Jaime IGLESIAS
MADRID
Entrevista
ROBERT GUÉDIGUIAN
CINEASTA

«Los líderes políticos actuales carecen de sentido de la Historia»

Nacido en Marsella en 1953, con «Una historia de locos» abandona sus habituales narraciones sobre el proletariado de su ciudad natal, para adentrarse en las derivas históricas del genocidio armenio tomando como base el libro «La bomba», de José Antonio Gurriarán. En Francia el filme está teniendo una segunda vida tras ser retirado de las salas prematuramente por los atentados de París de 2015.

El 30 de diciembre de 1980 el periodista José Antonio Gurriarán resultó víctima colateral de la explosión de una bomba colocada en Madrid por el Ejército Secreto para la Liberación de Armenia (ESALA). Aquella experiencia, lejos de dejarle cegado por el odio, le condujo a intentar comprender las razones de un movimiento armado cuya máxima reivindicación fue el reconocimiento del genocidio perpetrado contra el pueblo armenio por parte de Turquía.

Tomando como base aquella experiencia, Robert Guediguian ha construido un filme –estrenado el viernes– donde, confrontándose con el relato histórico, incide en una idea que está en casi todos sus filmes, la de intentar comprender a tus semejantes antes de juzgar sus acciones.

 «Una historia de locos» comienza con una cita donde se alude a que toda guerra, lejos de acabar, se perpetúa en el tiempo. ¿Esta frase resume el espíritu de la película?

Sí porque yo creo que la Historia no cabe interpretarse solo como aquella relación de hechos que aparecen glosados cronológicamente en los libros, sino que en su transmisión juega un papel muy importante la propia memoria familiar. Las heridas que deja abiertas cualquier conflicto armado no se cierran cuando las dos partes enfrentadas deciden que este finalice, sino que van abriéndose periódicamente generación tras generación. Hacen falta décadas, siglos incluso, para que el odio, el rencor, la desconfianza que se profesan unos y otros, cautericen. En el caso del conflicto del que habla la película, pienso que mientras haya un solo armenio vivo seguirá reivindicándose la necesidad de reconocer el genocidio que padeció este pueblo y Turquía, tarde o temprano, tendrá que admitirlo.

¿Fue esa necesidad de apelar a la memoria histórica lo que le llevó a arrancar la narración en 1921 con el atentado contra Mejmet Talat Pasha?

Sí, pero también me vi impelido a ello porque buena parte del público actual no conoce apenas  nada de esa historia. Así que me parecía importante no solo evocar los orígenes del genocidio sino mostrar cómo tras la I Guerra Mundial muchos jóvenes armenios resolvieron convertirse en justicieros ejecutando a sus responsables directos. La aparición del Ejército Secreto para la Liberación de Armenia en los años 70 no se entiende sin estos antecedentes.

¿Cómo trabajó el guion para ensamblar el retrato íntimo de Aram y de su familia en su relación con Gilles con el gran fresco histórico?

No fue fácil porque necesitaba permanecer fiel a la verdad histórica pero, a la vez, estaba obligado a servirme de las reglas de la ficción narrativa para darle entidad al relato, es decir, necesitaba que hubiera drama, emoción, intriga, suspense, sin que eso desvirtuase el sentido real de lo que estaba contando. Por eso opté por construir personajes que estando inspirados en figuras reales no fueran, sin embargo, una proyección exacta de las mismas.

¿Cuándo aborda una película como esta no le da miedo alejarse de su zona de confort, de esas historias sobre el proletariado marsellés y el barrio de L’Estaque que tanta fama le han dado?

No, al contrario, me sirven para probarme en otros registros y distraerme un poco, así cuando vuelvo a L’Estaque lo hago con más ganas. De hecho ahora acabo de concluir una película rodada allí con mi troupe de actores habituales que, a buen seguro, hará las delicias de mis incondicionales (risas).

De todas maneras «Una historia de locos» no está tan alejada de sus películas habituales. Como ya ocurría en «Las nieves del Kilimanjaro», esa pulsión por intentar comprender las razones del otro vuelve a estar en el centro del relato.

No se trata solo de comprender al otro sino de hacerlo antes de juzgarle. Siempre resulta interesante conocer las motivaciones, la vida y las circunstancias de todo aquel que lleva a cabo una acción que a nosotros nos parece inconcebible porque solo desde la capacidad de empatizar con nuestros semejantes podemos condenarles o absolverles en términos morales. Pasa lo mismo con la cualidad de perdonar. Son temas que llevo en el corazón y que, como tal, están presentes en mayor o menor medida en todas mis películas.

¿Y no cree que esa pérdida de la capacidad para empatizar, para articular vínculos de solidaridad, ha sido la que ha condenado a la clase obrera, la que la ha hecho perder fuerza como movimiento?

Sí, pero sobre todo lo que la ha condenado ha sido perder la conciencia de sí misma. Las modernas dinámicas capitalistas han estimulado la competitividad entre los trabajadores hasta socavar los vínculos de camaradería y las relaciones de igual a igual y eso dificulta la conformación de un frente común porque ya no existe la percepción de que haya unos objetivos compartidos. Ahora se compite hasta por las migajas, por puestos de trabajo precarios, por salarios que no son dignos de recibir ese nombre. Y es una pena.

En el filme muestra el auge que la lucha armada tuvo a finales de los 70 y a principios de los 80, cuando esta era percibida como un método de resistencia frente a los abusos de los gobiernos. Y también muestra cómo, con el paso del tiempo, muchos de esos grupos fueron perdiendo apoyo popular. ¿En esa pérdida de apoyo no hubo también algo de claudicación por parte de los más oprimidos?

Supongo que hubo algo de claudicación y también de hastío pero sobre todo hubo bastante de rechazo hacia unas acciones que, muchas veces, consiguieron los objetivos contrarios a los que perseguían. Por ejemplo, el atentado que ESALA perpetró en el aeropuerto de Orly se alejaba tanto de sus postulados iniciales de lucha que concitó el rechazo de la comunidad armenia internacional al sentir que con aquella acción corrían el riesgo de perder la batalla de la propaganda y de que muchas de sus reivindicaciones históricas podrían verse cuestionadas.

¿Pero en ese rechazo popular hacia este tipo de acciones no influyó también el miedo ante el poder tutelar del establishment?

Puede ser, pero si queremos entender la progresiva pérdida de apoyo popular que tuvieron todos esos grupos es importante considerar que el auge de la lucha armada vino dado por la desarticulación de la conciencia de clase. Fue una lucha desesperada que surgió tras constatar el agotamiento de otras formas de combate y las manifestaciones que nacen de la desesperación suelen tener un ciclo de vida muy corto. La lucha de clases ya se había perdido y fue esa pérdida la que propició la proliferación de movimientos armados.

Hoy en día, sin embargo, muchos de quienes contribuyeron a la desarticulación de la conciencia de clase apelan a ella en la búsqueda de réditos políticos. En Francia, por ejemplo, el Frente Nacional tiene su principal caladero de votos entre las huestes proletarias. ¿Eso también es producto de la desesperación?

En cierta medida sí. La crisis económica y la progresiva pérdida de derechos sociales y políticos por parte de los trabajadores ha hecho que la clase obrera, o lo que queda de ella, se sienta no solo golpeada sino absolutamente desorientada. Estamos pues ante un escenario idóneo para que cobren protagonismo aquellos que, frente a una realidad compleja, aportan soluciones simples y nada hay más simple que culpar al otro de tus problemas. Es entonces cuando emergen el racismo, la xenofobia y todos esos sentimientos que permanecen ocultos en el rincón más oscuro de nuestra conciencia. Resulta desesperante que, a estas alturas, no hayamos conseguido desprendernos todavía de esos instintos.

Quizá eso tenga algo que ver con nuestra falta de voluntad para comprender al otro, como usted mismo comentaba antes.

Es que para comprender al otro no hace falta justificar sus acciones. Yo entiendo, por ejemplo, las motivaciones que hay detrás del terrorismo islámico, entiendo que en ciertos países de Oriente Medio, y también del Magreb, haya un odio ancestral hacia todo lo que representa Occidente, hacia la explotación a la que les hemos sometido, hacia el modo en que hemos participado en la configuración de sus territorios. Todo eso lo entiendo, pero no puedo justificar que la respuesta a eso sea poner bombas indiscriminadamente.

Con todo en las altas esferas políticas cada vez es más frecuente escuchar frases como «no hay nada que entender» o «no hay nada que hablar», lo cual es una manera de negar al otro en su totalidad.

Pero eso tiene que ver con la falta de cultura de los líderes políticos actuales. En la política el matiz es muy importante y conocer la fuerza del matiz solo es posible si se posee una formación humanista, filosófica, literaria… Uno podía percibir eso en los líderes de antaño, en gente como De Gaulle o Mitterrand, con los que se podía estar o no de acuerdo, pero a los que no se podía negar una amplitud de miras que es imposible hallar en la indigencia cultural de personajes como Sarkozy o Marine Le Pen.

En su película hay una frase que pronuncia el personaje de Ariane Ascaride donde viene a negar esa máxima tan en boga hoy también entre ciertos líderes políticos que hablan de pasar página ante episodios dolorosos del pasado…

La nula formación humanista de los líderes políticos actuales les hace carecer también de sentido de la Historia, por eso se aferran a esa frase. Es imposible pasar página pero para ellos, que gestionan un país con idéntico pragmatismo al de quien gestiona una empresa, el pasado es una rémora que no sabe cómo afrontar. De ahí ese empeño absurdo por intentar borrarlo de nuestras conciencias.