Fermin MUNARRIZ
DONOSTIA
FERNANDO LARRUQUERT

El sabio que susurraba a su país

Cansado y giratorio», como dice el poema que él mismo inspiró para las manos de su amigo Jorge Oteiza, falleció ayer en su hogar de Irun Fernando Larruquert, el artista polifacético y hombre sabio al que costaría reducir a una sola de las disciplinas que cultivó a lo largo de sus 82 años de vida.

Descendiente del caserío Urdaine, su primer contacto con el arte fue a través de su propio “aittatto”, como él gustaba nombrar, y los acordes del chelo. A los 12 años el niño “Larru” se iniciaba ya en la dirección coral, a los 13 escribía música y a los 26 fundaba el coro Alaiki, el escalón previo para crear la Coral Irunesa de Cámara en 1959 e iniciar una fecunda carrera de éxitos y galardones en el ámbito musical; entre ellos, la Medalla de Oro al Mérito Cultural (Estado francés, 1962) o el Primer Premio de Dirección Coral (Estado español, 1963). El compositor Francisco Escudero recordaba décadas más tarde aquel talante «superdotado» para la música del joven irundarra, que en su vejez seguía deleitándose con el color de los sonidos. Pero la vida abre caminos inesperados.

Había nacido otra pasión en Fernando Larruquert: el cine, un arte áspero en la época y en un país pequeño como Euskal Herria, por sus dificultades técnicas y la censura política de la dictadura. Sin haber alcanzado la treintena, en 1963 se lanza en compañía de su amigo y escultor Néstor Basterretxea a la aventura de realizar un cortometraje sobre el diseño industrial. Era “Operación H”, punto de partida para nuevos proyectos que necesitarían de una modesta empresa. Nace así la productora Frontera Films Irun, cuyo siguiente reto fue “Pelotari”, una arriesgada apuesta estética que dirigió el propio Larruquert, y “Alquezar. Retablo de pasión”, guiado también por una norma que le acompañaría el resto de sus días: «Me interesa más el lenguaje, el cómo se cuenta, que el qué se cuenta».

Esa propuesta intelectual alcanza su máxima expresión en 1968 con “Ama lur”, escrita y codirigida por ambos pero montada por el irundarra, y trabajo emblemático y de referencia en la apertura de nuevas vías de expresión y lenguaje cinematográfico en la entonces monocroma realidad vasca. La película, también por su temática –mostraba Euskal Herria a sus propias gentes y al mundo con una narrativa innovadora–, tuvo que enfrentarse a las dificultades de la época. Obra de «rojos separatistas», en palabras del régimen, nació con alguna mutilación de la censura y hasta vigilada por la Policía en su exhibición en el cine Astoria de Donostia. (La película fue rescatada, restaurada y difundida de nuevo en 2007 por la empresa EKHE, promotora de este diario).

Eran tiempos duros pero excitantes y «teníamos que hacer guerrilla cultural», recordaba años más tarde en esas fértiles conversaciones que gustaba mantener; también para escuchar, porque seguía disfrutando del aprendizaje, aunque tras el muro de ponderación se escondiera un caudal de conocimiento y sabiduría. Desde el arte, la música o la historia, a la filosofía y la teología. «Soy religiosamente ateo porque no necesito la existencia de Dios para explicarme determinadas cosas», revelaba en su modesto estudio.

En su estela quedan más de una treintena de películas en las que trabajó como director, cámara o montador, tareas que realizó en otro hito de su carrera, “Agur Everest. Namasté Chamo Longmu” (1981), sobre la gesta vasca en la cima del mundo.

Pero de nuevo la vida abre caminos inesperados y, a comienzos de la década de los noventa, el cine cedió paso a la fotografía y a la creación del estudio Lamia en Irun junto a sus dos hijos, Fernan y Aitor, que hoy siguen los pasos de su padre. Meticuloso y exigente, como en su vida personal, “Larru” desarrolló una vasta actividad también en esta disciplina, cargada de retratos memorables de la amplia nómina de artistas, músicos y poetas de Euskal Herria del último tercio del siglo XX, de la que él también formó parte. Y siempre tuvo su mano abierta para colaborar, y crear, como lo hizo en el nacimiento de GARA.

Como otros muchos coetáneos de esa generación brillante que alentó el renacimiento cultural de Euskal Herria y que ahora se apaga, Larruquert mostraba el pesimismo existencial del «optimista que piensa», y lamentaba a rabiar la colonización, el desvarío y desidia cultural de su país, y la pequeña talla de sus políticos. «Somos un pueblo muy trabajador y poco pensador», se dolía.

Con cuarenta años de amistad a las espaldas, su colega Jorge Oteiza dio forma a ese desconsuelo en el poema “Cansado y giratorio”: «Amo a mi país profundamente / me da rabia (mi país) profundamente / lo conozco profundamente / lo desconozco profundamente, le doy mi vida / profundamente le doy mi muerte».