Miguel FERNÁNDEZ IBÁÑEZ

YüKSEKOVA: LA TIERRA DE LOS «APOCU»

En la región, el principal núcleo de poder del PKK, sus habitantes se declaran seguidores del encarcelado líder kurdo Abdulah Öçalan y apoyan la autonomía democrática declarada el pasado mes de agosto en varios ayuntamientos y defendida por la milicias urbanas YDG-H ante las fuerzas turcas que imponen toques de queda esporádicos.

Cuando Sabri enhebra la aguja es consciente de que cada milímetro es importante. Cada repunte sobre el telar o a través de las modernas máquinas lleva implícito la tradición de los costureros de Hakkari. Puede que su obra, si es un kilim, tenga como destino alguno de los puestos del Gran Bazar de Estambul o las alforjas de los koçer, los nómadas de la región famosa por el pastoreo y el queso artesanal.

Pero cuando la guerra vuelve, el prestigio de estas ligeras alfombras se oculta bajo el manto de la resistencia que cubre las montañas de más de 3.000 metros que delimitan las fronteras reconocidas a Irak, Turquía e Irán. «El pueblo nace hoy para luchar y no para coser», dice Sabri. El hábito sobre la costumbre; la guerra por encima de la paz. «Primero va la libertad, y eso significa luchar. ¿Qué otra opción hay si nos torturan y asesinan?».

La tensión en Anatolia no ha dejado de crecer desde que colapsó el proceso de paz entre el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) y el Estado turco. En las últimas semanas la situación se ha deteriorado con el mayor ataque de la guerrilla y el cerco del Estado a los autogobiernos kurdos.

De las trece autonomías democráticas declaradas en agosto, Cizre ha sido la última ciudad candada bajo el toque de queda y la ofensiva militar turca. Allí los kurdos han denunciado una masacre civil.

La siguiente podría ser Yüksekova, la urbe que da acceso a las montañas dominadas por el PKK. «Lo que han hecho en Cizre lo quieren repetir en Gever –el nombre kurdo de Yüksekova–, pero cuando lo intentan tampoco pueden porque todo el pueblo está en su contra. Seguiremos defendiendo la paz y vamos a ampliar la autonomía democrática de Gever», amenaza Yalçin Dara, un trabajador del ayuntamiento que recuerda que sus co-alcaldes llevan semanas sin acudir al consistorio: «Se han fugado porque tienen una orden de arresto emitida por los fiscales turcos tras apoyar los autogobiernos».

Los 200 kilómetros que separan Van de Yüksekova serpentean bajo imponentes cimas. A los lados surgen pequeñas aldeas, escasas ciudades, los koçer. También, aunque no se muestren, están los militantes del PKK.

Al llegar a Yüksekova, una meseta situada a 1.800 metros de altura, los kurdos sienten el cobijo de las montañas. Siempre han dicho que son sus únicas amigas, quienes nunca les traicionarán. Allí el grupo marxista es la ley: cobra el impuesto revolucionario, realiza controles en las carreteras y amenaza la escasa autoridad del Estado turco. Es la tierra de los «Apocu», el apodo que reciben los seguidores de Abdullah Öçalan. «Yo soy del PKK, aunque no utilizo las armas. Lo que digo es que aquí todos somos del PKK porque ser kurdo en Hakkari significa ser del PKK», asegura Sabri.

Nada más entrar en la ciudad, un letrero indica la desviación hacia Semdinli, a 53 kilómetros, y Daglica, a 55. Son dos de los puntos más conflictivos en la batalla. En el primero la lucha comenzó el día uno y aún no se ha detenido. Intermitentes toques de queda, prohibiciones de entrada y salida a la ciudad y los aviones militares cortando las nubes a diario.

Allí, el 15 de agosto de 1984, se produjo –a la par que en Siirt– la primera ofensiva de la guerrilla. En el segundo, a escasos metros de la frontera con Kurdistán sur, el PKK realizó su mayor ataque tras la ruptura del proceso de diálogo: 16 o 31 soldados muertos, según los datos vengan del Estado o los kurdos.

¿Cómo se podría calmar la situación? «Para empezar, Erdogan tiene que parar las acciones policiales. El PKK solo usa el 10% de su potencial porque está a la defensiva. Luego, volver a hablar con Öçalan», sintetiza Dara. «Ahora mismo no es posible una solución, es demasiado tarde. Primero tienen que liberar a Öçalan y a los políticos kurdos arrestados. Luego tendrán que darnos nuestra autonomía. Esas son las condiciones que podríamos aceptar. Pero lo que queremos es tener nuestro país, algo que podría ocurrir si no negocian la autonomía», considera Sabri, un afable joven de 25 años.

La autodefensa

«En Kurdistán norte hay una ley turca no escrita: si quieres vivir como una persona libre te van a apalear». En esta región es común escuchar los sonidos desprendidos por la maderas cuando chocan bruscamente con las piedras. Una de las tradiciones locales es apalear los granos de trigo. Para Sabri, la pala es el Estado y el trigo el pueblo kurdo. «Somos más, ellos más fuertes, pero algún día la pala se desgastará», augura en su local, cercano al barrio Cumhuriyet, uno de los tres en donde las fuerzas turcas no pueden acceder desde que se declaró la autonomía democrática.

En las destartaladas calles de Cumhuriyet el crujir del trigo ha dado paso al runrún de las balas, el sonido seco de los francotiradores, el eco de las sirenas. A veces todo enmudece, o surgen desesperados gritos de las madres que pierden a un hijo.

El último fue Ali Karal, de 16 años. «Fue asesinado. El pueblo intentó llevarle al hospital pero las fuerzas de seguridad no lo permitieron. Cuando llegó era demasiado tarde y el doctor no pudo salvar su vida», relata Dara con un tono crispado. HRW ha denunciado la obstrucción a la atención sanitaria en Kurdistán norte y el temor de los ciudadanos a acudir a los hospitales. «Es peligroso porque te pueden acusar de ser del PKK», confirma Sabri.

Madres de la paz

A sus 28 años, Dara ha visto demasiados jóvenes kurdos inertes, lánguidos por las heridas, muertos por las balas turcas. Besno habrá visto aún más en sus seis décadas. Entre sus manos yació su hijo, el que fue guerrillero y ahora es mártir. «La guerra es un error que ya conocemos, por eso tiene que volver la paz», repite.

Ella es una de las «madres de la paz», un movimiento prokurdo de madres que recorren ciudades de Anatolia para detener la escabechina bélica. «Tengo un sobrino en el servicio militar obligatorio, ¿cree alguien que será capaz de matar a sus hermanos? (…) Erdogan dice que es musulmán, entonces, ¿por qué está matando a nuestros hijos?», se pregunta con una tierna sonrisa mientras discute con otras madres kurdas.

Besno lleva el velo blanco que tradicionalmente utilizaban las mujeres casadas. Hoy algunas optan por el color lila, o por la variedad de alegres tonos que caracterizan al pueblo kurdo. Sabri es de piel tostada y ojos claros. Tiene cuatro hermanos, una cifra inferior a la costumbre kurda, en donde era normal concebir una decena de vástagos. Hoy, el desarrollo educativo está creando un Kurdistán mixto, cambiante, en donde lo único estable es la guerra, que ahí sigue.

Las edades de los hermanos de Sabri –22, 20, 16 y 14 años– comprenden el abanico de quienes conforman el Movimiento de la Juventud Revolucionaria y Patriota (YDG-H), las milicias urbanas kurdas que defienden los autogobiernos en Kurdistán norte. Dice que ninguno de ellos lucha en las calles de Yüksekova, aunque reconoce que la autodefensa es a veces la única alternativa. «Las armas son nuestra última opción, pero a veces hay que tomar decisiones que no nos gustan. Yo soy pacífico, pero es obligatorio luchar por nuestros derechos», reitera mientras varios compañeros de trabajo se unen a la conversación.

Estas milicias urbanas suponen una evolución en la táctica del PKK. Durante los años 80 y 90, el movimiento kurdo marxista se levantó principalmente en las áreas rurales. Muchos de los campesinos desplazados se asentaron en las ciudades que hoy son el núcleo de la resistencia. Sus hijos, que vivieron u oyeron los traumas familiares, conforman el músculo que ahora desquicia al Estado turco. De los diez barrios de Yüksekova, el YDG-H controla tres: Orman, Kisla y Cumhuriyet.

Francotiradores

Una lona de plástico marca el inicio del territorio controlado por el pueblo en Cumhuriyet. El tanque de un camión cisterna es la primera barrera. Detrás, los sacos de tierra, los ladrillos apilados, las zanjas, los barriles llenos de material combustible, los agujeros de las balas. Parece un trampa insalvable para los militares turcos sin derramar ríos de sangre. Por eso utilizan los francotiradores.

En Silopi, otra de las plazas calientes en Kurdistán norte, los miembros del YDG-H explican que el control de los distritos no sería posible sin el apoyo incondicional del pueblo. Durante el día, los militantes descansan mientras el pueblo avisa de las improbables incursiones de los militares. Cuando la noche llega, algunos ciudadanos ayudan a reforzar las barreras mientras el YDG-H se expande por los barrios aún sin liberar o ataca a los militares. Así, calle a calle, con el apoyo del pueblo, amplían sus dominios.

«Cuando la noche llega todo se cierra y la gente se va a su casa. La vida se para en Kurdistán norte», lamenta Besno, quien recuerda a Naciye Teyze, una cómica actriz de publicidad turca. Decenas de áreas en Yüksekova viven desde hace dos meses bajo los toques de queda esporádicos. La ciudad también, el último hace dos semanas.

Sabri reconoce que «cuando había paz se vivía muy bien». Hoy la situación es diferente. La guerra retumba de nuevo en las montañas kurdas y los sonidos de las balas ya no cuentan historias de bodas y fiestas, de esperanza y creación. Ahora explican la muerte y la venganza, la costumbre que nadie quiere en Kurdistán.