Iñaki Egaña
Historiador
GAURKOA

La trinidad de ETA

España se prestaba a los fastos de 1992, supuesto quinto centenario del «descubrimiento» de América (cuántas referencias a los genocidios en la historia de España), con una sarta de actividades de todo tipo. Entre ellas, la Sociedad Estatal Expo 92 y el Tren de Alta Velocidad financiaban la obra “El viaje infinito de Sancho Panza”, dirigida por Gustavo Pérez Puig y escrita, con referencias al Quijote de Cervantes, por Alfonso Sastre.

Pérez Puig era un simpático director de teatro, que murió hace unos pocos años, con 81. En televisión había hecho de todo, desde dirigir a Concha Velasco, hasta programas concurso, de esos como “La unión hace la fuerza”. Un currículo excepcional. Sastre, sin embargo, al margen de una trayectoria impecable, era un enfant terrible, un mago de las letras, barroco pero amable, denostado por la inteligencia española.

La obra se estrenó en Donostia, con «asistencia de numerosos simpatizantes de Herri Batasuna», escribía “El País”. Alfonso Sastre era y sigue siendo rojo, maligno con rabo por haber renegado de su Madriz natal, con z de zafio, y asentarse en Hondarribia.

Por si las moscas, el diario «independiente» acotaba con detalle: «El autor no puede evitar recordar al espectador sus afinidades políticas y su vinculación al Movimiento de Liberación Nacional Vasco (MLNV). Alfonso Sastre está casado con la senadora de Herri Batasuna Eva Forest».

Nada de eso aparecía, sin embargo, en el folleto explicativo de la obra. Fue una interpretación de la periodista que alertaba al lector de los peligros de las letras. Ya sabemos, desde que Franco era sargento allá en las colonias africanas donde rebanaba pescuezos de rifeños, que a los lectores españoles no hay que darles la noticia, sino su interpretación. Porque, bien lo supo la Inquisición, las caras de Satanás son numerosas. Muy difíciles de destapar.

La crónica del estreno aparecida en “El País”, firmada por Aurora Intxausti, fue demencial. Fruto de esa paranoia que desata todo lo vasco en Madriz. El «debe de ser vizcaino, pero por si acaso, eskerrik asko» del actor fue traducido por la periodista por un «presoak kalera». Hay un trecho, pero ya se sabe que el euskara es rabiosamente enmarañado, confuso. Separatista per se.

Y la frase de la Trinidad de Gaeta, explicada por Sancho Panza, se convirtió para regocijo de centenares de miles de lectores hispanos y sorpresa de quienes asistieron en directo a la representación, en la “Trinidad de ETA”, a saber, Pakito Garmendia, Txelis Álvarez y Joseba Arregi, detenidos pocos meses antes en Bidarte, la dirección de ETA. Alfonso Sastre los reivindicaba según el delirio de la Intxausti. Aunque fuera una gigantesca mentira.

Escándalo monumental, caza de brujas y los protagonistas, agredidos y vilipendiados, se tuvieron que defender ante la ristra de críticas. No fue broma. Uno es culpable de etismo, de subversivo, de separatista, mientras no demuestre lo contrario. Una cinta de la Orquesta Mondragón es la prueba final de que el Grupo MCC está detrás de los atentados del 11M en Madrid y, por extensión, ETA.

En aquella ocasión, el condimento ya estaba puesto, acusar a Alfonso Sastre y a Gustavo Pérez Puig de apologetas del terrorismo y de paso, evitar que de empresas públicas salieran aunque fuera sólo unos céntimos para apoyar un teatro independiente. Por lo visto, lo público únicamente puede financiar lo privado y bien privado, a través de contabilidades paralelas, opacas o lo que deseen.

Me ha venido a la mente la historia de Gaeta, por cierto un puerto italiano en la región de Lazio en el que nació un destacado comunista, Antonio Gramsci, a cuenta del “Alka-eta” de los titiriteros granadinos que ha puesto a toda la derechona mediática en pie de guerra. Apología del peor de los diablos, la unión del 11S y el 11M, Al Qaeda y ETA, Mahoma y Sabino Arana, Ben Laden y Txomin Iturbe.

Hay una alarma que tintinea permanentemente en las redacciones de los medios madrileños, una especie de filtro que se activa cada vez que suenan las palabras mágicas, las pronunciadas por cualquiera en cualquier punto del Universo. Un programa las computa y una serie interminable de muñecos de guiñol las saca a relucir automáticamente, en portada de diarios escritos, en debates televisivos, en espacios digitales. Decenas, cientos, miles de replicantes, de zombis, salen al parqué bursátil de la hispanidad y comienzan a zurrar a diestro y siniestro.

Las palabras clave ya las conocen. A Pérez Puig y Alfonso Sastre los crucificaron con Gaeta. A otros cuando decidieron ubicar el campo de fútbol donostiarra en Anoeta. A los titiriteros con Alkaeta. El ordenador no para de recibir señales: chuleta, vinagreta, cebolleta, brocheta, galleta, caldereta... Ya se sabe que, a fuerza de recibir palos, los separatistas, los subversivos, han logrado camuflar sus mensajes en el fondo de sus sociedades gastronómicas, de ahí la abundancia de etas.

La noticia, aunque sea falsa, se fabrica con una facilidad pasmosa en España. Las mentiras, los montajes policiales son numerosos, alentados en todos los casos por medios de comunicación que hacen el papel de enfocar el objetivo. Son decenas, cientos de versiones que sonrojarían a los pocos honestos de la profesión, como esa ligazón que «destapó» hace poco Antena 3 entre Podemos, la Venezuela de Chávez-Maduro y el suegro de un etarra.

Que sea verdad o mentira es superfluo. El objeto es encontrar un tema de confrontación donde el poder de una de las partes, medios, jueces, policías y actores políticos, es total. Ahí es donde se demuestra precisamente, la diferencia entre Estado y Gobierno, entre Estado y sus instituciones. Los buenos y los malos españoles, los bien nacidos y los malnacidos. El estado manda. Aplasta.

No hay fisuras porque la línea roja está fuera del mapa. Para Felipe González los catalanes secesionistas son simpatizantes de Hitler, paso previo a los hornos crematorios. Para su acompañante en los años de la infamia socialista, Alfonso Guerra, los recién llegados de Podemos son igualitos a los asaltantes del Congreso español, decenas de guardia civiles, que dieron el golpe de Estado en febrero de 1981. Qué importa que Múgica Herzog, su colega de partido, negociase con los militares el desenlace. La historia la escriben los canallas. A ver quién la dice mayor.

Jiménez Losantos si «llevara la lupara» dispararía a la Bencansa, a Errejón, a Rita Maestre. No sé si tendrá permiso de armas el tal Losantos, especialmente para acarrear una escopeta recortada, pero disparar lo hace una semana sí y la otra también. Con impunidad, porque defiende la españolidad, el bien supremo. Alfonso Ussía llamaba a la presa vasca Idoia López Riaño «putón desorejado» y a Inés del Río «homínido etarra».

Semejantes desplantes deberían servir para que fueran expulsados de una profesión que ha dejado de existir en la mayoría de medios. Por el contrario, son jaleados, animados a proseguir su caza al separatista, al migrante, al subversivo.

Imagino el escenario, apertura de puertas, besamanos al director, y el timbre para comenzar la función diaria. Previa jura de bandera con el himno sonando de un iPhone amplificado por el hilo musical de la redacción. A ver quién saca a relucir la mayor barbaridad, a ver quién es capaz, con tantos datos que van llegando a la redacción por las líneas ópticas desde Zarzuela, Moncloa, el Paseo de la Pereda o directamente por Mortadelo y Filemón, correveidiles de los secretos mejor guardados.

Para, de inmediato, saltar al escenario y decir la undécima majadería. Que han descubierto a ETA en el diccionario griego y, en consecuencia, pedir el procesamiento de Alexis Tsipras, el primero. Que secuestren los discos de Nana Mouskouri y, sobre todo, que llamen a declarar al pivot Bourousis, estrella del Laboral Kutxa-Baskonia, probablemente el nexo de unión que faltaba para descubrir la conexión etarra.