gara, donostia
100 DÍAS DE LA PRESIDENCIA TRUMP

Del «America first» a «no pensaba que esto iba a ser tan difícil»

Tras una serie de reveses y renuncias respecto a sus promesas de campaña, Trump ha convergido con los republicanos. ¿Ignorancia, oportunismo o improvisación? Más bien una preocupante suma de todo ello.

Tras vencer contra pronóstico en las presidenciales, Donald Trump se estrenaba el 20 de enero con un discurso en las escaleras del Capitolio en el que incidió en la idea-fuerza que fue el eje de su campaña electoral. Había llegado la hora de «devolver el poder al pueblo americano» siguiendo la máxima de «America first» (EEUU primero).

Su discurso antiestablishment y su estreno al día siguiente en el Despacho Oval anunciando la prometida retirada de EEUU del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, por sus siglas en inglés) hacían presagiar, según muchos, una Presidencia dispuesta a socavar los cimientos del orden liberal internacional.

Ese ha sido, sin embargo y de momento, su único «envido». Cien días después, el presidente acumula una lista de fracasos legislativos y de renuncias sin parangón. Ninguna de sus iniciativas para impulsar la anunciada «revolución popular» que propugna la Alt-right estadounidense ha salido adelante.

Su viacrucis comenzó en su primera semana de mandato con el parón judicial al veto migratorio islamófobo a los ciudadanos de varios países musulmanes. Ni siquiera logró colar un segundo intento retirando el veto a Irak –«liberado» por EEUU en 2003 y convertido hoy en un Estado fallido disputado entre Irán y los yihadistas del Estado Islámico (ISIS)–.

En la misma línea, el lema proteccionista de Trump de «comprar y contratar estadounidense» ha dado más titulares que frutos. El presidente inició su legislatura amenazando a las multinacionales automovilísticas General Motors y Ford con represalias si no repatriaban sus inversiones en México y otros países. Pero la «tr(u)ampa» estribó en que la mayor parte de esas inversiones estaban ya incluidas en planes previos, lo que, con todo, le permitió presentarlos como una victoria.

 

No obstante, esta misma semana ha sido testigo por partida doble de los problemas de Trump para insistir en esa agenda. De un lado, ha renunciado a su amenaza de denunciar el Tratado de Libre Comercio con México y Canadá (NAFTA) y se ha avenido a negociarlo. El hecho de que lo hubiera denunciado habría abierto igualmente un plazo de seis meses de negociaciones, pero habría situado a Washington en una posición de fuerza.

Por otro lado, y urgido asimismo por las prisas de los «100 días», Trump presentaba su borrador para «la rebaja de impuestos más importante de la historia de EEUU», lo que supondría el desplome del impuesto a las empresas del 35 al 15%, una nueva bajada del impuesto a las grandes fortunas y el fin de cualquier atisbo de progresividad en el impuesto sobre la renta a través de una simplificación insultante de los tramos.

La medida, en la que tanto la Alt-right como los republicanos podrían converger, no termina siendo del gusto de muchos de estos últimos, que temen que supondría dejar de ingresar dos billones de dólares en diez años y, a falta de ingresos alternativos, incrementaría en siete billones la astronómica deuda pública de EEUU (tres dígitos).

A los republicanos «realistas» no les termina de convencer el argumento de la Casa Blanca de que el recorte de impuestos supondría un impulso estratosférico a la actividad económica y a la riqueza del país. Menos aún cuando ayer mismo Trump se desayunó con un crecimiento trimestral del 0,7% el más bajo en los últimos tres años. Su único consuelo, que el paro cerró marzo en el 4,5%, un nivel inédito desde el estallido de la crisis de 2008, es para más inri una tendencia atribuida a la segunda y última legislatura de su predecesor, Barack Obama,

Paradójicamente, estos escasos tres meses han sido fructíferos para la agenda tradicional republicana. Y no solo por la nominación para el Supremo del juez conservador Neil Gorsuch, lo que supone el primer hito de la Presidencia Trump y anticipa el control por parte de la derecha y para muchos años de una instancia judicial cuyas decisiones modelan y modelarán el futuro del país. El fin del veto a dos oleoductos decretado por Obama y la orden emitida ayer mismo por la Casa Blanca para nuevas prospecciones petrolíferas en Alaska y el Golfo de México premia el desprecio atávico de la derecha estadounidense respecto a la lucha contra el cambio climático.

Por contra, la imposibilidad de Trump de derogar la reforma sanitaria de la anterior Administración (Obamacare) por divergencias internas en su propia bancada denota, por mucho que se personifique en él, el cisma interno republicano, un escoramiento a la extrema derecha (Tea Party...) sin el que, precisamente, no se explica el éxito del fenómeno Trump.

El principal éxito de esa agenda republicana ha sido indudablemente el reciente realineamiento de Trump con la doc- trina y los usos diplomático-militares del Old Party.

El ataque contra una base aérea militar siria tras la imputación a Damasco de un bombardeo con gas sarín contra una localidad rebelde en Idleb ha sido interpretado como un primer aviso al régimen de Bashar al-Assad, pero lo limitado de su alcance militar evidencia que los destinatarios son otros. Ante el primero, Rusia, Trump buscaría sacudirse la presión sobre sus supuestas y manidas relaciones con Putin, que le atosiga desde su llegada al poder y que le obligó a destituir a su consejero de Seguridad Nacional, Michael Flynn. Pero la lista no acaba ahí y Corea del Norte, con su desafío balístico y nuclear, debió de seguir también con atención el lanzamiento de la bomba no nuclear más potente del arsenal estadounidense, la «madre de todas las bombas», contra objetivos del ISIS en Afganistán.

No obstante, parece que Trump no ha descartado totalmente la vía diplomática y ha ofrecido a China un «mejor acuerdo comercial» si presiona a su aliado de Pyongyang. Se aparcan las amenazas del Tesoro de EEUU de acusar a China de manipular su divisa e imponerle sanciones comerciales.

Este giro habría coincidido con una pugna en el entorno de Trump entre los sectores más pragmáticos, personificados en su hija Ivanka (la primera dama de facto) y, sobre todo en su marido y asesor presidencial, Jared Kushner; y, de otro, en los sectores alineados con esa nueva derecha, cuyo portavoz y estratega jefe de Trump, Steve Bannon, ha sido apeado del Consejo de Seguridad Nacional.

Y todo ello coincide, a su vez, con la incapacidad de Trump de mejorar la visión que de él tienen buena parte de los estadounidenses. Si ya llegó a la Casa Blanca marcado por un índice de popularidad bajísimo del 40% frente a un 55% de desaprobación –conviene recordar que el 8 de noviembre logró tres millones de votos menos que su rival, Hillary Clinton–, no ha logrado revertir la tendencia (43%-53%) tras más de tres meses en la Presidencia más telegénica del mundo. Todo un récord.

Pese a ello, la aprobación que generaba entre sus votantes está trocando en entusiasmo entre muchos que lo hicieron más por disciplina que por convicción. En este sentido, convendría dejar de manejar tópicos y exageraciones sobre las razones de la victoria electoral de Trump que han quedado matizados, cuando no simplemente desmentidos, en los análisis sosegados, distrito a distrito y voto a voto, de aquellos comicios.

En uno de ellos (“El Gran dios Trump y la clase obrera blanca”, web Sin Permiso), Mike Davis señala que solo «varios cientos de miles de votantes de Obama, blancos y de cuello azul, votaron por la visión de Trump del comercio justo y la reindustrialización, pero no los millones que usualmente se invocan».

Sin restar importancia a ese fenómeno, el profesor de la Universidad de California insiste en que «los analistas exageraron el factor populista de los trabajadores de cuello azul en la victoria de Trump mientras subestimaban el capital acumulado por el movimiento por el derecho a la vida y otras causas sociales conservadoras», y abunda en que «el milagro de la campaña del magnate (...) fue capturar la totalidad del voto de (Mitt) Romney (rival republicano de Obama en 2012)».

Este 90%-95% del electorado republicano está cada vez más encantado con el giro de Trump.

¿Quiere ello decir que estamos ante un giro definitivo? Depende. Trump es un superviviente y hará en todo momento lo que le convenga.

Igualmente, en una Presidencia marcada por el nepotismo y la improvisación, los factores a tener en cuenta son simplemente inabarcables. Y más cuando el aludido alardea de sus bandazos como un valor.

Ayer mismo, el presidente decidió celebrar sus cien días con un discurso ante la conferencia anual de la Asociación Nacional del Rifle. En ese momento, el Senado negociaba la prórroga en una semana de los presupuestos federales para evitar el cierre total de la Administración.

Trump ha reconocido más de una vez en estos meses que no pensaba que gobernar o derogar el Obamacare «fuera tan difícil». Al final va a resultar que estamos ante un ignorante. Y, como dice la sabiduría popular, no hay nada más peligroso que un tonto con una pistola. Y qué no decir de un (supuesto) desequilibrado con el botón nuclear que ha apurado 100 días, pero al que le quedan 1.300 en el poder. Eso si llegamos. Y si no se le ocurre presentarse otra vez. Y ganar.