Pablo L. Orosa
Vientián-Phonsavan

LAOS, LA REPRESIÓN SILENCIOSA

Sólo la desaparición en diciembre de 2012 del activista Sombath Somphone alertó a la comunidad internacional de la realidad tras las promesas de desarrollo en Laos: una atroz represión que tiene a la minoría Hmong y a los defensores de los derechos humanos como víctimas de un drama silencioso. Nadie en el país asiático se atreve a alzar la voz contra los abusos del Ejército.

Las noches de diciembre en Vientián, la capital de Laos, son agradables. La temperatura baja por fin de los veinte grados y las estrellas iluminan la ribera del Mekong. Las familias salen a comer. Las calles huelen a carne y a lima. A laap y a mok pa. El 15 de diciembre de 2012, Sombath Somphone, el más popular de los activistas del país, el hombre que se levantó frente a las expropiaciones forzosas y los grandes proyectos mineros y forestales, nunca llegó a cenar. Desapareció en un control policial. Nadie lo ha vuelto a ver desde entonces.

El Gobierno del Partido Popular Revolucionario de Laos (PPRL), heredero del Pathet Lao que gobierna el país desde 1975, atribuyó su desaparición a un «conflicto personal o de negocios». Fue su respuesta ante las preguntas de la ONU, alertada por la presión diplomática y las denuncias de Amnistía Internacional.

Su caso se ha convertido en un incordio para un gobierno acostumbrado a controlar el país en silencio. Nada de lo que ocurre allí trasciende sin su consentimiento, recuerda el activista vietnamita Phan Chi Dung. El mundo apenas conoce lo que sucede en el interior de la República, una de las más pobres de Asia. En octubre 1999, una decena de activistas fueron encarcelados por organizar protestas pacíficas para reclamar reformas democráticas y justicia social. Quince años después, los que no han fallecido, continúan en prisión. Todos los que se atrevieron a demandar su libertad fueron también perseguidos. «El arresto y encarcelamiento de disidentes en Laos continúa siendo muy problemático. El Gobierno debería liberar tanto a los estudiantes que llevan 15 en prisión como a Sombath Somphone», afirma Philip Smith, director del Center for Public Policy Analysis (CPPA).

La pelea de Sombath Somphone

El objetivo es que «las grandes aldeas de zonas rurales se conviertan en pequeñas ciudades». Con este sencillo ejemplo, el mandatario Choummaly Sayasone resumió el pasado mes de mayo el ideario político-económico con el que Laos espera salir de la pobreza en el horizonte 2020. El plan pasa por explotar los ingentes recursos naturales del país asiático, tanto mineros como forestales, y, sobre todo, impulsar un programa de centrales hidroeléctricas en la cuenca baja del río Mekong para convertirse en la «batería» del sudeste asiático, donde se espera un crecimiento estimado de la demanda energética del 80% hasta 2035.

Sombath Somphone llevaba años luchando silenciosamente contra este modelo. De origen muy humilde, su familia tuvo que refugiarse en Tailandia durante la guerra en Indochina. En 1971 recibió una beca para estudiar en la Universidad de Hawái, donde conoció a su mujer y se licenció en agricultura y educación. A diferencia de otros compatriotas de su generación, Somphone volvió al país en 1979 y destinó sus conocimientos a mejorar la vida de sus vecinos. Durante más de tres décadas impulsó cultivos ecológicos, el reciclaje, creó pequeñas cooperativas… En 1996 fundó la ONG Padetc, cuyo trabajo se centra en las comunidades más desfavorecidas. Sin alzar la voz, Somphone ofrecía a los pequeños campesinos una salida frente a las expropiaciones forzosas y los grandes proyectos mineros y forestales. Una guerra quijotesca que le convirtió en una de las pocas voces que trascendía las fronteras de Laos. Una labor que le llevó a ser distinguido con el premio Ramon Magsaysay, pero que probablemente esté también detrás de su desaparición. Hoy es su mujer, invitada al Oslo Freedom Forum, el bautizado como “Davos” de los disidentes organizado por la Human Rights Foundation, quien mantiene viva la lucha de Sombath Somphone.

La guerra que nunca ocurrió

400 kilómetros al norte de Vientián, en Phonsavan, la capital de la Llanura de las Jarras, sólo los turistas disfrutan de una noche estrellada. Los hmong, la minoría étnica que habita esta tierra de cumbres borrascosas, hace horas que se recluyen en sus viviendas. Ni siquiera allí están a salvo de las delaciones.

Durante la época de lluvias, la carretera a Moung Cha es un barrizal intransitable que serpentea entre frondosos barrancos. Cuando el lodo se seca, sólo un camión cubre a diario la ruta entre Phonsavan y Phou Bia, en las faldas de la cordillera Annamese. «Es el territorio de los hmong donde casi nadie puede entrar. El Ejército lo vigila». Mr. Vang tiene la selva en la memoria. «Yo nací en Long Chen». El lugar más secreto del mundo desde el que la CIA organizó el atroz bombardeo de Laos, el más intenso sufrido por una población civil en la historia. Dos millones de bombas arrojadas por el Ejército norteamericano entre 1964 y 1973. Un cargamento completo cada 8 minutos, 24 horas al día, durante 9 años. Una guerra secreta para frenar el avance comunista en el patio trasero del Vietnam.

«Hoy Long Chen es una pequeña aldea cubierta por la maleza en la que sólo residen algunos campesinos», asegura Mr. Vang. Los restos de la pista son el último vestigio del pasado bélico de la ciudad secreta. En 1975, tras la caía de Saigon, la CIA abandonó Laos. El Pathet Lao se hizo con el control del país y los Hmong fueron perseguidos y exiliados. Sólo un centenar resiste todavía en las montañas de Moung Cha. El periodista navarro David Beriain ha sido uno de las pocas personas que ha logrado romper el cerco y acceder al pequeño campamento de guerrilleros Chao Fa. «Están alejados de toda fuente de comida y de agua. Son unos 150, incluidos mujeres y niños», relata el periodista, que acaba de estrenar “El Ejército perdido de la CIA” en el que repasa la historia de los «últimos del Vietnam» en su programa “Clandestino” de Discovery Max.

En Phonsavan todos los edificios son nuevos. Una retahíla de hormigón de colores superpuestos. La ciudad es nueva en sí misma. La antigua urbe renace a unos kilómetros de allí, en una ladera fértil a la que algunos granjeros comenzaron a volver en 1978. Hoy algo más de un centenar de personas habitan en la vieja Phonsavan. Hay ya un mercado central y varios cajeros automáticos. A unos minutos de allí, en el templo de Wat Piyawat, un monje pasea por los restos de la tierra sagrada, coronada por una gran estatua de un Buda hermético al que los proyectiles arrancaron su capacidad de llorar. Y también parte de un brazo. «La destrucción de Wat Piyawat es un símbolo de lo que aquí ocurrió», insiste Mr. Vang.

Cuatro décadas después de la guerra, gran parte de la sociedad Hmong ignora su pasado. «Muchos de los jóvenes han nacido en Estados Unidos y no les preocupa demasiado Laos», explica el profesor de la Universidad de Wisconsin, Ian Baird. Los que continúan en el país se han resignado a no recordar, aterrados por la cruel represión impuesta por el Pathet Lao. «El Gobierno, en coordinación con los oficiales de Hanoi y el ejército vietnamita, continúa lanzando ataques horribles contra las comunidades hmong. Usan artillería y misiles contra las aldeas hmong sospechosas de oponerse al Gobierno», asegura el director del CPPA.

Desde hace una década, el LPRP trata de asfixiar la resistencia hmong bloqueando su manutención y cualquier forma de financiación. «Utilizan la comida como arma, infligiendo una hambruna masiva entre los grupos hmong», expone Smith. Muchas mujeres y niños son violados y torturados y decenas de familias expulsadas de sus tierras en una estrategia de contrainsurgencia calcada a la que utilizada el Tatmadaw, el temido Ejército birmano, en su lucha contra las guerrillas étnicas.

Exhaustos, algunos grupos de guerrilleros han ido rindiéndose. «Entiendo a los que lo hacen. Son mi gente. El Gobierno usa todos los medios que puede para acabar con nosotros: sufrimos una hambruna severa y no hay medicinas para los heridos. Los que no pudieron soportarlo, tuvieron que abandonar», aseguraba hace unos meses a este periodista, a través de una conversación telefónica, el líder de los Chao Fa, Chong Lor, a quien todos conocen como “El Presidente”. «Yo decidí rendirme en junio de 2002 cansado de que nos envenenasen y nos masacrasen con sus armas. No teníamos con qué defendernos», afirma desde su refugio en Tailandia Soua Cheng, quien fuera comandante de un escuadrón de Chao Fa en Vang Vieng.

En las selvas, la situación de los guerrilleros sigue siendo calamitosa. No hay comida, medicinas ni apenas ropa, y el hostigamiento del Ejército se incrementa con el paso de las semanas. Sólo en mayo tres jóvenes de entre 17 y 24 años fallecieron en enfrentamientos con el ejército laosioano. En los últimos siete años, la guerrilla asegura haber sido bombardeada hasta en doce ocasiones con armas químicas, la última de ellas el 6 de setiembre de 2014. Casi treinta personas resultaron afectadas, cuatro de ellas de forma muy grave. «Utilizan un helicóptero para esparcir agentes químicos. Dan vueltas varias veces sobre la zona. Al cabo de dos días empezamos a desmayarnos, sufrimos nauseas y mareos. Todo huele a carbón», aseguraba hace unos meses Chong Lor.

Las acusaciones por el uso de armas químicas no han podido ser probadas. «Es cierto que no tenemos evidencias, pero por eso queremos que venga la comunidad internacional. Tienen que saber lo que está ocurriendo aquí». El pasado año el CPPA solicitó a la ONU que investigue los supuestos bombardeos con cloro, gas mostaza y otros agentes químicos en la zona.

Mientras, los Chao Fa resisten a duras penas, en silencio. «Pelamos por nuestra libertad». Palabra de guerrillero.