Pablo L. OROSA
Busia
VIOLENCIA SEXUAL EN PLENA GUERRA CIVIL

HUIR DE SUDÁN DEL SUR POR LA CARRETERA DE LAS VIOLACIONES

Un puente de madera separa dos horizontes que son el mismo pero resuenan distinto. A este lado de la frontera, en la cuesta que sube, se oyen suspiros y algunas risas que dibujan alivio; al otro lado del río, en la cuesta que baja, el silencio que marcan los fusiles.

Asoma una familia junto a la línea del horizonte, la que pertenece aún a Sudán del Sur; o quizá solo un grupo de personas huyendo juntas. Lo que queda de su vida, unas gallinas extenuadas, ropas raídas y un par de garrafas para el agua, cabe en una bicicleta. Lo que les han arrebatado solo lo sabe el silencio.

-¿Pero qué te hicieron?

La joven permanece callada. Mira sus uñas, pintadas de rosa, y se distrae por un momento. Después vuelve la vista hacia su hermana pequeña y niega con la cabeza.

-Me dijeron que no lo contáramos.

En una semana, el tiempo que lleva atravesar los 200 kilómetros que separan Yei de la frontera con Uganda, las dos niñas, una no alcanza los diez años, la otra los quince, han sido víctimas y testigos. De violaciones y de ejecuciones. Aunque han pasado ya varios meses, la pequeña no ha vuelto a abrir la boca. Lo que arrebata una guerra solo lo cuenta el silencio.

Cuando nació la guerra, la chica de las uñas rosas no la escuchó llegar. El eco de las pistolas se ahogaba en Juba, 150 kilómetros al norte de su casa, y el resto del país soñaba todavía con el futuro. Ese que les habían prometido dos años antes, en 2011, cuando lograron la independencia de Sudán. Pero pronto el conflicto entre los leales al presidente, Salva Kiir, de etnia dinka, y los seguidores del líder nuer Riek Machar se extendió por todos los rincones del Estado. Y empezaron los saqueos, las ejecuciones extrajudiciales. También las violaciones.

«Nueve soldados con uniforme militar del Sudan People’s Liberation Movement/Army-In Opposition, liderado por Machar, entraron a patadas a mi casa. Era enero de 2014 y la guerra ya había llegado a Bor, dos kilómetros al norte de Juba. Me di cuenta de que eran nuer por las marcas de sus rostros. Les pregunté qué estaba pasando», cuenta James en un relato recogido por Amnistía Internacional (AI). «‘¿No sabes que dinkas y nuer están luchando? ¿Que muchos nuer han sido asesinados en Juba?’, me respondieron. Me abofetearon y tiraron a mi esposa (...) Traté de luchar, pero eran muchos (...) Seis vinieron contra mí y me golpearon con la culata de sus armas hasta que caí. Me ataron en una silla (...) y desnudaron a mi esposa delante de mí. Traté de ayudarla, pero fallé (...) ‘No vamos a matarte, pero disfrutare- mos de tu esposa delante de ti’, dijeron. Les rogué, ofreciéndoles dinero o incluso mi propia vida, pero se negaron (...) se estaban riendo de mí y de mi esposa. Dos le sujetaban las manos, otros dos las piernas, mientras ella luchaba. La violaron uno por uno. Los nueve la violaron, dos veces cada uno, hasta que ella cayó inconsciente», relata.

Mientras en Juba se sucedían, infructuosas, las negociaciones de paz, el conflicto se ha ido enquistando hasta recordar lo ocurrido en Ruanda en 1994. «El problema es con los dinkas, quieren todos los trabajos para ellos, no nos dejan prosperar», sentencia Moses, de etnia kuku y 31 años, quien acaba de cruzar la línea del horizonte, ya del lado de Uganda, después de que soldados dinkas matasen a dos de sus hermanos.

Cuando huir es morir en vida

La tregua sellada en agosto de 2015 no duró ni un año. En julio de 2016, el acuerdo de paz saltó por los aires y el país entró en una espiral revanchista en la que la violencia sexual se convirtió en parte del armamento bélico. Tras violar a decenas de mujeres, entre ellas varias trabajadoras humanitarias, durante las inspecciones casa por casa en los barrios opositores de la capital, los soldados dinkas se apostaron en la carretera que une Juba y Yei: entre el 8 y el 25 de julio cometieron al menos 217 agresiones sexuales a mujeres nuer, varias de ellas retenidas como esclavas sexuales durante semanas, según la Misión de las Naciones Unidas en la República de Sudán del Sur (Unmiss).

«Nos encontramos con un grupo de siete soldados, todos ellos de la tribu dinka. Nos detuvieron, nos llevaron a los arbustos y nos ataron a los árboles. Nos tomaron una por una y nos violaron. Nos violaban frente a las demás. Una de las mujeres se negó a ser violada y los soldados la golpearon, la violaron y, después de agredirla, le cortaron la carne de sus partes íntimas con un cuchillo», cuenta una de las víctimas de aquel verano sangriento en el informe de AI.

En Yei ya no quedaba refugio. La guerra había llegado a la casa de la chica de las uñas rosas de la mano del Matiang Anyoor, un batallón del Ejército dinka responsable de buena parte de las atrocidades registradas en los últimos meses en la ciudad que han llevado a la ONU a alertar de que está en curso un «proceso de limpieza étnica»: entre julio de 2016 y enero de este año se produjeron «bombardeos indiscriminados contra civiles, asesinatos dirigidos, saqueos, incendios premeditados de propiedades civiles y violencia sexual contra mujeres y niñas, incluidas muchas que huían de esa violencia».

«Nos están matando. Se llevan hasta nuestro animales», se lamenta Moses, desesperado por ver a su mujer y sus tres hijos tras cruzar la frontera. Salieron juntos de Yei, pero él se quedó atrás cargando con las pertenencias de toda una vida: una bicicleta y dos bártulos de ropa.

Hasta aquí, hasta el otro lado del horizonte que ya es Uganda, llegan a diario más de 600 refugiados. «Hubo días –durante la primavera– con picos de hasta 4.000 personas diarias», subraya Solomon Osakan, responsable de la oficina para los refugiados en Arua. Aunque la presión migratoria se ha reducido en las últimas semanas, la de Sudán del Sur es la crisis de refugiados que más crece en el mundo. De hecho, el país africano es ya, tras Siria y Afganistán, el tercer mayor emisor de refugiados: un millón de ellos han llegado a Uganda. Para hacerlo han tenido que cruzar la carretera de las violaciones.

«Decidimos dejar Yei por la inseguridad». Era setiembre de 2016, recuerda Juan. «Nosotros y otras familias partimos con nuestras pertenencias a pie. Después de tres millas, nos encontramos con un grupo de soldados. Hablaban el idioma dinka, así que debían ser soldados del Gobierno. Nos pidieron dinero. Las mujeres que no pagaron fueron llevadas al bosque. Las oíamos gritar y llorar. A quienes tenían dinero les permitieron seguir adelante», añade.

A la chica de las uñas rosas también la interceptaron unos soldados. Se llevaron a su madre. La violaron. Se llevaron a su hermano mayor. Lo mataron. Sola, junto a su hermana pequeña, buscaron el camino a la frontera. Era una tarde de marzo cuando se cruzaron con unos aldeanos.

-«¿Cómo se va a Uganda?», preguntó.

-«Por aquí», contestó uno de ellos.

Eran las 4 de la tarde. La chica de las uñas rosas no ha podido olvidar la hora.

-«A mi hermana la llevaron a los arbustos. A mí me agarró otro hombre».

El final de la carretera de las violaciones es una cuesta abajo. Una cuesta abajo por una vereda polvorienta, cubierta de árboles frondosos que regalaban su sombra a los más exhaustos. En apenas dos horas, más de veinticinco personas han cruzado la frontera. Casi todos son mujeres y niños. «Serán más de un centenar al final del día», afirma Tom, que lleva desde primera hora anotando los nombres de los refugiados que llegan al país. Un poco más arriba, junto a un cruce, espera ya otra familia.

Los niños perdidos

El camión dispuesto por el Gobierno ugandés para trasladar las pertenencias de los refugiados hasta el centro de registro de Kuluba está listo para partir. Al fondo, por la carretera de las violaciones, se distingue el caminar cansado de una decena de personas. Dos varones empujan sus bicicletas. Un pequeño carga con un bidón de agua ya vacío. Otra mujer con un tronco de leña. El resto cargan con ropa, gallinas y bebés.

Tras algo más de media hora de trayecto por una carretera repleta de baches, los ya casi medio centenar de refugiados arriban a Kuluba. Allí ya hay varios centenares más esperando. También un plato de avena y alubias. «De mi marido hace semanas que no sé nada. Se quedó en Yuba. Yo vivía con su padre, pero está demasiado viejo para moverse. Él prefirió quedarse a morir allí. Yo solo quiero ir a un refugio para que la niña esté a salvo», explica Gladys, mientras ofrece algo de agua y unas galletas proporcionadas por Acnur a la pequeña Clya.

El último autobús hacia Impevi sale a las 13.00. El campo, el decimotercero instalado en el país, que ya ha sobrepasado su capacidad y no admite nuevas llegadas, es más bien una ciudad de niños perdidos. Niños que llegan solos. O con sus hermanos. Con suerte quizá con su madre. «Los hombres traen a sus familias hasta aquí, pero después se vuelven a Sudán del Sur a luchar», explica uno de los trabajadores de Médicos Sin Fronteras (MSF) que trabaja aquí desde la apertura del recinto. Los números le dan la razón: de los 994.642 refugiados sursudaneses acogidos por Uganda hasta el 31 de julio, el 85% son mujeres y niños. «La crisis en Sudán del Sur está resultando absolutamente devastadora para los niños. Dentro del país, más de 275.000 están gravemente desnutridos y tres cuartas partes de la población infantil está fuera del sistema educativo, ¡la mayor tasa del mundo! En medio de todo eso, más de un millón de niños han tenido que huir del país: uno de cada cinco niños ha sido obligado a dejar su casa…», lamenta el responsable regional de comunicación de Unicef, James Elder.

Tres autobuses llegan a la vez desde Kuluba. Una retahíla de cuerpos enflaquecidos es conducida al centro de salud improvisado por MSF en la entrada del campo. «La mayoría de las personas que llegan aquí son mujeres y niños. Muchos tienen traumas: han sido abusados, han presenciado asesinatos a sangre fría… Tienen miedo», concluye Loreine, una de las asistentas del nosocomio.

La chica de las uñas rosas llegó aquí en primavera. Está embarazada, como muchas de las jóvenes que atraviesan la carretera de las violaciones. «Los soldados han agredido a muchas chicas, ¡incluso a una niña de 10 años!», maldice Agnes, una de las trabajadoras de la clínica de atención a mujeres desplegada por MSF ante la avalancha de casos de violencia sexual. Entre mayo y julio han atendido ya más de 190 casos: «Llegan muy cansadas. Aquí les damos agua, galletas y tiempo para que descansen. Algunas toman un baño. Luego les damos ropa y les curamos las heridas». También las enfermedades: sífilis, clamidia, tétanos, hepatitis B. Si el embarazo aún no supera las 16 semanas, todavía pueden interrumpir la gestación.

«Lo más difícil –dice Stella– son los problemas sicológicos». Las heridas de la mente son difíciles de cicatrizar. «Muchas niñas no hablan. No nos miran a los ojos». La infancia nunca sobrevive a una guerra. Mucho menos a la carretera de las violaciones.