Andoni Lubaki
un conflicto enquistado

REPÚBLICA CENTROAFRICANA. REINO DEL CAOS

El joven país africano, antiguamente colonizado por el Estado francés, vive uno de sus momentos más críticos. Militarmente intervenido por tropas de la OTAN y la Unión Africana, se debate entre la somalización y la división del país. Un norte musulmán y un sur cristiano es una solución que a pocos gusta, pero gana adeptos a medida que el caos se enquista.

Eran pocos los países que nuestros profesores de geografía nos dejaban «olvidar» por la escasa trascendencia de estos en el mapa político. La República Centroafricana era uno de ellos. Pocos hoy en día podrán decir más nombres de poblaciones que el de la capital Bangui. Centroáfrica aparece como un estado desconocido en el mapa, como una mancha indescifrable en el corazón del continente africano. Pero cuando uno aterriza en el aeropuerto de la capital se queda sorprendido. El despliegue de militares extranjeros y oenegés es mayúsculo. Aparte de estos, son pocos los occidentales que pisan el suelo de este país.

Los taxistas locales son la mejor fuente de información; escuchan la radio y conocen la situación a pie de calle. Conseguir un chofer competente es un tesoro para el informador foráneo. El mío se llama Rodrigue y lo he encontrado nada más bajar del avión. Cristiano y parco en palabras. Le pido que me lleve a un hotel barato, pero confortable. Su respuesta es tan escueta como clarificadora: «Conozco uno».

Según avanza el coche por las agujereadas calles de Bangui –el país tiene la misma extensión que la península ibérica y solo seis kilómetros de asfalto–, Rodrigue explica la situación. «La culpa es de los extranjeros. Chadianos y sudaneses siempre han metido sus morros en la política de este país. Nunca ha habido problemas entre musulmanes y cristianos, hasta hoy».

De camino al hotel hay que sortear varios controles de la Gendarmería local. En la mayoría de ellos el gendarme pide amablemente dinero para «un café». Rodrigue les da unas monedas y pasa tras saludarles. Solo sonríe cuando se encuentra con ellos. «Llevan meses sin cobrar y aunque sea malo darles el dinero así, hay que hacerlo. La señora Samba-Panza, la presidenta que ha impuesto Francia a su antigua colonia, no les ha dado ni una moneda. Ha roto su promesa», exclama Rodrigue. Nada más llegar al hotel, el joven taxista me advierte de que ande con cuidado por Bangui, que la situación no es segura y menos para un blanco como yo. «Hay mucho ladrón y, aunque pidas ayuda, nadie te la prestará. Hay mucho miedo. Toma mi número de teléfono», dice mientras mira desconfiado al guarda del hotel. «No te fíes de nadie», añade antes de irse.

Cojo la maleta, me dirijo a pedir habitación a la recepción y leo el cartel de precios. Son 100 dólares por una noche, sin desayuno. Para un periodista autónomo es demasiado dinero. Sin ni siquiera intentar regatear, decido llamar a Rodrigue para que me lleve a otro. Como el teléfono que llevo no funciona, pago una propina al guarda para que me deje telefonear desde su móvil. Llega Rodrigue y lo primero que pregunta es desde dónde he llamado. Le contesto que desde el móvil del guarda del hotel. «Tendré que poner interdite (prohibido en francés) a ese número», responde. El devoto taxista que exhibe una bandera israelí en su luna trasera sospecha que es musulmán. «Ahora no hay milicias musulmanas de la Seleka en el centro de la ciudad. Están en las afueras. Pero intentarán coger el poder por la fuerza. Y cuando eso suceda, primero atacarán a los taxistas. En esta ciudad la gente no tiene coche y no hay servicio público de transporte. Si no hay taxistas, no hay vida aquí. Somos necesarios y eso lo saben los dos bandos; los Seleka y los Antibalaka. Cada uno ataca a los taxistas de la religión contraria. Los Seleka (paramilitares de mayoría musulmana) atacan a los taxistas cristianos como yo, y los Antibalaka (milicias cristianas) atacan a los musulmanes. Así paran el movimiento de los civiles de la religión contraria».

Me deja a las puertas de un convento de monjas. «Es cómodo y no te molestará nadie», asegura Rodrigue. «Son 20 euros la noche y, aunque no haya servicio de comida, tienes aseguradas tres horas de luz al día», añade. Al explicarle que incluso 20 euros me parecen caros para solo tres horas de luz, me responde: «¡Esta es una de las capitales más caras del mundo, patrón!» Le digo que yo no soy patrón de nadie. «Es la costumbre de la época colonial», explica.

 

Bangui «La Coquette». Tras madrugar y salir de la habitación calurosa, húmeda e infectada de mosquitos en el convento de monjas, mi vista tropieza con un letrero oxidado en el que, a modo de Hollywood, el nombre de Bangui aparece dominando la colina más alta de la ciudad. Pregunto al fatigado guarda sobre el cartel. «Buenos días, patrón. Antes ponía Bangui La Coquette (Bangui la coqueta, en francés), pero ya hace tiempo que La Coquette desapareció. A modo de broma decimos que según se iba deteriorando la ciudad por los continuos golpes de estado, La Coquette desapareció. No es ni la sombra de lo que era antes».

Decido llamar a Rodrigue para que me dé una vuelta por los barrios más emblemáticos y para que me acerque al hospital general.

De camino nos damos de bruces con el palacio presidencial. El edificio, de estilo colonial, está rodeado de soldados franceses y polacos. Rodrigue cambia el tono de su voz: «Hemos sido colonizados durante muchos años, se llevaron nuestras riquezas y ahora se aprovechan con la excusa de guardar la paz para seguir llevándoselas. Yo los odio. Ni a los musulmanes ni a los cristianos nos gusta que estén aquí». Según avanza serpenteando por la carretera prosigue con su vehemente discurso. «La desgracia de los centroafricanos no solo ha sido no tener ningún presidente bueno, sino haber sido colonizados por Francia. Por eso, si la gente ve a un blanco como tú por la calle pensará que eres francés. Un francés que está por interés propio aquí, robando como lo han hecho siempre».

De camino al hospital unos soldados georgianos nos paran y, en un pésimo inglés, me advierten de que «andar con negros locales es muy peligroso para ti». Su compañero se suma a la conversación y añade que la mayoría de los centroafricanos son ladrones. Evito traducir a Rodrigue lo que me acaban de decir los soldados; prefiero llegar al hospital sin ningún altercado. Ya en el centro sanitario, el taxista resume: «Nos estamos convirtiendo en una Ruanda moderna. Nos matamos entre hermanos porque naciones extranjeras así lo quieren. Centroáfrica es una gran fosa común para los centroafricanos y una mina para los extranjeros. Cuando termines, llámame y vendré a buscarte. Recuerda que no te puedes fiar de nadie», me alerta antes de alejarse en su destartalado coche amarillo colina abajo.

El hospital está a la altura del letrero de Bangui que había divisado nada más salir del albergue de las monjas. Desde la entrada se observa el amasijo de hierros que anteriormente sostuvo La Coquette. El hospital está igual que ese amasijo de hierros. Huele a orines y a humedad.

La violencia que no cesa. La misión belga de Médicos Sin Fronteras gestiona el hospital con el doctor Lucien, médico local, al frente del centro. Me explica que «no hacen distinción entre los heridos, pero están obligados a separarlos según la religión que tengan. El odio puede estallar incluso en un hospital». En el patio del semi-abandonado hospital, los familiares han improvisado un campamento donde duermen, cocinan y lavan la ropa. «Muchos vienen con heridas de bala desde el interior del país. Llegan como pueden atravesando mil peligros con sus familiares. No se fían de los hospitales ni de la inseguridad del interior», añade Lucien. Entro en una de las habitaciones para hablar con algún interno sobre su experiencia. El entrevistado es un joven al que una bala le ha atravesado la mandíbula y a duras penas puede hablar. A cada pregunta, otro joven, herido de bala en la pierna, interviene en sango, el idioma local. El doctor interrumpe bruscamente el cuestionario y da por terminada la entrevista sin que el herido en la mandíbula haya relatado su experiencia. «El otro chico le estaba incitando a que dijera que habían sido los musulmanes quienes le dispararon. Sabemos que no ha sido así, pero quería manipular sus respuestas. No puedo permitir que en mi hospital se creen esas tensiones. Aquí solo atendemos a los necesitados de ayuda», explica el doctor Lucien.

Tras salir de la habitación pregunto sobre la violencia sexual que padecen las mujeres y los protocolos de MSF para tratar a estas víctimas. «Hemos abierto una consulta en la que se les da apoyo médico y sicológico. Generalmente, las mujeres han sufrido más que los hombres; más violencia y más humillación. Tratamos de mantener su anonimato para que no sean repudiadas en su entorno por haber sido violadas. Llegar hasta ellas es difícil ya que esconden su trauma para no ser apartadas de sus círculos cercanos».

«No podemos decir qué porcentaje de mujeres ha sufrido violación –añade el doctor Lucien–, pero es una cifra muy elevada. Estas heridas invisibles son las más difíciles de cerrar. Hay muchos niños fruto de violaciones que han sido abandonados por sus madres. Tampoco hay que olvidarse de la proliferación del sida. El 68% de los enfermos en Centroáfrica no está diagnosticado y con las violaciones y el silencio que acarrea, este problema va en aumento. El 90% de las mujeres que atendemos en esta consulta ha sido contagiada por el virus del sida y la mayoría de las que se han quedado embarazadas ha terminado abandonando al niño. Incluso hay mujeres que han pasado todo el embarazo en el bosque y han dado a luz en la naturaleza, sin ningún tipo de ayuda. Luego dejan allí al recién nacido y vuelven a aparecer en su casa ocultando lo que ha sucedido», explica consternado.

Antes de despedirme, un enfermero que evita dar su nombre manifiesta que la situación es mejor en la ciudad que en el campo. «Hay pueblos enteros que se han refugiado en el bosque y ya hace un año que no se sabe nada de ellos. No sabemos si están muertos o si están vivos. Para entender cómo está el país deberías visitar alguno de estos sitios. Podrías viajar a Boda, Bimbo o Bambari».

Bambari, campo de batalla. Aterrizar en Bambari es llegar a ninguna parte. Una pista de aterrizaje abierta a golpe de excavadora en la mitad de la selva hace vibrar el avión de hélices que transporta las pocas medicinas y ayuda humanitaria que llega a la zona. La carretera desde Bangui (a 400 km) es tan peligrosa que incluso los militares viajan en grandes convoyes.

En Bambari nunca hubo problemas de sectarismo. Musulmanes y cristianos vivían mezclados, tanto en el centro como en las afueras de la ciudad. Hoy en día, la mayoría de cristianos vive en campos de refugiados cercanos a la misión militar francesa, cerca del hospital. Los pocos cristianos que aún permanecen en sus casas viven con temor a los ataques de la Seleka, paramilitares de mayoría musulmana. Sin embargo, por la zona también pululan batallones de Antibalakas (antimachete, en sango). Estos grupos de autodefensa cristianas surgieron a raíz de los robos y masacres que perpetraron los paramilitares de Seleka después del golpe de estado que derrocó al antiguo presidente (también golpista) Bozizé y puso al musulmán Djotodia al mando del país. Actualmente Djotodia está refugiado en Nigeria y es Katherine Samba-Panza quien ejerce como presidenta interina. Al escapar Djotodia, los Seleka no pudieron hacer frente a los ejércitos extranjeros. Desde entonces los dos grupos armados luchan en ciudades y en el campo, donde los grupos de intervención armada provenientes tanto de los países miembros a la OTAN como los enviados por la Unión Africana no llegan. En medio de estos combates se encuentran miles de civiles de los que poco se sabe debido a lo inaccesible del entorno y de las escasas noticias que llegan a los mandos militares para que interpongan sus fuerzas evitando así bajas de personas que poco tienen que ver con el conflicto de intereses disfrazado de guerra sectaria. Bambari es el mejor ejemplo de eso.

En el cuartel general de los Seleka de Bambari se encuentra el general Zoudenko. Militar de profesión, este alto mando de la antigua armada centroafricana se opuso a las negociaciones impulsadas por la UA. Aunque admite que le dolería ver el país dividido, explica que «es la única solución al conflicto que vivimos. También los líderes de los Antibalaka están de acuerdo con eso, aunque no con las fronteras a establecer». El general se refiere a la cuestión en discordia que reside en la frontera de lo que cada grupo exige para su futuro país, rico en diamantes y recursos naturales.

Sus hombres le profesan una fe ciega y aunque otros líderes de Seleka le hayan llamado al orden más de una vez, el general Zoudenko se ha convertido en una suerte de Coronel Kurtz de la película “Apocalipsis Now” y se siente a salvo en su guarida de Bambari. Culpa a los Antibalaka «de haber incitado el odio hacia el musulmán entre la población cristiana» y nos enseña en su móvil videos y fotos de gente degollada por las milicias Antibalaka, según sostiene. «Luchamos por nuestro país. No somos yihadistas ni islamistas; si aquí entrara el yihadismo seríamos los primeros en combatirlo». Al preguntarle por las acusaciones de las Naciones Unidas de utilizar mercenarios para su propio ejército, Zoudenko es tajante: «Somos centroafricanos y no solo musulmanes. También hay cristianos en nuestras filas». Sin embargo, Mohammed Yousni, el ayudante que me ha llevado hasta su líder, entusiasmado por la visita del periodista que ha roto la monotonía militar, me da su número de teléfono personal. Comienza por +235, prefijo de Chad. Le pregunto porqué tiene número chadiano si él es centroafricano. «Mi familia es toda de allí y sólo tengo número de Chad, pero soy centroafricano al 100% desde hace cuatro años». Ironizo con los cuatro años, a lo que responde: «Quizás un poco menos».

En las afueras de Bambari, tras sortear varios controles de los Seleka, se levantan pueblos de mayoría cristiana. En cada uno de ellos, apostados al lado de la carretera y a escasos kilómetros del último control de los Seleka, siempre encontramos un grupo de Antibalakas. Según Jean, líder de los Antibalaka de la zona, «no tuvimos más remedio que organizarnos en grupos de autodefensa ante la llegada de paramilitares y mercenarios. No son de este país. Aquí nunca hemos tenido odio por las otras religiones». Para demostrar la buena fe de los Antibalaka con los musulmanes nos señala a un grupo de refugiados de Darfur (Chad) que llevan viviendo en Bambari casi desde el año 2004. Asegura que los protegen de los Seleka porque «a ellos los atacan igual que a nosotros». No obstante, me impiden acercarme a ellos con la excusa de que «se pueden asustar con un hombre blanco».

De vuelta al casco urbano de Bambari, el capitán Issern, del Ejército de Tierra francés, asegura que «nadie tiene razón en esta guerra. Todos se acusan mutuamente de barbaridades. Si no estuviéramos aquí habría muerto más de la mitad en manos de estos salvajes».

Tras nueve días en el infierno verde de Bambari, sin luz y sin agua, Bangui, con sus tres horas de luz aseguradas, me parece ahora la ciudad más avanzada del mundo. Hoy no hay taxis en el aeropuerto. Un gendarme me informa de que hay huelga por la inseguridad que sufre la ciudad y, en especial, ese gremio. «La ciudad está paralizada en muchos aspectos», apostilla Jean Claude, profesor de inglés que vive en el campo de refugiados del aeropuerto bajo vigilancia de las tropas francesas. «Sin taxis no hay vida en esta ciudad», añade. Subo en un coche que va al centro y por el módico precio de 5000 cfas (menos de 10 euros, toda una fortuna para una carrera de taxi) me dejará en la puerta de mi albergue. Pocos taxis en la calle y casi ningún coche por la carretera. Los gendarmes ya no piden propina para café. Parece ser que tanto los Seleka como los Antibalaka están consiguiendo que la ciudad se vaya paralizando. Oscurece pronto y al llegar al albergue de monjas ya prácticamente no se ve el letrero de Bangui. Tampoco se divisa el amasijo que sostuvo el adjetivo de La Coquette. Ni falta que hace.