IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Refugios

En una vida ajetreada de idas y venidas, demandas, expectativas que consolidar en realidades, y relaciones constantes, a menudo necesitamos parar un poco. Las actividades que realizamos a lo largo del día, a pesar de que puedan interesarnos y estimularnos, implican también exigencias. Nos encanta escribir, o construir y reparar, cantar o cultivar, calcular o gestionar, pero cada uno de esos verbos nos exige adaptarnos a las circunstancias, modificarnos, flexibilizarnos, para adaptar nuestra mente y nuestro cuerpo al escenario en el que sucede, generando a menudo una separación entre nuestro ritmo natural y el que nos imponen o nos imponemos, aunque nos guste lo que hacemos en la teoría.

También las relaciones que mantenemos nos exigen cierto ajuste; encontrarnos con personas, con quienes tenemos cierta intimidad o con quienes simplemente compartimos tiempo y acción, requiere de empatía, solidaridad, confrontación, acercamiento y alejamiento. Y de nuevo, estos vaivenes tensan de alguna forma nuestros hábitos y rutinas que habitualmente nos dan la tranquilidad de saber lo que va a pasar. En definitiva, el encuentro con el mundo y quienes habitan en él requiere ajuste y a lo largo del tiempo, algunos aspectos de este ajuste resultan cansados, o más que eso.

De modo que, de tanto en tanto, todos necesitamos un lugar y un tiempo para recuperar ese equilibrio que vivir nos trastoca. Para hacerlo, cada cual elige una modalidad. Por ejemplo, hay quien decide que el aislamiento es una buena manera de poner una barrera a estas exigencias del entorno, así que puede buscar un lugar –físico– que genere cierta sensación de refugio, en el que no pueden entrar las demandas del mundo exterior; una habitación de la casa, el cine, el monte o el coche pueden convertirse en una fortaleza, pero también las propias actividades como el trabajo pueden servir de refugio cuando la tensión está en las relaciones en casa, por ejemplo. El baño es otro de esos lugares por antonomasia en el que encerrarse, con consentimiento social para resolver cosas íntimas de una índole u otra.

Cuando no estamos seguros de poder hacerlo a la vista de todos, en todos estos lugares podemos encontrar un momento para respirar, pensar, llorar, cabrearnos o celebrar en secreto, con la esperanza de que ese ratito nos ayude a continuar. Hay personas, sin embargo, para las que el retiro no es una opción que les permita reequilibrarse y necesitan más acción. Entonces buscan distracciones que les coloquen en otra actitud mental que mitigue la fatiga de la repetición en una tarea concreta.

Por ejemplo, quienes trabajan con su mente habitualmente pueden preferir emplear el tiempo para recomponerse haciendo algo manual, moviéndose y viceversa. Alimentar otra faceta de uno mismo con ahínco durante el tiempo suficiente puede ser tan relajante y constituyente como un spa o una larga siesta. Otras personas deciden apagar su mente, con la esperanza de que, al «regresar», el cansancio o el hastío haya pasado.

Quedarse embobado viendo la televisión, o usar algún tipo de droga que aplaque la agitación son algunos de los hábitos más populares en esta categoría. Recomponerse es una necesidad no solo en lo personal sino también en lo social. Es imprescindible encontrar el momento de parar, de «afilar el hacha» y más allá de lo individual, quizá en esos espacios en las grandes ciudades que nos permiten refugiarnos bajo un árbol de la vorágine externa que termina penetrando. Incluir el descanso, la recomposición, forma parte de nuestra salud mental y probablemente también social.