Alberto PRADILLA

TRABAJAR CONTRA LA IMPUNIDAD DEL «GATILLO FÁCIL» EN ARGENTINA

Los murales que recuerdan a las víctimas del «gatillo fácil» son visibles en cualquier villa de Buenos Aires. Jóvenes muertos a manos de policías que, habitualmente, eluden el castigo aprovechando su autoridad y el estigma que persigue a los barrios más pobres.

Kiki Lezcano, de 17 años, salió de casa el 8 de julio de 2009 junto a su amigo Ezequiel Blanco, de 25. «No regresó jamás», explica Angélica Urquiza, su madre, desde el salón de su domicilio, decorado con una gran imagen del rostro de su hijo. Lezcano y Blanco eran dos chavales de Villa 20, en Lugano, al sur de Buenos Aires. Ambos murieron a manos de la Policía y se convirtieron en víctimas de lo que se denomina «gatillo fácil», homicidios perpetrados por agentes contra jóvenes de los arrabales de la capital argentina que suelen cerrarse sin que nadie salga imputado porque la impunidad es absoluta. La lucha de Urquiza, una mujer tenaz hasta la extenuación, ha conseguido que el principal acusado, el agente Daniel Santiago Veyga, se siente por cuarta vez ante un tribunal. Será el próximo 6 de junio, un mes antes de que se cumpla el octavo aniversario de estas muertes. Su madre confía en que esta sea la vencida y que, por fin, se reconozca lo que todo el mundo sabe, porque los agentes hasta lo grabaron en vídeo: que los dos jóvenes fueron torturados y ejecutados aquella misma noche. Además, el caso sirve para ilustrar una realidad más común de lo que las autoridades argentinas reconocen: los ajusticiamientos extrajudiciales de chavales de las barriadas que terminan en el cajón de algún juzgado sin hallar culpables, por la desidia de quien debería perseguir a los autores.

La versión oficial dice que Lezcano y Blanco estaban enganchados al «paco» (pasta base de cocaína, una droga habitual entre personas de pocos recursos por su bajo precio), que trataron de robar el coche del Policía, que llevaban un arma y que, en el momento en el que iban a utilizarla, Veyga sacó su pistola y les mató. La historia, sin embargo, hace aguas por todos lados. Y el intento de ocultar qué es lo que realmente ocurrió supuso un terrible dolor añadido para las familias. Como recuerda Urquiza, los primeros días fueron de angustia. Montaron batidas y manifestaciones, colocaron cientos de carteles. Nadie se hizo cargo. Y, sin embargo, los dos jóvenes ya habían muerto.

«Los policías nos decían que estaba mal con las drogas, que se había juntado con una prostituta, que estaba en Puerta del Hierro (donde suelen reunirse jóvenes enganchados). Todo era mentira. Lo habían matado el primer día», relata la madre. Por si la angustia no fuese suficiente, los rumores saltaron de las comisarías al barrio. Y de ahí, sin control, a los oídos de los familiares, que seguían buscándoles. «Como mamá necesitaba saber una verdad y buscar el cuerpo de mi hijo. Lo encontré dos meses después», explica.

El cuerpo de Lezcano había sido enterrado en el cementerio de Chacarita, otro barrio de Buenos Aires, como si se tratase de una persona sin identificar. El de Blanco, por su parte, permaneció todo este tiempo en la morgue. La madre del primero, sin embargo, no se explica cómo ningún policía cayó en la cuenta de que el cadáver coincidía con la descripción del joven a quien su familia llevaba buscando desde el 9 de julio. O eso, o intentaban ocultar las pruebas de su ejecución para evitar la imputación de un compañero.

«Durante mucho tiempo no pude hacer que Veyra fuese detenido. Tres veces fue imputado y tres archivado», relata Urquiza. Hace dos años, sin embargo, su presión tuvo efecto y el policía fue imputado por doble homicidio. «No fue Angélica la que lo consiguió, sino la gente, organizándose y saliendo a la calle a difundir», argumenta.

La desaparición de su hijo fue para Angélica Urquiza el comienzo de un camino de activismo. Su centro de operaciones es «la casita de Kiki», un centro para jóvenes en la Villa 20. Como ella misma asegura, «una no hace política, pero todo es política. Hacer que un caso salga a la luz es política. Que no haya impunidad, es política». «Trabajamos mucho los casos de gatillo fácil, las causas armadas», cuenta.

Según sus cálculos podría haber unos 3.000 jóvenes víctimas de ejecuciones extrajudiciales. Crímenes perpetrados aprovechando el estigma que persigue a los chavales de las villas. En la de Lugano no es difícil encontrarse con los murales que recuerdan a los que ya no están. «Kiki, presente». «Joni, presente». «Papu, presente».