IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Cuando nada sirve, amor

La pregunta puede ser: ¿qué hacer cuando nada se puede hacer? Hay multitud de situaciones en las que sabemos con certeza cómo actuar para echar una mano a alguien cercano que está teniendo dificultades, en otras tantas podemos encontrar la manera si le damos una vuelta y en algunas tenemos que buscar con auténtica dedicación la forma de hacerlo. Sin embargo, hay otras veces en las que simplemente no hay nada que se pueda hacer, y quizá son más de las que querríamos creer.

Cuando surge una dificultad alrededor, o un problema, parece que todo el mundo tiene algo que decir en un primer momento; una opinión, un consejo, que rápidamente se presenta, a veces con ansiedad e insistencia, lo que suele indicar la inquietud de quien escucha y su urgencia por dar cierre a la situación.

Y es que escuchar los problemas de otras personas, en particular si son personas cercanas, nos «obliga» a entrar en la órbita del problema. Gracias a la capacidad para sintonizar con las emociones de otros, la empatía, al imaginarlo casi podemos sentir algo parecido a quien nos lo está relatando, lo cual habitualmente nos inquieta. Es esta inquietud propia la que hace que algunas personas se vuelvan muy insistentes a la hora de transmitir lo que para ellos puede ser una solución, y a pesar de que todo el proceso se inicie gracias a la empatía, la ansiedad termina desintonizando a los dos interlocutores, y entonces es probable que quien en principio planteaba el problema termine sintiéndose presionado, empujado y, en cierto modo, cuestionado.

Y es que los problemas, las dificultades, siempre le suceden a una persona, y por tanto deben tenerse en cuenta dentro del contexto de la vida de dicha persona. En la vida psicológica no existe tal cosa como una ruptura, una enfermedad, un despido, una crítica, o una muerte; de puertas para adentro esas circunstancias son mi ruptura, tu enfermedad, nuestro despido, su crítica, su muerte… y en ese pronombre posesivo reside toda la variabilidad del mundo en cuanto a vivencias.

Principalmente son las implicaciones que esas eventualidades tienen en la vida concreta de cada cual, las que añaden una esfera de dificultad o la restan. Sea como fuere, son particulares, por lo que antes de apresurarnos a presionar con frases como «tú lo que tienes que hacer es…», merece la pena entender en el otro qué va a suponer o qué supone dicho problema.

Y existen ocasiones en las que, a pesar de todo, después de escuchar nuestra historia completa, empatizar con nosotros, ofrecernos lo que alguien que nos quiere considera de ayuda, hay situaciones en las que otros no podrán hacer nada para ahorrarnos la incomodidad, la molestia, o el dolor. Y viceversa.

Si no podemos llegar a esa persona que queremos y que está sufriendo, nos sentimos impotentes, tratamos de buscar soluciones, y nos llenamos de ansiedad por el camino. Una ansiedad que cuando se le transmite a la persona no hace más que añadir a su dificultad. Entonces, y aunque suene paradójico –y difícil de hacer–, es el momento de relajarse, de parar el ansia y centrarse en simplemente estar. Estar presente con el afecto hacia esa persona, presentes como lo estaríamos con un niño al que le duele la tripa en mitad de la noche, o un amigo que se ha roto una pierna y no puede salir de casa. También cuando la mente recibe un impacto que ha sido inevitable, y el dolor se hace presente, el amor evita o minimiza uno de los agravantes más habituales y que afectan a nuestra salud tanto física como emocional, dificultando la recuperación: la soledad. Acompañar cuando no podemos hacer nada no cura la herida en sí, pero crea un sostén que permite que la vulnerabilidad esté protegida y por tanto facilita a la propia persona notar poco a poco sus propias fuerzas.