Pablo L. OROSA
Kisimu (Kenia)

La secesión como arma electoral en Kenia

En 2008 el mapa llegó a estar dibujado. A un lado, Central Republic of Kenya. Al otro, Peoples Republic of Kenya. Una solución, la división de Kenia en dos estados –uno para la mayoría kikuyo, otro para la alianza del resto de tribus–, que vuelve a estar sobre la mesa ante la crisis política. «Sería la última carta», apunta Shakeel Shabbir, uno de los hombres que llegó a trazar aquellas fronteras.

Las elecciones de diciembre de 2007 habían situado a Kenia ante el abismo tribal. La madrugada del 1 de enero de 2008, una treintena de personas, en su mayoría mujeres y niños de etnia kikuyo, se habían refugiado en una iglesia de la localidad de Eldoret cuando una turba de hombres kalejin prendió fuego al edificio. En las semanas posteriores, más de 1.300 personas murieron y 600.000 tuvieron que dejar sus viviendas a consecuencia de la violencia étnica. Los líderes de ambas facciones, hoy aliados en el ticket presidencial, Uhuru Kenyatta, mandamás de la mayoría kikuyu, y William Ruto, vicepresidente y caudillo de la comunidad kalejin, fueron acusados de crímenes de lesa humanidad aunque en 2014 la Corte Penal Internacional archivó el caso por falta de pruebas tras la desaparición de muchos de los testigos.

Ante el derramamiento de sangre y la incapacidad de encontrar una salida política, algunos líderes tribales propusieron dividir el país. «En aquella ocasión Ruto estaba dispuesto», señala Shakeel Shabbir, esbozando en un papel las fronteras de lo que debía ser la nueva Kenia. Desde aquel invierno sangriento, muchas cosas han cambiado.

El país cuenta con una nueva Constitución que abre la puerta al poder federal y las alianzas políticas han mudado: ahora Ruto y los kalejin son socios del presidente kikuyo. Esto obligaría a alterar las fronteras de aquel mapa, especialmente en el valle del Rift, precisa Shabbir. Pero, algunas realidades continúan inmutables en Kenia.

Una década después, el país se enfrenta al espejo de lo ocurrido en 2007. Los enfrentamientos entre los partidarios de Uhuru Kenyatta y los de Raila Odinga han causado ya un centenar de muertos y la tensión tras la decisión del Tribunal Supremo de anular los comicios de agosto por irregularidades ha alcanzando niveles nunca vistos.

«Cada vez que un presidente opta a la reelección», advierte el profesor Ekuru Aukot, padre de la actual Constitución y candidato de la alternativa Thirdway Alliance, «tenemos problemas. Si no se organizan bien las nuevas elecciones, es posible que vuelva a ocurrir lo de 2007». Ante este escenario, algunas voces de la oposición han vuelto a ondear la bandera de la secesión.

Las proclamas independentistas no son nuevas en Kenia, un país dibujado artificialmente por los británicos durante la dominación colonial. En 1998, líderes de las regiones centrales del valle del Rift encabezados por Mwai Kibaki propusieron la creación de un Estado independiente frente al régimen tiránico de Daniel Arap Moi. La elección del propio Kibaki como presidente de Kenia en 2002 apagó este movimiento, aunque el germen de la independencia nunca ha abandonado esta región de Kenia. La independencia del valle del Rift fue también el eje de la campaña que terminó aupando a William Ruto como vicepresidente en 2013.

«La retórica secesionista está siendo utilizada por algunos políticos para azuzar las emociones de sus votantes», subraya el activista Daniel Wesangula. Aunque en la calle el desempleo, la precariedad laboral o la subida de la cesta de la compra son la principal preocupación de la población, en determinados círculos, en las élites económicas y universitarias, y también en las barriadas más pobres, son cada vez más las voces que creen que la convivencia pacífica entre los kikuyo y las demás tribus es una utopía.

Los tratados internacionales suscritos por Kenia y sus propias disposiciones constitucionales abren la puerta al derecho de autodeterminación: basta con reunir un millón de firmas y el apoyo de 24 de los 47 condados para iniciar el proceso. Una mayoría simple en un referéndum con la participación de al menos el 20% de los votantes registrados en estos 24 condados permitiría proclamar la independencia.

No obstante, un proceso secesionista iría en contra del anhelo real de Odinga: igualar la batalla dinástica y ser el presidente de Kenia. Por ello, apunta el comentarista político Hezron Ochiel, la «retórica de la independencia» solo pretende «disuadir» al Gobierno del Jubilee «de cualquier manipulación».

Consecuencias regionales

Convertido en el motor económico regional y en un factor estabilizador en el cuerno de África, Occidente rehuye de cualquier cambio en el statu quo keniata. Las delegaciones internacionales temen lo que podría ocurrir si el país se fragmenta: la descomposición tribal. «Kenia se convertiría en Somalia», resume Shakeel Shabbir, aludiendo a las tensiones entre clanes y señores de la guerra que han descompuesto al país desde la caída del dictador Siad Barre en 1991.

En este escenario, las tensiones fronterizas dejarían Kenia en una situación de debilidad. Uganda podría reclamar el otro lado del lago Victoria y Tanzania hacer lo propio con los antiguos dominios del sultanato en la costa de Mombassa. En esta región, marginada por los gobiernos kikuyos desde la independencia del país, el Mombasa Republican Council lleva desde 2008 reclamando la autodeterminación bajo el lema «Pwani Si Kenya» (la costa no es parte de Kenia). Es en el norte, en la frontera con Somalia, donde está sin embargo la gran amenaza. La rebelión shifta fue aplastada en la década de los 60, pero la marginalización a la que han sido sometida esta región habitada por una mayoría somalí no ha hecho más que alimentar la desafección hacia el Gobierno central y alimentar el discurso de los radicales. Si se produce la secesión, alerta Shakeel Shabbir, «los somalíes también tomarían su parte». Un horizonte demasiado inestable para que Odinga se decida a conquistarlo. Al menos por ahora.