IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Rodeados

La emoción es una línea directa a la acción. Dicho así puede sonar en exceso rotundo pero cuando sentimos, nuestro cuerpo nos pide actuar, moverse, acercarnos o alejarnos, pero nos moviliza en una dirección determinada. Etimológicamente, la emoción está definida incluso desde el movimiento: e-motere, moverse hacia. Ante un estímulo que tenemos grabado previamente como digno de nuestra respuesta, todo un sistema fisiológico se pone en marcha, desencadenando una cascada hormonal que cambia físicamente el cuerpo, aumentando el flujo de sangre a los músculos si es necesario, haciendo que se abran las pupilas, se restrinja el flujo de sangre al sistema digestivo, aumentando la presión sanguínea, acelerando la secreción de glucosa desde el hígado, etcétera. Todo ello para asegurar la supervivencia física.

La emoción está diseñada evolutivamente para adaptarnos rápidamente a una exigencia del entorno y se activa mucho antes que el análisis racional. Salir corriendo, atacar, esconderse, son las primeras reacciones que evocan la tensión o la amenaza en nosotros. Y estamos especialmente sensibilizados a las amenazas, no solo por el constante bombardeo mediático de lo que va mal, sino por nuestras hondas raíces como primates. A lo largo de los milenios hemos convivido con la dificultad, y con el riesgo de muerte de forma cotidiana; somos frágiles cuando estamos solos, no tenemos dientes ni garras para cazar por nosotros mismos, no corremos particularmente rápido, ni vemos bien en la oscuridad, y solo hemos tenido el grupo para sobrevivir.

Hoy no es muy diferente, solo que lo que sigue activando aquellos viejos y eficientes sistemas automáticos son estímulos más actualizados, más sofisticados y más propios del interior que del exterior del grupo al que pertenecemos. Las miradas, los gestos, los discursos, las intenciones que leemos en nuestros semejantes siguen activando caminos neuronales semejantes a los que se disparaban en los cerebros de nuestros antepasados en un campo abierto en el que no eran los dueños.

Hoy lo que suscita y mantiene nuestras reacciones emocionales es más complejo, más sutil, pero obtiene un resultado similar en un primer momento. En un segundo momento, sin embargo, podemos utilizar nuestro intelecto para frenar, redirigir, o reinterpretar nuestras reacciones y acciones de modo que no nos secuestren. Todos conocemos en propia carne aquella vez que dijimos o hicimos algo “en caliente” bien sea atacar o huir, lo que a posteriori demostró haber sido un error –para nuestros intereses–.

Es cierto que vivimos un tiempo en el que la concordia no es noticia, la tranquilidad parece hipotecada por «lo que puede pasar» y los discursos calan profundo en nuestra atención hipersensibilizada, despertando reacciones más que reflexiones, obligándonos por tanto a actuar rápido, a ser contundentes y sólidos, inmutables. Cuando tenemos un miedo intenso, rápidamente nos plegamos a una de dos –que no tres– opciones, sin poder frenar el torrente de emoción para poner en marcha nuestros recursos más intelectuales, lo que sabríamos hacer o lo que nos inventaríamos si pudiéramos pensar más allá del embudo de nuestros temores. Estamos rodeados de intereses que quieren crear opiniones sobre multitud de temas y para ello nos invitan a la polaridad en muchos ámbitos, pero no como una opción detenida sino como una reacción; como si solo pudiéramos ser aquel homínido ancestral que solo piensa en sobrevivir hoy y tiene su mirada, sus gritos y sus pies y puños para lograrlo, y no como la persona de los griegos, o el hombre de la Ilustración, no como quienes piensan y pueden decidir qué quieren lograr más allá de hoy, más allá del miedo o la ira. Quizá nuestros intereses como seres humanos, como semejantes, puedan superar el secuestro emocional.