deberán ser, por tanto y en todo caso, internas.

gara-2015-03-11-Opinión
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Cómo es posible que un grupo armado como el ISIS) sea capaz de impulsar tamaña campaña de terror, y además filmado, para defender la reinstauración de una sociedad que retrotraería más de mil años al mundo musulmán, devolviéndolo a los tiempos del profeta Mahoma?

Y, lo que para Europa es a largo plazo más preocupante -el yihadismo no oculta su intención de extender su poder hasta los territorios del antiguo imperio musulmán, incluida Al-Andalus-, ¿cómo es posible que al menos 3.000 jóvenes nacidos en Europa y en Occidente se sumen a esa fiebre atávica alistándose en el califato o estén dispuestos a perpetrar atentados como el que acabó con el ametrallamiento hace poco más dos meses de la plantilla de la revista satírica «Charlie Hebdo»?

Ante un fenómeno tan complejo lo más sencillo, y lógico, es buscar un único culpable, y todo el arco ideológico occidental tiene uno. Distinto pero uno.

Para la extrema derecha, la culpable es la propia sociedad musulmana/islámica, aquejada según esa visión de un pecado original que le impide acometer un proceso de reforma y de modernización y la mantiene anclada en esquemas ideológicos y morales retrógrados.

Este argumento, que en realidad reivindica la supremacía político-religiosa de Occidente, más justificable que la denostada supremacía racial nazi sobre judíos o eslavos, permite a la postre lo mismo: la demonización de los otros, en este caso de los inmigrantes musulmanes, convertidos en chivos expiatorios a los que se quiere hacer pagar por una crisis global que, conviene no olvidarlo, tiene su origen en el propio Occidente.

Aunque comparta en buena parte estos prejuicios, la derecha homologada y, ya en general, los partidos del sistema insisten en conjugar una agenda securócrata y represiva con su apuesta por un islam «moderado» y domesticado que se olvide de exigencias políticas o sociales. ¿Su objetivo? Mantener condenadas a las sociedades árabes en el limbo del poscolonialismo.

¿Y la izquierda? Buena parte de sus análisis ponen el acento en la responsabilidad primigenia y casi exclusiva de Occidente. Según esta lectura, con su serie de intervenciones militares en el mundo musulmán, Occidente, liderado por EEUU, habría concebido un monstruo que, cual Frankestein, acaba revolviéndose contra su creador. El Afganistán de los 80, el Irak de los 2000 y la Siria de la década actual serían sucesivas escalas de ese gran error de inicio.

Hay que reconocer que el auge del yihadismo no se puede explicar sin valorar la situación pre, colonial y poscolonial de los países arabo-musulmanes. También es evidente que las potencias occidentales, como todas las potencias, instrumentalizan conflictos en países rivales para favorecer sus intereses. Pero confundir los orígenes con los efectos o con su instrumentalización es un error.

Y repetir como un mantra la tesis de la responsabilidad occidental deja fuera elementos centrales de análisis decisivos a la hora de comprender qué está sucediendo en Oriente Medio y en el mundo en 2015 (año 1436 en el calendario musulmán). Y es que si damos por buena y exclusiva esta tesis, resulta que el islam, el islamismo político y la deriva yihadista, todo ello, es poco menos que una creación de Occidente.

El islam como creencia -como todas las creencias no basadas en la razón- nació en Oriente Medio y se desarrolla -con todos sus excesos, consustanciales a todas las religiones-, en esa región y en las partes del mundo a donde llegó en su expansión. Insistir en ello puede parecer una perogrullada, pero no lo es.

De la misma manera, el islamismo político es un elemento endógeno a la evolución política e histórica de los países musulmanes. Tiene su origen en los siglos XIX y XX, en los intentos de renacimiento cultural y político de esas sociedades, lastradas por la primacía de Occidente, y conscientes de su decadencia.

Ciertamente, el islamismo político y su axioma de «el islam es la solución» no fue la única respuesta, y seguro que tampoco la más acertada, a la necesidad de los árabes de reencontrar su lugar en el mundo, condenados como llevan desde hace mucho al vertedero de la historia.

El panarabismo, la teorización política de la unidad de los pueblos árabes (o arabizados), desde Marruecos hasta Irak, fue un intento de renacimiento que no situaba a la religión, sino a la cultura árabe, como eje. Y tuvo sus décadas de gloria, sobre todo a mediados del siglo XX.

Analizar las causas del fracaso del panarabismo excede este análisis. Baste con destacar, además de su evidente desprecio por las culturas no árabes (kurda, amazigh...), las rivalidades internas y la deriva de unos gobiernos que se presentaban como «socialistas árabes» cuando en realidad respondían a modelos de capitalismo de Estado mafioso. En esta línea, el desplome de la URSS, su principal sostén geopolítico, supuso la puntilla para el panarabismo.

El islamismo político intentó precisamente aprovechar ese vacío. Avaladas por decenios de asistencialismo caritativo entre amplias capas de la población, las secciones nacionales de los Hermanos Musulmanes se han lanzado a intentar conquistar el poder en los últimos años.

Confiaban en su incontestable capacidad para cohesionar a amplias capas de la sociedad unidas en la pobreza y el pavor ante la modernidad.

Pero, si exceptuamos el éxito del AKP turco (no árabe), los intentos de formar gobiernos nacionales islamistas han fracasado, por presiones internas y externas (golpes de Estado en Argelia en 1992, y en Egipto en 2013) pero también por su incapacidad a la hora de articular una alternativa capaz de generar un discurso asumible por el conjunto de esas sociedades.

Al refugiarse en la añoranza por una Edad de Oro que identifican con los primeros «40 años puros» del imperio musulmán -o a lo sumo con la era de la dinastía omeya y con las primeras etapas de las dinastías abasíes-, el «islam como solución» se convierte en el «islam (en su versión retrógrada) como problema» cuando se tiene que enfrentar a la realidad actual.

Ese anclaje en un pasado remoto idealizado no da la razón a los argumentos supremacistas de la derecha europea. Al revés: constituye un grave error de unas sociedades musulmanas que son incapaces de valorar como se merecen períodos de la historia más recientes, en los que el mundo árabe y musulmán aventajó claramente en modernidad a Occidente.

Durante cientos de años, el imperio islámico fue un faro de luz y de conocimiento (en medicina, filosofía, sociología, agricultura, arquitectura...) que contrastaba claramente con la larga noche oscura de la Edad Media europea. El propio imperio otomano, sobre todo en sus primeros siglos, no tenía nada que envidiar -al contrario- a sus rivales imperiales europeos.

Y ya puestos, convendría recordar la convulsa historia occidental de siglos y siglos de guerras religiosas y de intolerancia.

¿Justifica eso el fatalismo islamista actual? Ni mucho menos. Y menos aún la fortaleza a día de hoy de corrientes abiertamente rigoristas (mucho más que la de los Hermanos Musulmanes) como el wahabismo (propagado por la Arabia de los Saud), el deobandismo afgano-paquistaní (corriente surgida en el XIX en India) o el salafismo.

Sin embargo, un análisis comparativo entre la historia de intolerancias en Occidente y en el Oriente árabe, aunque no justifica nada, sí sirve quizás para entender algunas paradojas. Por poner un ejemplo, España y Rusia fueron en el siglo XIX dos modelos acabados de sociedades tradicionalistas que se resistieron ferozmente a importar la modernidad que traían aparejadas las guerras napoleónicas. Lo que las condenó al atraso.

La percepción de esa modernidad como algo impuesto desde fuera genera una oposición que se aferra a la tradición. Y cuando se intenta imponer por las armas acentúa aún más la reacción y alimenta respuestas en las que la violencia cada vez más feroz y el mesianismo se retroalimentan. Y, volviendo al mundo musulmán, eso vale para los guerras de Bush en Irak y en Afganistán, que se justificaron como un intento de exportar la democracia. Pero vale también para el caso de la invasión soviética de Afganistán en los 80. Intentar imponer, en Afganistán, el comunismo o la democracia (en este caso también en Irak) a bombazos alimenta la reacción contraria.

¿Se puede colegir de ello que la URSS fue la responsable del fundamentalismo que caracterizó desde un principio a los muyahidines afganos? No. Como no se puede responsabilizar a EEUU de lo mismo por haberles financiado con dinero y armas, e incluso por haber permitido el nacimiento de la red Al Qaeda.

Y es que a tenor de estos análisis el mundo árabe, y en general el musulmán, es una suerte de menor de edad eterno incapaz de equivocarse. Para unos (desde la izquierda), es Occidente el que le equivoca con sus intervenciones. Para la derecha, el padrinazgo de Occidente es el que impide a los árabes, tozudos ellos, equivocarse siempre.

Y unos y otros acaban coincidiendo en que lo mejor es que nada se mueva en ese mundo . Solo así se explica el apoyo generalizado a diestra y siniestra a las contrarrevoluciones. Unas contrarrevoluciones, en definitiva un status quo, que explica a su vez, en parte, el auge de la deriva yihadista del islamismo. En este sentido, resulta paradójico que los mismos que critican que el islam y la democracia son incompatibles sean los primeros en rechazar la llegada al poder del islamismo político a través de elecciones democráticas (los casos recientes de Egipto y de Palestina con Hamas en 2006 resultan ilustrativos).

Ya en general, el fracaso de muchos países árabes a la hora de articular estados cohesionados y su incapacidad de asegurar un mínimo de bienestar a sus poblaciones ha sido el mejor caldo de cultivo para que muchos buscaran y busquen refugio en la religión. Y ese fracaso no es exclusivo de las satrapías árabes. Incluye, asimismo, a regímenes que se reivindicaron como panárabes y socialistas.

Junto a ello, la represión y la práctica del terror contra la oposición es el mejor caldo de cultivo para la proliferación de «soluciones finales» como la que defiende el yihadismo. Miles y miles de jóvenes dieron el salto a la yihad tras sufrir años de detención y torturas en cárceles árabes, desde Marruecos y Túnez hasta Jordania, pasando por Libia y la propia Siria (sin olvidar las cárceles europeas).

Todos los aspectos reseñados ayudan a entender la pujanza del yihadismo, pero no bastan.

El poscolonialismo, el intervencionismo de las potencias, el vértigo a la modernidad, la permanente crisis política árabe... todo ayuda. Pero no elude la responsabilidad -no confundir con la manida y religiosa culpabilidad- del mundo musulmán a la hora de permitir que ensoñaciones míticas acaben en pesadillas milenaristas como el Estado Islámico y su califato.