IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Por la puerta de atrás

Si hay algo que nos preocupa a los seres humanos, después de la supervivencia del día a día, son otros seres humanos. Nos comunicamos todo el tiempo entre nosotros; nos pedimos, nos esperamos, nos decimos, nos manipulamos, nos agredimos y nos perdonamos. Creamos y descuidamos vínculos constantemente, de modo que a lo largo de la vida vamos tejiendo una red de relaciones más o menos cercanas, cada una más o menos intensa, y también más o menos directa.

Curiosamente, no siempre sabemos las razones por las que nos asociamos con compañeros, amigos o parejas. Si nos preguntan al respecto, rara vez podemos responder más allá de puras vaguedades, clichés o territorios comunes, pero nunca logramos abarcar del todo ese porqué que nos piden. Y probablemente sea así porque el terreno del afecto, de ese vínculo que mencionábamos, va más allá de la lógica, o por decirlo de otro modo, cuando logramos aplicar la lógica es después, para explicar y justificar nuestras tendencias. Y también en esta línea va nuestra dificultad para ser directos y completamente diáfanos en nuestras relaciones. Desde hace años, los psicólogos del desarrollo (junto a primatólogos y psicólogos evolutivos) admiten la aparición de la mentira como una sofisticación mental imprescindible para el desarrollo social. Conductas como el subterfugio, la manipulación o el camuflaje social, que por otro lado, podemos considerar causantes de conflictos por el desequilibrio de poder que generan, preservan en otros casos un status quo que permite seguir funcionando.

Sería insoportable basar nuestras relaciones en la cruda realidad, en los pensamientos sin filtro o los impulsos primeros en el encuentro con otras personas. Cuando hablamos de «comedirnos», «ser diplomáticos», o «tener mano izquierda», hacemos referencia a esa parte útil o positiva del fingimiento. Y es que a menudo pensamos que este tipo de intentos relacionales llevan detrás una maquiavélica estrategia con el gozo por el engaño en su núcleo. Es decir, parece que quien nos miente lo que pretende es quedar por encima, dominarnos y manipularnos por el mero hecho de someternos al mantener en secreto su verdadera intención. Y a veces es así, pero muchas otras la cosa es bastante más intrincada, ya que a menudo la mentira tiene otros motivadores.

Para empezar, fingir conlleva mucha energía, en particular si es un fingimiento prolongado –pensemos lo que nos pasa en el cuerpo cuando tenemos que medir nuestras palabras sistemáticamente con una persona cercana–, y nosotros no somos precisamente derrochadores de energía, sino más bien todo lo contrario. Así que, ¿qué hay en juego como para dedicarle tanto esfuerzo, sin seguridad de poder mantener el fingimiento? Bueno, pues como de costumbre, la vulnerabilidad.

A menudo mentimos movidos por la falta de certeza de que nuestras peticiones serán aceptadas si las planteamos en crudo, o por el temor de que nuestros deseos vayan a torpedear la relación, sin que ésta tenga la capacidad de absorber o digerir tales disensiones –imaginadas–. En definitiva, porque no confiamos en que la relación sea lo suficientemente sólida como para adaptarse, o porque prevemos que no habría relación si no fuera en unos términos que a veces no queremos pero nos vemos “obligados” a aceptar.

Habitualmente no es cuestión de lógica, sino más bien una sensación privada que se basa en temores y signos abstractos junto a una deducción de la presencia de cierto peligro.

Simular, ocultar, fingir, mentir, más que una agresión hacia quien es su objeto, es una defensa preventiva del sujeto, que cree que va a ser censurado de una forma irrevocable.