Víctor Moreno
Profesor y escritor
GAURKOA

Masas festivas

En este mundo, como decía el torero Guerrita o El Gallo –no está muy segura la autoría de la frase–, «hay gente pa tó». Lo que ya no imaginaba era que existiese gente dedicada a justificar científicamente que los baños de multitud –como el que vemos en la plaza del Ayuntamiento de Pamplona el día 6 de julio o ese gentío de Buñol empapándose el cuerpo con jugo de tomate o de vino como hacen los de Haro–, llevaran a los individuos a un estado como si «estuvieran fuera de sí mismos, en posesión de una energía extraordinaria que los lleva a una excitación emocional colectiva».

La frase entrecomillada corresponde a la traslación del concepto de “efervescencia colectiva” que utilizara Durkheim al referirse a las ceremonias religiosas de ciertas tribus del pasado y que, ahora, algunos expertos aplican a las fiestas populares, intentando dar un betún científico a lo que no es más que una manifestación bulliciosa, la cual, gracias a la policía, se mantiene dentro de un desorden ordenado. Porque, en cuanto alguien influido por una descarga de efervescencia emocional en su neocórtex se salga de ese círculo, seguro que recibe tal samanta de palos que se le corta, no solo dicho chorro molecular, sino la respiración.

No es cuestión de ponerse tremendos, pero ninguna ciencia, ni método científico, garantiza la presencia de tal rapto colectivo. A lo sumo, se constatará la unanimidad absoluta en hacer el ganso con mayor soltura y desvergüenza que durante el resto del año. Y, para comprobarlo, no hace falta echar mano de la neurobiología. El ser humano, más que un ser para la muerte, lo es para hacer el ridículo en cuanto forma manada y lo dejan suelto.

La mayoría de esas tribus que entraban en coma ritual lo era gracias a la ingesta calculada de alucinógenos. Y, si en la actualidad alguien ve una correspondencia entre esa masa festiva y una tribu Trobiand, eso se debe a que hay gente pa tó.

Que toda la masa festiva que se encuentra en la plaza del ayuntamiento pamplonés sienta las mismas convulsiones cardíacas y que las exteriorice de forma uniforme, no tiene nada de particular. No esperábamos otro resultado. Es lo bueno que tienen estas fiestas. Permiten observar la capacidad sobresaliente del ser humano para hacer el patas sin esfuerzo. Que esto se deba a una efervescencia emocional contagiosa, nada que objetar. Pues, con toda seguridad, nadie, en su sano juicio individual, sería capaz de hacer tantas burradas en tan poco tiempo. La desinhibición es total como corresponde al abotargamiento mental de quienes, de forma coyuntural, participan en el acto.

Tampoco hay que extrañarse. Sucede lo mismo en un campo de fútbol, en una plaza de toros o en un concierto de U2. Sus participantes viven idénticas convulsiones emocionales y triste sería que no se sintieran unidos por las mismas sogas sentimentales.

Ahora bien, elevar este estremecimiento emocional «a un estar viviendo la magia de la efervescencia colectiva» (sic), es hiperbólico. No niego que exista una emoción colectiva y saltatriz, pero hablar de magia está fuera de lugar cuando se trata de justificar “científicamente” lo que ocurre en el cerebro de quienes se ven transportados al séptimo cielo. En cuanto a decir que quienes no están dentro de ese círculo sandunguero no vivirán esa sacudida interior o la mirarán con indiferencia o con estupefacción, nihil novum sub sole. Es lo que suele suceder en la mayoría de los eventos, donde hay gente pa tó y gente pa ná.

Y hasta aquí nada que objetar, porque todo es un cesto de tópicos y lugares comunes. Nos sacude la estupefacción cuando escuchamos decir que la participación en estos jumelages colectivos –Sanfermines, la fiesta del tomate en Buñol, la batalla del vino en Haro, descenso del Sella, festivales de folk y de rock, A Rapa das Bestas, en Sabucedo (Galicia)–, «incrementan el número de neuronas en el hipocampo que es el centro neurálgico del aprendizaje y la memoria, y el único en el cerebro en el que se fabrican neuronas en la edad adulta» (J. L. Trejo, El País, 6.7.2017).

Es decir, quienes no participan en dichos actos no saben lo que se pierden. Seguro que las neuronas de su hipocampo dejarán mucho que desear y, quizás, sea esa carencia la fuente maligna de algún futuro ictus cabrón o causa de los primeros estertores de Alzheimer.

Así que no queda otra que integrarse en estas relaciones sociales llamadas baños de masa, sea tirándose toneladas de tomates encima, decalitros de vino hasta apestar; en definitiva, participando en actividades grupales, cuanto más multitudinarias mejor, porque «mejoran el aprendizaje». Seguro que sí. Ahora bien. ¿Cuáles son los contenidos de este aprendizaje que se mejoran sumergiéndose en un baño de masas festivas? ¿Los lazos de unión con el resto de la humanidad? ¿El respeto mutuo? Me da que no.

Según el investigador J. L. Trejo, nos encontramos bien envueltos en esas masas, como si estuviéramos en el útero materno, porque «el cerebro de quienes participan en estos eventos libera dopamina y endocannabinoides (el cannabis natural de nuestro cuerpo), al tiempo que activa los circuitos serotoninérgicos». ¿Solo liberamos dopamina y serotonina?

Más todavía. Participar en estas masas festivas «ayuda a superar ciertos trastornos vinculados, como trastornos obsesivos-compulsivos y trastornos del pánico». Está bien saberlo. En lugar de ir al especialista para curarnos la depresión, deberíamos sumergirnos en esas masas festivas, que activan de modo milagroso los circuitos de la serotonina. Para combatir la ansiedad y el estrés nada mejor que un baño festivo en una tonelada de tomates o de vino, clarete o tinto es lo de menos. Lástima que quien lo afirma no lo sostenga basándose en su experiencia jaranera, sino en pruebas hechas con ratones en el laboratorio.

Es muy probable que los circuitos neurológicos del ser humano se activen mediante estas fiestas masivas. Malo sería que no lo hicieran. Al fin y al cabo, tales circuitos se activan hasta comiéndote un plato de habas. Pero que repercutan en la mejora de la actividad social, de la solidaridad y del respeto a la especie, está todavía por ver. Si así fuera, a los políticos profesionales, sin distinción de ideología, habría que obligarles a participar en dichas efervescencias moleculares masivas.

La verdad es que en un país como España donde abundan estas fiestas y en las que una multitud se entrega a baños de todo tipo –a los de sangre ya lo hizo en el siglo pasado–, no parece que fíe en ellos el aprendizaje de tales valores. Menos todavía, si sus protagonistas son los ingleses de Magaluf, los cuales, sin duda, funcionan con un hipocampo nacional diferente aunque ya es sabido que, cuando vuelven a su país, desaparece y se comportan como bueyes capados.

El análisis científico concluye diciendo que los seres humanos reaccionan de forma distinta ante estos baños de masas y que unos se sienten a gusto entre la muchedumbre y otros en soledad. ¿Qué quieren que les diga? Para semejante descubrimiento no hacía falta recurrir al hipocampo ni a la serotonina. Eso ya lo sabía hasta el porquero de Agamenón.