María Rodríguez
explotación del uranio en Níger

Morir por radiactividad en el anonimato

En los setenta comenzó la explotación del uranio en Níger. La población lo vio como una oportunidad debido a la falta de trabajo. Sin embargo, más de cuarenta años de actividad han enriquecido tan solo a unos pocos en el país más pobre del mundo, ocasionando grandes daños sanitarios y medioambientales

Mamoudou Siddo está enfermo. Tiene un problema respiratorio, otro cardiaco e hipertensión. Así está escrito en el cuaderno de seguimiento post-profesional, que recibió en 2014 en su primera visita médica desde que en 2002 pidiera la salida voluntaria de las minas de uranio en Níger, donde trabajó desde 1977. Tiene 63 años, así que podría ser por la edad, pero él está convencido de que estos problemas han sido provocados por la radiación del uranio.

Tras esa primera visita le realizaron unas pruebas del corazón, el hígado y los riñones. Según está impreso en el citado cuaderno: «En el caso de enfermedades imputables a la actividad profesional sean puestas en evidencia, los cuidados correspondientes serán totalmente asumidos de manera idéntica a la cobertura médica francesa». Pero Siddo no puede demostrar que se debe al uranio, porque, cuando fue a recoger los resultados, le dijeron que habían sido enviados a la empresa y que no había una copia para él. De este modo, Siddo no puede llevar su informe a otro médico para confirmar o no si sus enfermedades tienen algo que ver con el uranio.

Su caso no es excepcional. Los mineros que en Níger han trabajado con Areva, la empresa líder mundial en el sector de la energía nuclear, perteneciente en un 80% al Estado francés, no tienen acceso a las pruebas finales que demuestren que sufren una enfermedad laboral.

Abdou Bania es otro exminero que a finales del año pasado fue evacuado a Marruecos, porque con los medios médicos de Níger no podían realizarle un diagnóstico. Al igual que Siddo, cuando camina unos pocos metros tiene que pararse porque no le alcanza la respiración. La doctora le dijo que tenía polvo acumulado en su pulmón izquierdo: «No me dijo que fuera polvo radioactivo, pero comprendí que era eso», asegura Bania, quien trabajaba con la grúa transportando el mineral, vertiéndolo de un punto a otro de la galería y respirando el polvo que esta actividad provoca. «Aquí no quieren escuchar hablar de eso y no te lo van a decir», cuenta. Entre unas cosas y otras, de momento Bania tampoco tiene los resultados finales de aquellas pruebas.

Impacto en la salud. En 2011, Areva puso en marcha el Observatorio de Salud de la Región de Agadez –zona desértica del norte de Níger donde se encuentran las minas de uranio– después de que acordase con la ONG francesa Sherpa la creación de observatorios locales de salud. En ellos se haría un seguimiento a los antiguos trabajadores de las minas y a las poblaciones colindantes y, en el caso de enfermedad laboral, se garantizaría la indemnización. Sin embargo, el observatorio «es un bebé que nació ya muerto», asegura Naomi Binta Stansly, vicecoordinadora de la Red de Organizaciones por la Transparencia y el Análisis presupuestario (ROTAB). «Hay una política de ocultar a la gente su verdadera enfermedad, lo único que no te esconden es el sida», añade.

Un año más tarde de la creación de este observatorio, la ONG denunció los acuerdos y se retiró del proyecto. «Sherpa lamenta especialmente que, más de tres años después de la firma de los acuerdos, solo dos de 22 familias francesas fueran compensadas y que ningún trabajador de Níger o Gabón haya sido reconocido como víctima de una enfermedad profesional. Sherpa cuestiona el hecho de que el 10% de los trabajadores franceses han desarrollado una enfermedad profesional relacionada con la radiación y que ninguno de los 765 trabajadores examinados africanos haya contraído este tipo de patología», explicaba Sherpa en su informe de actividades de 2012.

«Deberíamos estar dentro del Observatorio», dice Abdoulay Seydou, encargado de programas en ROTAB, «pero no lo estamos, porque Areva no quiere que sea independiente. El Observatorio depende exclusivamente de Areva y no hace su trabajo. Los médicos son pagados por la propia empresa, ¿Cómo van a dar resultados que la impliquen?», continúa.

A Mamane Hima, toxicólogo y consultor de salud medioambiental, le ofrecieron trabajar como técnico en el Observatorio, pero lo rechazó porque «los exámenes que hicieron no son específicos. Muchas enfermedades ligadas a la labor de extracción del uranio no se detectan». Así, según se explica en el cuaderno, el seguimiento «consiste en una visita médica cada dos años, que consta de un examen médico, una toma de sangre y una radiografía pulmonar. El uranio es un producto radiactivo y ninguna dosis de radioactividad resulta inofensiva. Cuando recibes una dosis siempre va a tener un impacto sobre tu salud», explica Hima. Estar expuesto a la radiación del uranio puede ocasionar: cáncer de pulmón, de huesos, estados de depresión o agitación, efectos sobre la reproducción y un aumento de la mortalidad en el útero, así como una perturbación del crecimiento y del desarrollo. Pero también tiene efectos sobre el hígado, el sistema digestivo, los riñones y en la sangre, alterando las células sanguíneas y ocasionando anemias y leucemias. Además, puede afectar a la visión, a los miembros inferiores y producir malformaciones.

La población que vive cerca de las minas está expuesta a grandes riesgos toxicológicos y radiológicos, pero pocos lo saben. Una hija de un trabajador, que prefiere quedar en el anonimato, nacida hace 25 años en Arlit –la ciudad que se encuentra a 7 kilómetros de las minas–, cuenta que hasta los cuatro años caminaba sin problemas, pero que, a partir de los cinco, cuando salía a correr con sus amigos siempre se acababa cayendo al suelo. Según los médicos, su problema es una secuela de un raquitismo. Ella piensa que podría ser del uranio, pero que no es más que otra posibilidad. «El doctor nunca dijo que fuera por la radiación», admite ella y asegura que no le importa vivir en Arlit, «aunque haya radiación. Como en casa, en ningún sitio».

Cuenta el ex minero Ousmane (nombre ficticio) que «nuestros hijos están discriminados. Cuando la gente sabe que vienen de las minas, no quieren casarse con ellos por miedo a que el bebé nazca con alguna malformación». Esta reacción no es más que un ejemplo de que, a pesar del desconocimiento, la gente es consciente de que hay enfermedades que antes no existían en la zona y están empezando a relacionarlas con las minas de uranio. La vicecoordinadora de ROTAB visitó Arlit en 2014 para realizar un estudio. Fue entonces cuando conoció los casos de varios hijos de mineros con malformaciones. «Un niño que nació normal comenzó a deformarse a los seis meses. Los médicos del hospital de la empresa le recetaron medicinas para enfermedades mentales», explica Stansly, quien cuenta además la historia de un muchacho de 22 años que sufre de una grave malformación en la espalda y muestra una foto: «Él también nació normal».

Según un estudio realizado en 2009 por Greenpeace en colaboración con el laboratorio francés independiente CRIIRAD (Comisión de Investigación e Información Independientes sobre la Radioactividad) y ROTAB, la concentración en uranio y otros materiales radiactivos encontrados en una muestra del suelo cerca de la mina subterránea era en torno a 100 veces superior a lo normal en la región y superior a los límites internacionales. En la calles de Akokan, otra ciudad minera, la tasa de radiación era 500 veces superior a la normal. «Una persona, pasando menos de una hora por día, estaría expuesta a una tasa superior a la anual soportable», especifica el informe. Además, se habrían encontrado metales radiactivos en el mercado con una tasa de 50 veces superior; metales que la población reutiliza para fabricar utensilios de cocina, herramientas e incluso casas.

El agua tampoco se libra de la contaminación que causa este mineral. «En cuatro de las cinco muestras de agua de la región de Arlit, la concentración en uranio era superior al límite recomendado por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Los datos históricos indican un aumento constante de la concentración de uranio durante los últimos veinte años, lo que puede demostrar la influencia de la explotación minera», recoge el estudio.

Información sesgada. Después más de cuarenta años de explotación minera, Areva ha dejado un stock de residuos de 35 millones de toneladas que se encuentran al aire libre, advierte el informe de Greenpeace. «Areva aseguró que no eran un peligro para la población», explica Hima, pero ahora resulta que «estos mismos residuos los han comenzado a utilizar para sacar más uranio, porque la ciencia ha evolucionado. Como toxicólogo, compruebo entonces que, aquello que me decían que no era peligroso para la salud y con lo que podíamos convivir, se ha convertido ahora en una segunda materia prima de donde extraer el uranio». Según el informe de Greenpeace, estos desechos contienen el 85% de la radioactividad del mineral y se mantendrán radioactivos durante centenas de miles de años.

Las medidas de seguridad de los trabajadores también están en entredicho. Siddo recuerda el equipamiento: dos trajes, botas, cinturón, un casco, una lámpara y un dosímetro. Los diferentes obreros consultados responden lo mismo cuando se pregunta por el dosímetro: «A final de mes se enviaba a Francia para verificar la dosis de radiación absorbida y su naturaleza (alfa, gama y beta), pero nunca te decían cuánta dosis habías recibido», cuenta Siddo. «Jamás», ratifica Ousmane, «pero había gente a la que se subía a la superficie por un tiempo y otros que tenían la ‘suerte’ de no volver a entrar nunca más y de trabajar solo arriba». Ousmane habla de la mina más profunda del mundo, que comenzó con 150 metros de profundidad y ya alcanza los 250 metros, explotada por COMINAK, filial de Areva en Níger, desde 1978.

«Cambiábamos de traje de trabajo cada seis meses y el fin de semana lo llevaba a casa para que lo lavara mi mujer», cuenta Siddo. El resto de trabajadores corrobora que ellos también hacían lo mismo. No obstante, esto cambió en 2011, cuando Areva subcontrató a una empresa para que los trajes se lavaran en la mina.

Cuando se abrieron las minas de uranio en Níger, a principios de los setenta, fue como un regalo: «Solo allí había trabajo, así que todo el mundo estaba obsesionado por trabajar en las minas», explica Souleymane Mazou, un antiguo trabajador. Siddo trabajó allí hasta que le fue concedida la partida voluntaria en 2002. Para entonces la habría solicitado en dos ocasiones, pero ambas peticiones le habían sido denegadas. «Yo sentía que estaba enfermo, por cualquier tontería sufría, tenía problemas al respirar, insomnio y fatiga. Tenía la información de que existía la radiación; fue por eso que, cuando me sentí mal, quise irme de allí», explica Siddo.

Pero no todos conocían los riesgos. «Al principio no sabíamos qué era el uranio» dice otro ex minero, Mounkaïla Islam, que comenzó a trabajar en 1987. «Yo personalmente no conocía los problemas y los riesgos», explica indignado, «fue nueve años después que me los explicaron, pero entonces tampoco me dijeron que también podía afectar a mi mujer y mis hijos».

Ousmane, quien comenzó a trabajar un año antes que Mounkaïla Islam, recuerda que les ponían películas para enseñarles las consecuencias de los diferentes tipos de radioactividades. Pero aceptó, «porque no había trabajo». Bania, quien empezó a trabajar de minero en 1978, también recuerda aquellas proyecciones pero «no sabía exactamente los riesgos; ellos no quieren que entremos en los detalles».

Tras 25 años trabajando en las minas, Siddo está enfermo, pero no puede demostrar si se debe al uranio. Algunos han perdido la esperanza y se sienten abandonados, como Islam, quien pidió la salida voluntaria de la mina porque se le hinchaban los pies y no podía trabajar. Diez años más tarde volvió a ocurrirle lo mismo, unido además a una parálisis facial. Todos los gastos médicos corrieron a cargo de un amigo. Otros, como Bania, se sienten con fuerzas para reclamar sus derechos y dice que, si es necesario apelará a la Justicia. «Piensan que son más fuertes que yo», dice refiriéndose a Areva y al Estado nigerino –a quien los trabajadores acusan de cómplice de la empresa–, «pero no son más fuertes que Dios».

Claves de la industria extractiva del uranio en Níger. Níger es el cuarto productor mundial de uranio. Sin embargo, es el país más pobre del mundo. Esta materia prima es el principal producto de exportación del país, pero no contribuye más que entre un 4 y un 6% al presupuesto estatal. En la actualidad, el principal uso del uranio es como combustible para los reactores nucleares, de los que el Estado francés obtiene más del 75% de la electricidad. Unas centrales nucleares francesas que se alimentan en un 40% por el uranio de Níger. Paradójicamente, mientras la riqueza natural de Níger ilumina Francia, el 90% de los nigerianos no tiene electricidad.

El uranio fue descubierto en Níger en 1957 por la Oficina de Investigaciones Geológicas y Mineras francesa. Por aquel entonces era aún era colonia francesa, hasta que se independizó en 1960. Este mineral comenzaría a ser explotado en 1971 por la Sociedad de Minas del Aïr (SOMAÏR) y a partir de 1978 por la Compañía Minera de Akokan (COMINAK), ambas filiales de Areva en Níger. La SOMAÏR pertenece en un 63,4% a Areva y en un 36,6% al Estado nigerino. En la COMINAK, el 34% es de titularidad de Areva, el 31% de Níger, el 25% de la empresa japonesa OURD y el 10% de la empresa pública española ENUSA (Empresa Nacional del Uranio S.A).

Areva se ha convertido en el segundo empleador, después del Estado, en Níger y ha mantenido el monopolio de la extracción del uranio en este país africano hasta que el Gobierno nigeriano llegó a un acuerdo con China y comenzaron su producción en 2012 a través de la Sociedad Minera de Azelik (SOMINA). A pesar de la problemática en las filiales de Areva, parece que los trabajadores de la COMINAK y la SOMAÏR están mejor tratados que los de la SOMINA.

En un país donde el 76,5% de entre 15 y 24 años es analfabeto y no hay interés por informar adecuadamente a la población, el 86,25% de los nigerianos no conoce Areva, según un estudio realizado por Nana Aicha Ali Souna, para el que preguntó a 800 nacionales. Los nombres que los nigerianos sí reconocieron fueron COMINAK y SOMAÏR, las filiales de Areva. El 50% pensaba que Areva era una empresa china, en lugar de francesa (18,75%), y que explotaba petróleo (43.75%) en lugar de uranio. «No comunicar es una forma de comunicación también», dice el estudio, quien critica la ausencia de sensibilización de Areva hacia la población local.