Itziar Pequeño y Xabier Bañuelos

Haití: ¿cooperación o maldición?

«Goudou goudou». Su rítmica onomatopeya se mueve entre el temor y un irreverente atrevimiento. «Goudou goudou» es temblor y es muerte, es como las gentes haitianas se refieren al seísmo que, el 12 de enero de 2010, apagó más de 200.000 vidas. La magnitud del drama fue tal que levantó una ola de solidaridades.

Hasta las conciencias más dormidas despertaron de un sopapo y la llamada «comunidad internacional» se volcó sobre uno de los países más invisibles. La ayuda de emergencia no tardó en llegar desplegándose en un abanico de cooperación, una cooperación con algunas luces… y muchas sombras.

«Eh blan!, no photo!». Ya habíamos notado miradas de desaprobación al llegar a Cabo Haitiano, lo cual nos extrañó dada la amabilidad de la que habíamos disfrutado desde que llegamos a Haití. Hasta ese momento nadie nos había increpado como ese hombre. Nos acercamos hablándole en creol, lo cual no evitó que, molesto, nos espetara: «¡no hagáis fotos!, ¡no vengáis para enseñar nuestra miseria!». Una escena parecida se repetiría en Puerto Príncipe, junto al esqueleto de la catedral, el lugar más fotografiado de país desde el terremoto. Se lo comentamos a Gabriel, un amigo haitiano que trabaja en una ONGD canadiense. Sonrió y nos dijo: «Hay gente en las ciudades que está cansada de ver blancos con cámaras en buenos coches con logotipos de organizaciones humanitarias, prometiendo una ayuda que nunca llega o que, si llega, nadie ve».

Christian Gabriel es agrónomo y conoce los problemas del campo en un país donde más del 60% de la población es rural. «No hay visión de futuro –nos explica–, ni planes de desarrollo, y la cooperación de las instituciones internacionales es paternalista, con proyectos a corto plazo que potencian las deficiencias de nuestra estructura agraria».

El arroz, base de la alimentación haitiana, es el mejor ejemplo. Hasta los años 80 el país producía el que consumía; hoy ha de importar el 82%, de Estados Unidos. Los acuerdos entre ambos gobiernos permiten la entrada del cereal norteamericano sin pagar impuestos. Penetra en el país caribeño a unos precios inferiores al de producción propia acabando, como denuncia el economista Camile Chalmers, con toda posibilidad de soberanía alimentaria, «manteniendo a 4 millones de personas de un total de 10 en situación de vulnerabilidad». Todo convenientemente maquillado a través de la USAID, la agencia norteamericana de cooperación, la misma que financia en el nordeste un proyecto de producción… de arroz, a través de una organización llamada Colectivo de Lucha contra la Exclusión Social. Paradójicamente, la cosecha no se despacha en los mercados locales, sino que se vende al Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas. La USAID es la agencia internacional de cooperación con mayor volumen de intervención en Haití.

La invasión humanitaria

La cooperación ya estaba antes de que la tierra temblara. Pero 2010 supuso un punto de inflexión. Tras el terremoto, la llegada de agencias gubernamentales, organismos internacionales y ONGD fue masiva, una suerte de invasión. Más de 5.000 organizaciones desembarcaron en sus aeropuertos y, con ellas, millones de dólares cuyo destino resulta, cuando menos, cuestionable.

Nadie niega la bondad de la solidaridad ni la necesidad de la ayuda. Como apunta François Kawas, responsable del Centro de Reflexión, Formación y Acción Social, «la intervención humanitaria internacional fue una experiencia muy importante para el pueblo haitiano. Después del terremoto todo dependía de ella: agua, comida, sanidad, transporte… todo». En su opinión, lo criticable es el modo en que se ha operado a medio y largo plazo. Las organizaciones han venido actuando sin pedir permiso, de forma descoordinada y sin atender a las necesidades reales. «El Estado haitiano no funciona –afirma Kawas–, es incapaz de prestar los servicios básicos a la población». Ante este vacío, «las organizaciones internacionales –apostilla– han tomado solas las decisiones sin tener en cuenta las opiniones y las demandas de los haitianos. Ha sido un desastre». Los datos delatan esta situación; como apunta Iolanda Fresnillo, responsable del proyecto Haití, tras los otros terremotos, el 99% de la ayuda de emergencia se canalizó a través de empresas extranjeras de contratas y ONGD internacionales; y el 84% de los fondos de reconstrucción se gestionó al margen del Estado y de las ONG haitianas.

Con todo, hemos de diferenciar a los grandes donantes, organizaciones y agencias públicas, de la acción de las pequeñas y medianas ONGD. Para Kawas estas segundas han tenido un papel positivo tanto en la gestión de la cooperación como en el fortalecimiento del tejido social haitiano. Pone como ejemplo Tèt Kole Ti Peyizan, organización campesina que se ha convertido en referente nacional y que no hubiera sido posible sin el apoyo de la solidaridad externa.

Retornos y promesas incumplidas

Otro capítulo es la intervención directa de empresas y gobiernos. «Yo era optimista –nos confiesa Kawas–, creía que íbamos a arrancar tras los 15.200 millones prometidos en la conferencia de donantes de Nueva York. Pero no hubo nada de eso. Además, los millones gastados han favorecido más a los expertos internacionales y a las compañías norteamericanas que a la población haitiana». Para Kawas, la ayuda de las grandes agencias gubernamentales y de las instituciones internacionales «es ayuda que no ayuda». Según él, este tipo de cooperación obedece a los intereses de los donantes, es una cuestión de interés político y económico, no es gratuita. Y como muestra, la construcción por parte de la USAID de plantas de producción energética en las zonas francas, como se denominan aquí a las maquilas, cuya producción va íntegramente al mercado norteamericano.

En este punto, recordemos que la deuda externa alcanza una cantidad astronómica en un país donde el 65% del presupuesto nacional está financiado por la ayuda exterior. La anunciada condonación de la deuda fue una farsa y, lejos de eso, la propia «ayuda» canalizada bajo el rubro Apoyo al Presupuesto Público, no es más que una suerte de préstamo que ha de reintegrarse sumándose a la deuda. Así, «se impide –retoma Kawas– que el Estado tenga libertad para definir políticas propias a favor de la población; son políticas impuestas por el Fondo Monetario y el Banco Mundial, dependientes de las decisiones de las potencias extranjeras como EEUU y la Comunidad Europea».

Por otro lado, la intervención en Haití fue vista como una oportunidad de negocio por muchos agentes. De hecho, según datos de la prensa francesa más del 95% de la ayuda prestada por los EEUU a Haití ha retornado a Estados Unidos a través de contratos con empresas propias, no haitianas, de sueldos a técnicos propios, de remuneraciones a cooperantes expatriados... A ello se suman aspectos que señala Fresnillo, como la centralización de la ayuda en Puerto Príncipe excluyendo al resto del país o la corrupción.

Ahondando en la dependencia

A la luz de lo dicho hasta el momento, cabe preguntarse si a las grandes potencias les interesa un Estado inestable en Haití y una sociedad que no pueda desarrollarse por sí misma. La respuesta de Kawas es afirmativa. Y nos cuenta una anécdota: «En una reunión con responsables del Dpto. de Estado en Washington, les pregunté si pensaban que existe contradicción entre un desarrollo económico de Haití que permita a su población disfrutar de sus playas, con los intereses de EEUU. Simplemente sonrieron».

EEUU tiene fuertes intereses en Haití, quizás no económicos, pero sí geoestratégicos, al encontrarse en un punto clave para el control del Caribe y de las rutas hacia Centro y Sudamérica. Pero también está Brasil como receptor de mano de obra barata o Francia y Canadá, como cazadores de talentos. Una especie de cooperación a la inversa donde, como destaca Chalmers, «son los países del Sur los que transfieren riqueza al Norte a través del mecanismo del servicio de la deuda, de la repatriación de ganancias de las transnacionales, del comercio injusto y de la fuga de cerebros. El 75% de los diplomados universitarios de Haití viven fuera del país».

Franck Seguy, profesor de Sociología en la Universidad del Estado, es igual de contundente: «La cooperación internacional –nos dice– no es que sea incapaz de reconstruir el país, es que no lo pretende. Responde a una lógica de infantilización orientada a excluir a las haitianas y a los haitianos de su propio desarrollo poniendo toda intervención en manos extranjeras». Cita por ejemplo el Plan de Acción por la Reconstrucción y el Desarrollo Nacional y el Informe Collier, que demuestran cómo muchas de las intervenciones estaban planificadas antes del terremoto; o nos recuerda la expulsión de Ricardo Seitenfus, enviado especial de la OEA, por denunciar el uso de Haití como «laboratorio de experiencias».

Según afirma Seguy, estamos pasando de un colonialismo paternalista a un neocolonialismo liberal, donde el terremoto ha servido de excusa y la cooperación de herramienta políticamente correcta para crear y ensayar un modelo generalizable de dependencia con respecto al neoliberalismo. Un goudou goudou globalizable que responda a los intereses de los poderosos.

 

80.000 personas malviviendo en casas de atrezo

La vivienda ha sido un problema secular en Haití agudizado tras el terremoto. Más de millón y medio de personas que perdieron su techo se amontonaron en campamentos improvisados expuestos a todo tipo de abusos y sin condiciones de salubridad. Según denuncia Iolanda Fesnillo, más de 500 millones de dólares fueron dilapidados en proyectos sin sentido. En un primer momento a muchas familias se les dieron unos 500 dólares para que alquilaran alojamiento. Al cabo de un año, gastado el dinero, la mayoría retornó a los campamentos. Muchos se habían establecido en terrenos particulares y en lugares céntricos de las ciudades, lo cual supuso la expulsión sin contemplaciones de sus habitantes.

La ayuda internacional implementó la construcción de habitáculos provisionales, caros y sin plan alguno de sostenibilidad, que acabaron por convertir la precariedad en permanente. Se financiaron algunos programas de construcción de viviendas de más calidad, pero con criterios de adjudicación dudosos o que, simplemente, permanecen vacías, como las promovidas por USAID en las cercanías de Caracol. Incluso se han llevado a cabo actuaciones tan surrealistas como pintar de colores el inestable barrio de Jalousie, sin agua, luz, asfalto ni saneamiento, situado peligrosamente sobre una ladera pero a la vista de los hoteles de lujo de Petionville.

En total apenas se dio salida a una pequeña parte de la población; la gran masa tuvo que autoexiliarse del centro, bien a los bidonville, las favelas haitianas, o bien a crear nuevos asentamientos como Canaan o Jerusalem, en Kwa de Bouket, a las afueras de Puerto Príncipe, donde la gente vive hacinada sin los servicios básicos. Seis años después, más de 80.000 personas siguen malviviendo en campamentos.G.A.