David Meseguer
CONTRABANDO DE ALCOHOL EN IRÁN

Los fardos del pecado

Gran parte de las bebidas alcohólicas que se consumen a escondidas en Irán entran por Kurdistán sur. Los porteadores son kurdos del este con escasos recursos económicos. La guardia fronteriza, montañas nevadas de 3.000 metros, lobos, minas, temperaturas extremas e incluso la pena de muerte son algunos de los peligros que afrontan estos hombres por un puñado de dólares.

Realizamos esta actividad a pesar de su dureza y del enorme riesgo que conlleva porque no disponemos de ni siquiera 25 dólares en el bolsillo. No tenemos otra opción para dar de comer a nuestras familias», destaca Irfán, un contrabandista de 32 años originario de Kurdistán este. Sentados frente a una fogata dispuesta en el claro de una ladera y en cuyo centro hierve una tetera metálica, un grupo de trece porteadores está reponiendo fuerzas en este enclave indómito de Kurdistán Sur tras diez horas de ruta a través de una cordillera completamente nevada con picos que sobrepasan los 3.000 metros de altura.

Son las 3 de la tarde y, tal como cuentan, iniciaron la travesía a las 5 de la mañana desde el lado iraní de la frontera aprovechando la penumbra para eludir con mayor facilidad a los guardas fronterizos iraníes. A pesar de los -21 grados centígrados alcanzados durante la noche y el metro de nieve acumulado en algunos puntos de la ruta, el camino de ida ha sido relativamente fácil al haberlo efectuado sin ningún bulto a sus espaldas. Unas temperaturas extremas que se evidencian en los maltrechos pies de Irfán, quien ha decidido dejarlos al descubierto para que se aireen. Seis capas de calcetines y unas sencillas botas protegen unos dedos con la piel carcomida y unas uñas de intenso color cobrizo. Él aun los conserva todos intactos; en cambio, muchos compañeros han sufrido amputaciones.

«Si no pasas por el aro del sistema y te niegas a ser un traidor, no tienes oportunidades laborales. Por eso, en la región kurda de Irán la situación es dramática», señala Irfán, quien tiene dos hijos y lleva 17 años dedicándose al negocio del contrabando. Como él, todos los porteadores que componen la caravana son oriundos de Piranshahr, una ciudad de Kurdistán oriental de 100.000 habitantes ubicada apenas a unos kilómetros de la frontera con Irak.

Kurdos, los parias de Irán. Las cifras oficiales del Gobierno iraní sitúan el índice de paro nacional en torno al 11,5%, mientras que en las regiones del este de mayoría kurda, donde viven alrededor de 7 millones de personas, alcanza el 13%. Unos datos muy cuestionados por los representantes de esta zona en el Parlamento de Teherán, quienes indican un desempleo por encima del 50%. Siguiendo el mismo patrón de conducta que los gobiernos centrales de Siria, Turquía e Irak hasta la caída de Saddam Hussein, el régimen de los ayatolás, que ocupó el poder tras la Revolución Islámica de 1979, ha destinado menos recursos en las regiones kurdas para frenar el desarrollo económico y evitar así el empoderamiento de movimientos a favor de la autodeterminación.

La paupérrima situación económica por la que atraviesan estos hombres se aprecia en las prendas tan austeras y el rudimentario equipo del que disponen para afrontar tan dura actividad. Visten chaquetas, pantalones, jerséis de lana, mochilas, botas, zurrones de piel o bastones tan básicos, que en cierta medida hacen recordar al material que llevaban los alpinistas en los años 50 cuando se coronó por primera vez el Everest.

Únicamente el smartphone, que todos llevan bien protegido de la humedad y las gélidas temperaturas, nos hace recordar que nos hallamos en pleno siglo XXI. Con él, aparte de tomar instantáneas durante la travesía que después comparten con familiares y amigos, telefonean a los miembros de la organización una vez han conseguido alcanzar territorio de Kurdistán sur. «Partimos de Irán y llamamos a los que almacenan el alcohol cuando hemos conseguido cruzar la frontera sin sufrir ningún tipo de percance. Ellos lo preparan todo para nuestra llegada», detalla Xerzat, un jovenzuelo de 18 años que hasta hace uno trabajaba en la industria textil.

Los responsables de la organización se encargan de adquirir la mercancía y transportarla hasta una caseta prefabricada de color blanco situada en medio del monte que funciona como almacén. Son ellos quienes sacan más beneficio de este arriesgado pero suculento negocio. «Durante el invierno transportamos todo tipo de productos como ropa, televisores de plasma, aparatos electrónicos, pero sobre todo alcohol y tabaco», señala Irfán antes de poner fin a su receso porque en la lejanía se adivina la silueta de tres hombres provistos de AK-47 que llegan a pie acompañados por mastines. Toda precaución es poca en una zona donde abundan las manadas de lobos.

Escondido de cualquier mirada indiscreta, el lugar de abastecimiento y descanso de los contrabandistas se sitúa a escasos cinco kilómetros de la frontera iraní, en las inmediaciones de la población kurdo iraquí de Haji Omarán. Ante la llegada de los encargados de aprovisionar el barracón y distribuir el alcohol, los porteadores se preparan para que les entreguen las botellas que deberán cargar hasta Kurdistán este.

«Trabajamos durante todo el año sin descanso. Siempre que exista una ruta libre debemos estar listos para salir», explica Xerzat mientras los encargados del almacén abren sus puertas. En su interior, la poca luz que se filtra deja intuir docenas de cajas de diferentes tipos de alcohol y marcas. Varios lotes de vino búlgaro, whisky Chivas Regal de 12 años o vodka Grey Goose son algunos de los logotipos que pueden identificarse. Una botella de 70 centilitros del whisky escocés cuesta en torno a los 24 dólares en un supermercado, el litro de este vodka destilado en el Estado francés ronda los 30 dólares, mientras que el vino búlgaro no supera los 10 dólares la unidad. Precios que se multiplican hasta por diez en el mercado negro iraní.

Aunque el consumo de alcohol en Irán está terminantemente prohibido, como en cualquier régimen gobernado por la ley islámica existen dos espacios: el público, regido por el orden, la censura y la moral; y el privado, donde la subversión, lo inmoral e incluso el pecado tienen cabida. «Cuanto más lejos de la frontera, más se encarece el producto. No cuesta lo mismo una botella de whisky en Tabriz que en Teherán», comenta Ismail, un porteador de 52 años y padre de cuatro hijos que es el más veterano del grupo. «Un Chivas puede llegar a los 200 dólares en la capital, una botella de vodka a los 100 y el vino, sobre los 50 dólares», pormenoriza este estraperlista de largo bigote con más de diez años de experiencia en el contrabando.

Tras chequear el stock de botellas disponible, uno de los encargados del cobertizo saca del bolsillo interior de su vieja chaqueta un diminuto bloc de notas y lo apoya en el lateral de un 4x4 aparcado enfrente de la caseta e inutilizado por la copiosa nevada. A continuación comienza a escribir en farsi y a gritar el nombre de los trece porteadores y el tipo de alcohol y la cantidad de botellas que cargará cada uno. «Yaser, nueve de Chivas y seis de Grey Goose; Xerzat, nueve de vino y nueve de Grey Goose…».

«Por cada porte, cada uno solemos ganar unos 70 dólares. Si el tiempo es bueno y no hay ningún tipo de contratiempo, podemos hacer hasta tres viajes semanales», revela Irfán mientras espera su turno. Una cuantía nada desdeñable teniendo en cuenta que el salario medio en Irán es de 490 dólares y el mínimo de 248 dólares, pero quizá no excesivamente elevada para todos los riesgos que conlleva esta actividad tan antigua como la existencia de las fronteras.

Concluida la asignación, los trece porteadores se agrupan frente a la entrada de la caseta y esperan a que los encargados del operativo les vayan entregando todas las cajas que habrá que transportar. De uno en uno, Irfán, Ismail, Xerzat y sus compañeros desfilan con las cajas de alcohol hasta el claro donde descansaban para preparar los fardos y protegerlos de los golpes y la humedad con lonas de plásticos y cinta adhesiva.

«El peso que cargamos depende de la capacidad de cada uno y de la climatología. Aunque acostumbramos a cargar entre 30 y 40 kilos por persona», cuenta Ismail mientras prepara su paquete. Una vez bien sujeta y atada la carga, Ismail se sienta en el suelo y pasa los brazos entre unas correas que realizan la función de asas. De un meneo brusco se levanta para comprobar la fiabilidad y comodidad del fardo. Un compañero le ayuda a ajustar algunas correas y hebillas. El ducho estraperlista da unos pasos para cerciorarse de que la carga está a su gusto y vuelve a sentarse para desprenderse del fardo. Todos los hombres de la expedición efectúan la misma operación.

Hasta veinte horas de marcha. «Ahora nos aguarda lo más duro y peligroso: la vuelta», indica Xerzat, consciente de los peligros que deberán afrontar en las próximas horas. Si el trayecto de ida se sitúa en torno a las diez horas sin carga alguna, el regreso con los fardos por picos nevados de más de 3.000 metros puede alcanzar las veinte horas. «Los guardas fronterizos iraníes siempre nos atacan cuando volvemos a Irán porque saben que vamos cargados y es más complicado escapar», explica Irfán, mientras se forma un corrillo de porteadores curiosos por escuchar sus palabras.

Si bien no se trata de una caza sistemática de las fuerzas iraníes contra los contrabandistas, sí que es cierto que en determinados momentos la presión del Gobierno de Teherán contra esta actividad ilegal es muy elevada. De acuerdo con la organización kurdo iraní de derechos humanos Hengaw, en los tres primeros meses de 2017 25 contrabandistas murieron y 34 resultaron heridos como consecuencia de los disparos de la Guardia Islámica Revolucionaria iraní.

«Recuerdo una vez en la que los soldados iraníes nos vieron y comenzaron a disparar. Tuvimos que pasar toda la noche acurrucados, sin movernos y sin comida. Tenía tan poca energía que, por culpa de las congelaciones, casi pierdo uno de mis dedos», explica Irfán bajo la atenta mirada de sus compañeros. «Los que más compran y se beben el alcohol que transportamos son los que nos atacan», remarca Xerzat indignado. «Una vez me detuvieron y lo primero que hicieron fue abrir el fardo que llevaba y beberse el mejor alcohol. El resto de botellas las vendieron», denuncia Irfán.

Los porteadores cuentan que en caso de ser arrestados son considerados activistas políticos y pueden ser objeto de torturas y vejaciones por parte de las fuerzas de seguridad iraníes. Pero, mientras algunos activistas kurdo iraníes están en el corredor de la muerte esperando la horca, los contrabandistas suelen ser puestos en libertad tras el pago de una cuantiosa multa.

En un ambiente distendido, las explicaciones sobre el modus operandi y los diferentes riesgos a que están expuestos los estraperlistas se suceden. «Un guía encabeza la caravana y no suele cargar nada para que pueda andar mucho más ligero que el resto y solo esté pendiente del camino. Si se cansa, es relevado por otro que le cede su fardo», señala Ismail. La gran cantidad de nieve acumulada y las numerosas minas antipersona enterradas durante la guerra entre Irak e Irán de 1980 a 1988 hacen necesaria la presencia de un guía que conozca cada rincón de la ruta como la palma de su mano. «Cuando las tormentas de nieve son muy intensas no puedes ver ni dos metros delante de ti. Este es el motivo por el que algunas personas se quedan atrás y mueren congeladas», explica Ismail antes de recordar dos situaciones que ejemplifican a la perfección la dureza de esta actividad. «A dos amigos les tuvieron que amputar las piernas a causa de las congelaciones. También conozco el caso de un hombre que se fracturó la pierna y no tenía cobertura para llamar. Se quitó la vida con un cuchillo», explica el contrabandista más veterano del grupo.

«Cuando la nieve desaparece utilizamos caballos para transportar los bultos. Aunque los animales tampoco están a salvo de los disparos de los uniformados iraníes ni de los ataques de las manadas de lobos», comenta Irfán mientras se frota enérgicamente las manos para combatir el intenso frío. Por suerte para los contrabandistas, las distintas guerrillas que luchan contra Teherán y operan en la región no entorpecen sus actividades, aunque sí deben pagarles un «impuesto revolucionario» para poder usar las rutas. «Cuando sabemos que ha sucedido algún tipo de choque entre los guerrilleros del PJAK o el PDKI y el Ejército iraní no salimos a la montaña porque la presencia militar es mucho mayor», indica Xerzat.

Tras caer la noche, el grupo de porteadores se prepara para cenar antes de emprender el camino de vuelta a Kurdistán este. «No podemos utilizar ningún tipo de luz para guiarnos ni tampoco fumar porque la guardia fronteriza nos detectaría», advierte Ismail antes de despedirse. «Al otro lado de la frontera llegamos a un pequeño pueblo desde donde telefoneamos y, en cuestión de minutos, llegan varios vehículos donde cargamos todos los bultos y desaparecemos», detalla Irfán con el aplomo de alguien que lleva más de tres lustros dedicado a esta actividad

Es el momento de partir. Los porteadores desaparecen sigilosos entre la penumbra. Dos días después, un mensaje de Telegram nos certificará que la expedición ha sido un éxito y que porteadores y carga han llegado al otro lado de la frontera sin problemas. Gracias a Irfán y sus compañeros, quienes así lo deseen podrán seguir pecando en Irán.