Dabid LAZKANOITURBURU

La Revolución soviética

El Kremlin de Putin ha acogido con ambigüedad el centenario de la Revolución. Más allá de cálculos políticos, esa frialdad responde a la histórica obsesión de la vieja y nueva Rusia por la estabilidad. No hay revolución buena. Solo y siempre debe existir el Estado.

El que no eche de menos la URSS no tiene corazón; quien la quiere de vuelta no tiene cerebro». Este famoso adagio del líder de Rusia, Vladimir Putin, resume la posición oficial ambigua, y hasta ambivalente, del Kremlin respecto a la Revolución de Octubre, de la que el 7 de noviembre se cumplieron cien años.

Una ambigüedad evidenciada en la frialdad oficial en torno a la conmemoración de la efeméride que, sin duda, fue el acontecimiento más importante del pasado siglo. Y eso que fue el propio Putin quien en 2016 ordenó conmemorar dicho acontecimiento.

Se trata, sin duda, de una ambigüedad calculada, la de quien se muestra convencido de que la caída de la URSS es «la mayor catástrofe del siglo XX» e insiste en que la Revolución tuvo «cosas positivas», pero la del que, a la vez, echa en cara a los principales protagonistas de aquella, los bolcheviques, haber optado precisamente «por una revolución y no por una evolución», con la que se pregunta si «no hubiera sido posible progresar», y que ha llegado a acusar directamente al líder del histórico levantamiento, Lenin, de «haber colocado, con sus ideas, las bombas que destruyeron al Estado» y de «arruinar la vida de millones de personas».

De los Romanov a Stalin

Ese discurso ambivalente puede encontrar una primera y sencilla explicación en el hecho, incontestable, de que Putin se niega a optar entre la estabilidad y los valores tradicionales de la Rusia zarista, de un lado, y la Rusia soviética, de la que el exespía del KGB es un producto acabado. Así se entiende que mientras no ha dudado en seguir los pasos de su antecesor, Boris Yeltsin, para rehabilitar a la dinastía de los Romanov –destituida y físicamente liquidada por la Revolución–, ha denunciado asimismo la, a su juicio, «excesiva demonización de Stalin».

Tamaña dualidad denota, asimismo, el inteligente cálculo político del actual poder en el Kremlin ante una sociedad, la rusa, dividida en torno a los acontecimientos de 1917, según las encuestas, entre la indiferencia de la mitad de la población y, en la otra, entre defensores y detractores a partes iguales.

Pasar de puntillas sobre este aniversario le permite, igualmente, conjurar uno de sus principales aunque a corto plazo infundados temores, el de una revuelta popular.

Y no porque el fantasma de las llamadas «Revoluciones de Colores» no haya tocado a sus mismísimas puertas, desde Georgia y Ucrania hasta Kirguizistán. Las mismas revueltas árabes de 2011 encendieron más de una alarma en el Kremlin, lo que explica, junto con su logrado intento de regresar con fuerza a la arena internacional, su implicación en la guerra en Oriente Medio.

Pese a que la conmemoración de este año coincide casualmente con el arranq&hTab;ue de la campaña para las presidenciales de marzo –Putin no ha olvidado, seguro, los disturbios tras las elecciones parlamentarias de 2011–, todo apunta a que el presidente tiene prácticamente asegurada su reelección.

Algunos analistas coinciden en no descartar una hipotética sublevación contra el Kremlin pero en su caso en un horizonte a largo plazo, más allá de 2030.

Pervivencia del Estado ruso

Con las necesarias precauciones ante un escenario mundial tan convulso como el actual –y en una sociedad rusa que ha mostrado sobrada capacidad para la rebelión– nada indica riesgo inminente alguno que explique semejante prevención o miedo por parte del Kremlin.

La cuestión va más allá y apunta a una convicción íntima de Putin y que hizo ya explícita durante su discurso de investidura en mayo de 2000, cuando se felicitó por haber logrado un cambio en la dirección del Estado ruso «sin golpe de Estado, sin putsch, sin revolución». Esa convicción «contrarrevolucionaria» impregna su visión política y la profundidad de su estrategia geopolítica.

El hundimiento de la URSS hace 26 años y el caótico proceso de construcción de Rusia por parte de Yeltsin, con sus tensiones internas y sus guerras, no hizo sino reforzar esa premisa preideológica tanto en Putin como en buena parte tanto de la inteligentsia y del conjunto de la sociedad rusa.

La crítica de Putin a Lenin y a los bolcheviques no es en ningún caso política, sino funcional. Les acusa de haber puesto en riesgo, con su fracaso 70 años después, la viabilidad del Estado ruso. Y parece situar, además, ese fracaso precisamente en el origen «caótico» e «inestable», inherente a toda revolución, de los acontecimientos de 1917.

Pero, más allá de que el modelo socioeconómico imperante en la actual Rusia es el capitalista –paternalista, salvaje, o las dos cosas, pero capitalista–, Putin no reniega, al contrario, de los logros políticos y económicos, ¡y militares!, del orden soviético.

En esta línea, la pausada pero inexorable restitución de Stalin cobra todo el sentido. Como la de la dinastía de los Romanov y, más atrás en el tiempo, la de personajes históricos como Iván «el Terrible». Todos ellos personifican como nadie la estatalidad –en el sentido más profundo del término– de Rusia. ¿Dónde está la contradicción?

El propio Putin resumía estos días su posición al asegurar que la Revolución es «una parte integrante y compleja de nuestra historia que debe ser tratada objetivamente y con respeto». Y al añadir, en cualquier caso, su insistente llamamiento a «no arrastrar hasta nuestros días las divisiones, los odios, las afrentas y la crueldad del pasado».

Porque de lo que se trata en la «nueva-vieja» Rusia es de «aprender de la historia para garantizar la armonía» en Rusia. Aprender de la historia, pero sin mentarla.

 

Parada, que no desfile, en la Plaza Roja

La Revolución de Octubre era la gran fiesta anual soviética y la Plaza Roja mostraba cada 7 de noviembre un gran desfile del Ejército Rojo ante los líderes del PCUS desde el mausoleo de Lenin.

Ayer tuvo lugar un desfile en la misma plaza, pero se trató de la anual escenificación de la histórica parada militar de 1941, en la que 30.000 soldados soviéticos desfilaron antes de marchar al frente a enfrentarse –y frenar y finalmente vencer– a las tropas nazis, a escasos kilómetros de Moscú.

El Partido Comunista sacó a unos cuantos miles de sus nostálgicos partidarios a la calle y los Nacional-Bolcheviques del escritor Eduard Limonov (La Otra Rusia) se intentaron hacer notar.

El programa oficial, pergeñado por un comité compuesto por académicos y responsables gubernamentales y de la iglesia ortodoxa –con la sonada ausencia de comunistas– se ha limitado a la organización de conferencias, mesas redondas, exposiciones y festivales de cine.