Jaime IGLESIAS
MADRID
Entrevista
ÁLEX DE LA IGLESIA
CINEASTA

«Da miedo ser previsible, me gustaría huir de todo lo que he hecho»

Nacido en Bilbo en 1965, este año cumple sus Bodas de Plata como director y lo hace por partida doble. Acaba de estrenar «El bar» y tiene en capilla «Perfectos desconocidos», que llegará a las salas en setiembre. Volcado también en su faceta como productor, tras «Pieles», de Eduardo Casanova, apadrinará el debut de Paul Urkijo con «Errementari», primer largometraje fantástico rodado íntegramente en euskara.

Álex nos recibe en las oficinas de su productora, a dos pasos de la Gran Vía madrileña. Los rigores de promoción de “El bar” y su reciente paternidad le confieren un gesto de cansancio: «Es que la niña ha tenido una noche difícil», comenta, sin perder el buen humor, mientras prepara un par de cafés. Pese a todo, como es habitual en él, se entrega con pasión a una charla donde habla de su última película, nos ofrece su visión de la sociedad actual, evoca el Bilbo de su juventud y hace balance de sus veinticinco años de carrera.

 

Usted inauguró su filmografía con un cortometraje como «Mirindas asesinas» que estaba ambientado en la clausura de un bar. Ahora, veinticinco años después, vuelve al lugar del crimen con esta nueva película.

Sí, pero no fue premeditado. Los bares tienen algo de alegórico, son como una suerte de microcosmos donde cualquiera puede encajar, desde el director de la sucursal bancaria que va allí a desayunar hasta el barrendero o el homeless para el que siempre hay una copa de aguardiente después de haber pasado la noche a la intemperie. Se admite a personajes de todo tipo que nada tienen que ver entre sí. Son escenarios muy inspiradores que han estado bastante presentes en mi vida, igual también por ser de Bilbo.

¿Por qué hace esa asociación?

Bueno porque siempre se decía que Bilbo era la ciudad de Europa con más bares por habitante ¿no? Ahora mismo no sé si sigue siendo así, pero al menos esa era la leyenda cuando yo era joven. De hecho existían locales que hoy en día serían inconcebibles como la taberna de Vicente el Serio, una tasca que estaba en la plaza de Arriquibar llena de toneles de vino donde lo único que te ponían eran txikitos, ni comida ni hostias. En lugares como ese se fue desarrollando mi juventud.

Usted siempre ha comentado el ascendente que tuvo aquel Bilbo de los 80, en el que creció, en la forja de su identidad como cineasta, pero según lo evoca parece una suerte de arcadia perdida.

Sí pero era una arcadia salvaje, una ciudad negra, llena de humo, donde cada seis o siete días tenía lugar lo que se conocía como la colada, que teñía de rojo el horizonte sobre la margen izquierda. Una ciudad donde todos los fines de semana había una manifestación y donde para ir a Deusto tenías que sortear una lluvia de tornillos y pelotas de goma. Todo aquello, visto en perspectiva, tenía algo de apocalíptico y, sin embargo, y siento decirlo, a mí me resultaba muy atractivo hasta el punto de que cuando venía algún amigo de Londres a explicarnos lo que era el punk a nosotros no nos hacía ningún efecto (risas).

Esa aproximación al salvajismo como pauta de socialización está presente en toda su filmografía hasta llegar a «El bar», película donde lleva este tema al paroxismo.

Sí, bueno, no lo sé. Supongo que tanto “Acción mutante” como “El día de la bestia” y “Perdita Durango”, que fueron como mi carta de presentación, me valieron para ser etiquetado como un cineasta bastante salvaje, pero a mí esos universos me interesan tanto como los que exploré luego en títulos como “La Comunidad” o “Balada triste de trompeta” que, sinceramente, creo que se mueven en otros registros. Pero claro, esa es mi percepción, probablemente dentro de veinte años cuando yo ya esté bajo tierra llegue alguien y diga que “Balada…” o “El bar” son películas con muchas afinidades entre sí  y, a su vez, bastante próximas a “Mirindas…”. De hecho, hoy en día en las redes sociales leo muchos comentarios que dicen ‘es una película muy Álex De la Iglesia’ ante lo que me dan ganas de preguntar ‘¿y qué es lo define el estilo Álex De la Iglesia’? (risas). Me da miedo ser previsible, incluso te diré que me gustaría huir de todo lo que he hecho hasta ahora.

Pero después de veinticinco años dirigiendo es normal tener un estilo definido.

A mí, estilo es una palabra que me suena muy pretenciosa, dejémoslo en que tengo manías, eso me cuesta menos admitirlo. Y supongo que sí, que esas manías afloran en cada una de mis películas porque son parte de mí, pero no es algo intencionado. Simplemente ruedo lo que me apetece en cada momento.

¿Entre esas manías está la misantropía? En cada nueva película que rueda es un sentimiento que aparece más acentuado.

Eso es algo de lo que he tomado conciencia según me entrevistan, pues siempre me hacen notar que mis películas suelen estar protagonizadas por seres miserables que, de un modo u otro, consiguen salirse con la suya. En este sentido, “El bar” es la historia de un grupo de gente muy mezquina que ante una situación crítica, de esas que sirven para hacer caer las máscaras y que cada quien se muestre tal cual es, reaccionan de la manera más triste y patética posible, buscando salvarse a sí mismos a costa de sacrificar al resto. Me interesaba explorar esas conductas y también mostrar cómo aquellas personas aparentemente más frágiles y honestas son, en el fondo, las más duras e implacables a la hora de hacerse con el poder dentro del grupo, como sucede con el personaje que interpreta Blanca Suárez. Los más malos, en general, son aquellos que van de buenos y que bajo esa coraza se dedican a manipular al resto.

Supongo que esa visión del mundo también tiene algo que ver con la cultura del miedo en la que parece que nos hayamos instalado definitivamente.

Claro, precisamente de eso trata la película. La mejor manera de manipularnos es a través del miedo y ha llegado un momento en que parece que tengamos miedo a todo, por eso optamos por replegarnos sobre nosotros mismos, encerrarnos en casa y disparar tuits como única arma. Pero sobre todo nos dedicamos a odiar porque el miedo, inevitablemente, lleva al odio y también a la sospecha, que es el germen de todo conflicto. Cuando dos personas ambicionan un objetivo común lo que hay que hacer es negociar para alcanzarlo, logrando que dicho objetivo reporte beneficios a ambas partes. Pero en lugar de cooperar lo que hacemos es dudar de las intenciones del otro y buscar el modo de anticiparnos a él hasta lograr su aniquilación, si es preciso, con tal de disfrutar en exclusiva de las ventajas que dicho objetivo conlleva.

¿Ese replegarnos sobre nosotros mismos no viene también dictado por la exigencia de defender un personaje a ojos de los demás?

Por supuesto, es que justamente ese es el rasgo distintivo de los manipuladores porque en esta sociedad da igual como seas, lo importante es cómo te perciben los demás y eso es una carga difícil de sobrellevar porque, además, las energías que dedicas a defender ese perfil público te impiden evolucionar como persona. Hay una frase que odio que es aquella que dice ‘lo importante es ser fiel a uno mismo’ ¿Qué significa eso? ¿Qué tengo que conservar la esencia de lo que era cuando tenía diez años? Me rebelo ante la idea de permanecer inmutable.

   En cierto modo su cine es el reverso tenebroso del de John Ford ¿no? Mientras Ford confiaba en la comunidad como aquello que confiere fuerza a las personas, usted pone el énfasis en el individualismo como aquello que nos condena...

Pero eso no significa que viva instalado en el pesimismo, yo creo que siempre hay margen de mejora, pero para eso lo que tenemos que hacer es dejar a un lado nuestros egos, desprendernos del peso de la máscara que nos hemos impuesto como consecuencia de aquellas decisiones que hemos adoptado en el pasado e intentar llegar a acuerdos siempre, constantemente, aunque eso nos lleve al terreno de la contradicción ¡Da igual! Cambiar de opinión, en contra de lo que se nos quiere hacer creer, siempre es positivo, es sinónimo de crecimiento.

 

En una entrevista reciente comentaba que nunca ha tenido intención de hacer un cine social, pero que le resultaba inevitable no acercarse a ciertas realidades.

Es que cuando te metes a contar una historia en serio es muy difícil sustraerse a los argumentos que te brinda la actualidad. Por ejemplo, cuando rodamos “Mi gran noche” lo hicimos en los mismos estudios de Telemadrid donde meses antes se habían producido altercados producto del ERE que hicieron. A mí me daba miedo que tocar aquello me condujera hacia un tipo de película más política o más social, pero al mismo tiempo me apetecía abordarlo. Luego nadie se fijó en eso porque todo el mundo se quedó con la presencia de Raphael, algo que en sí mismo no dejaba de ser anecdótico. A veces pienso que da igual lo que haga, si un día me diera por hacer una película sobre una cuadrilla de obreros al estilo de las de Ken Loach seguro que encontrarían elementos para decir que es ‘muy Álex De la Iglesia’ (risas).

¿Retomar su faceta como productor tiene que ver con el deseo de tener pleno control sobre su obra?

Tiene que ver, sobre todo, con el hecho de devolver la carta. Igual que Pedro Almodóvar se la jugó conmigo cuando no era nadie, me apetece apostar por directores noveles que defienden proyectos muy radicales. Se trata de gente muy valiente que intenta hacer un tipo de cine diferente. Además el hecho de producir me permite llenar los tiempos muertos y seguir metido en esto aun cuando no estoy rodando.

«Errementari», de Paul Urkijo, ¿encaja en esa categoría de proyectos radicales?

Es un proyecto apasionante que se basa en una historia tradicional glosada por Barandiaran y que vamos a rodar en euskara. Además Paul, que ya ha trabajado conmigo, es un tipo brillante con las ideas muy muy claras. La historia es una narración de corte fantástico y diabólico ambientada en Euskadi, porque no hay lugar donde haya más presencias demoniacas que Euskal Herria. Sé de lo que hablo: yo soy la prueba de ello (risas).