Pablo L. OROSA

LAS GUERRAS DEL OPIO EN MYANMAR

El cultivo de opio ha vuelto a dispararse en Myanmar. 56.700 hectáreas en 2014 convierten al país en el segundo productor mundial. Las exitosas campañas de erradicación que lograron controlar la producción a principios de siglo son hoy ineficaces: los señores de la droga tienen en la heroína su mejor arma para enfrentar al gobierno. Aunque suponga matar de sobredosis a los jóvenes de su propia etnia.

Todo el recorrido por la avenida Munkhrain, la principal arteria de Myitkyina, la capital del estado Kachin, al norte de Myanmar, está salpicado de letreros que advierten del peligro de las drogas. Algunos son simplemente frases exhortatorias escritas en idioma birmano; las menos, lo están también en lengua kachin. En la entrada del parque Manau, donde los kachin celebran sus ritos tribales precristianos, dos jóvenes se afanan en colocar uno de estos carteles. La imagen de un campo de «flores venenosas» sobresale sobre el fondo malva.

«Aquí el de las drogas es un problema real», reconoce Saya. Este profesor de inglés de mediana edad es testigo a diario de los estragos que los estupefacientes causan entre los jóvenes de etnia kachin. Entre el 65% y el 70% de los jóvenes de la ciudad, según expertos citados por CNN, consumen drogas. Conseguirlas es fácil y barato, apenas 4.000 kyats (poco más de tres euros) por una pipa.

En un área donde la tasa de desempleo supera el 50% y los enfrentamientos con el Ejército birmano, tras 50 años de conflicto, siguen siendo frecuentes, las drogas son a menudo la única salida para los jóvenes. Muchos comienzan a trabajar en los campos de cultivo que se extienden por las cordilleras que rodean la ciudad y terminan volviéndose adictos. Otros, simplemente consumen por desesperanza.

«Guerra química» frente a resistencia

Hoy la Universidad de Myitkyina está cerrada. El portalón verde que flanquea el acceso al centro educativo permanece sellado, mas tras sus rejas se adivina el caminar cansado de un grupo de adolescentes que avanzan por la vereda polvorienta con pasos cortos y pesarosos, tratando de huir del sol bajo un paraguas de colores. Cuentan que el campus de la universidad es uno de los lugares más frecuentados por los jóvenes para iniciarse en el consumo de drogas. Allí, los contenedores lucen signos que instan a los toxicómanos a no tirar las jeringuillas usadas para evitar los contagios del VIH, una enfermedad que afecta a más del 20% de los adictos, unos 300.000 según los datos –de 2008– de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC, por sus siglas en inglés).

Entre los líderes del Kachin Independence Army (KIA), la guerrilla étnica que controla los territorios indígenas en las faldas del Himalaya, ha calado la idea de que la heroína es un arma más en manos del Tatmadaw, como se conoce popularmente al Ejército birmano. Incapaces de vencerles militarmente en una contienda que se prolonga ya desde hace medio siglo, los oficiales birmanos fomentan el tráfico y consumo de opio entre la sociedad kachin bajando artificialmente el precio de la heroína con el objetivo de minar a medio plazo su resistencia: si los jóvenes kachin se vuelven adictos, no podrán combatir.

Esta «guerra química», utilizada ya por los británicos para conquistar Indochina en el siglo XIX, forma parte de la campaña de «manipulación», «chantaje» y «extorsión» con la que el Tatmadaw pretende conquistar los territorios rebeldes. «Las élites birmanas en el poder prefieren no luchar contra los grupos étnicos armados porque sus ejércitos matan a la infantería birmana en una proporción de 100 a 1. En lugar de eso, los birmanos prefieren manipular a los líderes étnicos con estrategias económicas. Es una táctica muy efectiva», explica el exoficial de las fuerzas especiales de Estados Unidos y activista democrático Tim Heinemann.

Para defenderse, las autoridades kachin que rigen este territorio semiautónomo han lanzado una fuerte campaña antidroga: centenares de jóvenes han sido sometidos a tratamientos forzosos de desintoxicación; han incrementando la vigilancia para frenar el tráfico de drogas y se han adherido a los programas para sustituir los cultivos de opio por café, caucho o té. No han sido los únicos, T’ang National Liberation Army, la guerrilla que controla los territorios palaung en la frontera con China, lleva desde 2012 luchando contra el sembrado de la adormidera, la planta de la que se extrae el opio. Actualmente, su cultivo y venta está estrictamente prohibido. Una década antes, los wa, una de las etnias más poderosas del país, con un Ejército de al menos 25.000 efectivos, ya habían erradicado su sembrado en sus dominios al este del estado Shan.

«El capitalismo de alto al fuego»

El Gobierno militar que lleva dirigiendo Myanmar con mano de hierro desde 1962 intensificó, a partir de 1990, su estrategia de conquista no-militar. Proliferaron los acuerdos entre la cúpula militar del Tatmadaw y los señores tribales de la droga, convertidos de la noche a la mañana en lucrativos aliados del régimen: el Gobierno les permitió seguir con sus actividades ilegales –prostitución y tráfico de drogas– a cambio de mantener bajo control los movimientos insurgentes. Fue lo que el profesor de Universidad de California Kevin Woods bautizó como «capitalismo de alto al fuego».

La pequeña región autónoma de Mong La, en la frontera con China, fue el epicentro de esta nueva política. Desde 1997, esta pequeña localidad controlada por el caudillo militar del National Democratic Alliance Army (NDAA), Lin Mingxian, aliado de la minoría wa en su conflicto con el Shan State Army (SSA) por el control del territorio, se declara «libre de opio», pero expertos como el profesor Paul Keenan, del Burma Centre for Ethnic Studies, aseguran que se trata de uno de los mayores centros de refinamiento de opio del país.

Las plantaciones que dominan los valles del estado Shan, donde se concentra el 89% de la amapola sembrada en Myanmar, y los territorios fronterizos de Laos, cuyos cultivos han pasado de 1.500 hectáreas en 2007 a 6.200 en 2014, son tratadas en Mong La. Desde allí, la droga es fácilmente trasladada a China a través de una porosa frontera por la que cada día cruzan centenares de personas para disfrutar del juego y los casinos, prohibidos en el gigante asiático.

Phone Kyar Shin fue otro de estos señores de la droga con los que pactó el Tatmadaw a finales del siglo XX. Durante varias décadas, los kokang, descendientes de inmigrantes chinos instalados en los territorios birmanos del norte, mantuvieron una estrecha colaboración con el Gobierno militar birmano, lo que les permitió cincelar un pequeño narco-estado vinculado al comercio fronterizo de opio –en los últimos años también metanfetaminas– y otros tráficos ilegales.

La alianza con los militares se resquebrajó en 2009 después de que Phone Kyar Shin se negase, como buena parte de los grupos étnicos armados del país, a integrar las fuerzas del Myanmar National Democracy Alliance Army (MNDAA) en el nuevo Border Guard Force (BGF) bajo el mando del Tatmadaw. Los militares birmanos vencieron a las tropas de Phone Kyar en unos violentos enfrentamientos que provocaron un primer éxodo masivo de civiles hacia la provincia china de Yunnan.

Derrotado en el denominado incidente de Kokang, Phone Kyar se refugió entonces junto a algunos de sus acólitos en China, donde es conocido como Peng Jiasheng. Allí reorganizó su milicia –con el apoyo de exsoldados chinos según la Inteligencia birmana– y preparó una contraofensiva para recuperar su territorio, que ha causado desde el pasado mes de febrero decenas de muertos y miles de desplazados. Tras el componente étnico de esta lucha, se esconde un verdadero interés económico: el control del comercio de opio, una constante en los todos los frentes que el Tatmadaw mantiene abiertos con las guerrillas étnicas kachin, shan y kokang. «Los territorios étnicos dominan las rutas comerciales internacionales, las fronteras y concentran los recursos naturales. Esto alimenta la paranoia de los líderes birmanos», apunta Heinemann. Por eso son tan valiosos. «Porque algunas actividades ilícitas –en estas zonas– ofrecen oportunidades muy lucrativas», añade Keenan. Aunque esto suponga acabar con su propio pueblo.

La conquista del estado Shan

Algo más de 500 kilómetros al sur de Mong La, en Taunggyi, la capital del estado Shan, las mansiones de estilo colonial se engarzan armoniosas entre los despeñaderos que delimitan la ciudad. Aquí, el legado británico está todavía presente en los edificios administrativos, los mercados y los barrios de clase alta enclavados en la parte elevada de la ciudad. Pero hoy son los clanes vinculados al narcotráfico los que ocupan estas suntuosas moradas. «Hace 15 años la producción estaba al este del estado, en las regiones wa, pero ahora se concentra aquí, en Taunggyi», señala el responsable de UNODC en Myanmar, Jochen Wiese.

Desde hace más de una década, los líderes tribales y señores de la droga que controlan las tierras fértiles que se extienden desde las montañas hasta las llanuras del lago Inle han fomentado el cultivo de adormidera entre los campesinos. Les ofrecían buenos precios, unos 500 dólares por kilogramo, y una demanda estable. «Para esta gente, el opio es en mucho casos el ingreso necesario para asegurar su alimentación», remarca Wiese. Así fue como el opio conquistó el estado Shan. Sirviéndose de su pobreza.

«Ahora es un enemigo bastante considerable», añade Miguel, un técnico peruano de la UNODC que llegó hace un año a Myanmar junto a Wiese para tratar de implantar un novedoso programa de lucha contra la droga que ya funciona con éxito en Perú. «La idea es desarrollar otros cultivos permanentes de alta calidad en zonas localizadas entre los 1.000 y los 1.600 metros de altura, donde actualmente los campesinos plantan amapolas y otros cultivos ilegales. Contra la heroína, que es un producto de mercado mundial, necesitas un producto fuerte cuya producción sea competitiva en estas áreas. Aquí: café y caucho», explica Wiese.

Hasta la fecha, el Shan State Army, que controla buena parte del territorio y que durante años se ha financiado a través del comercio ilegal de drogas, ha colaborado con los programas de erradicación.

«Con la perspectiva del acuerdo de paz –que están negociando con el Gobierno– quieren ser miembros útiles de la sociedad», afirma Wiese. La realidad es que la guerrilla necesita legalizar sus fuentes de financiación para poder seguir luchando. Aunque sea políticamente.