Joseba UGARTE
Análisis | Tercer aniversario de la muerte de Gadafi

«Con (tra) Gadafi vivíamos mejor»

El autor rememora el tercer aniversario del salvaje linchamiento del líder libio Muamar al-Gadafi y hace un repaso crítico tanto de la crítica situación actual que sufre el país como de los análisis que la utilizan para justificar la añoranza por el viejo régimen. Las revueltas árabes, entre ellas la de Libia, han dejado un poso de nostalgia que no se corresponde con la realidad. Es como el viejo adagio de que con, o contra, Franco vivíamos mejor. Sin querer comparar, vade retro, a gadafistas con el dictador español. La mayoría del pueblo libio asiste, y sufre, a una situación de desamparo total bajo el poder de las distintas milicias y sectores. La situación es tan grave que recuerda al Afganistán posterior a la retirada soviética, cuando los distintos señores de la guerra se enzarzaron en una guerra a muerte por el poder.

20 de octubre de 2011. Tal día como hoy, el Hermano Líder y Guía de la Revolución Libia, Muamar al-Gadafi, era linchado públicamente por una turba de rebeldes. La versión oficial asegura que fue capturado junto a varios de sus guardaespaldas cuando se escondía en el interior de una tubería tras haber resultado herido en un ataque aéreo a su columna cuando intentaba huir de Sirte, su ciudad natal.

Los testimonios recogidos aquel día confirmaban que Gadafi fue descubierto y atacado por bombarderos franceses, que se lo ofrecieron en bandeja a los rebeldes.

Gadafi, derrocado en agosto de aquel año por una campaña de bombardeos liderados por EEUU y el Estado francés, fue sodomizado públicamente y torturado hasta la muerte. De nada sirvieron sus peticiones de clemencia. Similar destino al de su cuarto hijo, Mutassim, capturado en la misma ciudad. Los cadáveres de ambos fueron expuestos al público durante cuatro días en una muestra de crueldad que no presagiaba nada bueno para el futuro de Libia.

Y los peores pronósticos se han cumplido. Libia es escenario de varias guerras cruzadas que lo han convertido en un Estado fallido. Su producción petrolera, antaño la joya de la corona de la era Gadafi, sigue bajo mínimos.

De nada sirvieron las advertencias de los países africanos, cuya propuesta de posibilitar un traspaso ordenado del poder en Libia fue desoída por unas potencias occidentales, lideradas por París, Londres y Washington, que aprovecharon de forma torticera la resolución 1.973 del Consejo de Seguridad de la ONU que estipulaba la creación de una zona de exclusión aérea para apoyar con cobertura aérea el avance de las milicias rebeldes. Lo que oficialmente se presentó como un seguro para evitar que la aviación de Gadafi bombardeara a los rebeldes -lo que explicó la abstención de Rusia y China- se convirtió en un permiso para que la OTAN derrocara al régimen a bombazos.

¿Qué movió a las potencias occidentales a optar por la solución final, tanto para el régimen libio como para su líder? De un lado, aprovecharon la revuelta libia, iniciada en Bengasi y secundada en Misrata (noreste del país) para hacer olvidar sus titubeos -en algunos casos oposición manifiesta- contra las revueltas que habían triunfado en Túnez y en Egipto.

En segundo lugar, el castigo debía ser expeditivo y Gadafi convenía más muerto que vivo, no fuera a irse de la lengua y recordar las excelentes relaciones que cosechó durante sus últimos años en el poder con todas las cancillerías occidentales. Unas buenas relaciones que iban parejas con la creciente megalomanía de un líder que surgió como la esperanza de Libia y como el paladín de África pero que acabó engullido tanto por su propio ego como por las sucesivas traiciones a sus principios. Y con cuya muerte el presidente francés, Nicolas Sarkozy, silenciaba al principal testigo de cargo de la financiación electoral de su partido, la UMP, por el propio petróleo de Gadafi. Sabía demasiado.

Finalmente, las potencias occidentales buscaron con su protagonismo militar en Libia influir y condicionar el futuro del país. Su objetivo era controlar la revuelta y constituir un Gobierno títere que primara los intereses de sus compañías a la hora de explotar el refinadísimo y caro petróleo libio.

Occidente no logró finalmente su objetivo . El derrocamiento-ajusticiamiento de Gadafi ha dejado como consecuencia no solo un Estado fallido y un escenario de guerra entre las distintas milicias rebeldes sino que no ha logrado ninguno de los objetivos que se marcaron las potencias agresoras. Al punto de que, a día de hoy, el que había sido anteriormente postulado como heredero del ajusticiado líder libio, su hijo mayor Seif al-Islam, sigue sin ser entregado por sus captores -la milicia de Zintan- al Tribunal Penal Internacional de La Haya.

Eso no quiere decir que las potencias occidentales no estén maniobrando para intentar enderezar el rumbo.

Cuatro son los principales actores de la guerra civil, mejor dicho de las guerras cruzadas que asolan al país.

Por un lado, la milicia de Misrata es el grupo mejor organizado y armado del país. Revestida con la aureola de la resistencia de esta ciudad ante la ofensiva gadafista de mediados de 2011, defiende los intereses de la sección libia de los Hermanos Musulmanes. Su objetivo sería la creación de una república islámica.

En segundo lugar, el movimiento yihadista Anshar al-Sharia, que en julio de este año conquistó la ciudad de Bengasi y declaró un emirato islámico en la capital del este del país y germen de la revuelta. Anshar al-Sharia es considerado responsable del asalto contra el consu- lado de Estados Unidos en Trípoli el 11 de setiembre de 2012 y que se saldó con la muerte, entre otros, del embajador Christopher Stevens.

El tercer actor de este drama es el, en su día gadafista y luego desertor, general Jalifa Haftar, quien cuenta con el apoyo de lo que queda del Ejército libio y de milicias en su día rebeldes como la de Zintan, principal rival de sus antiguos aliados de Misrata, y de grupos armados de matones como Al-Qaqaa y Al-Sauaiq.

Haftar, quien se exilió a EEUU tras ser responsabilizado del fracaso del Ejército libio en la guerra del Chad (1978-1987), fue cooptado por la CIA y es, sin duda, el hombre en el que Occidente ha puesto los ojos para tomar el control del país.

Actualmente, las milicias de Misrata se han hecho con el control de Trípoli, tanto del Gobierno como del aeropuerto tras expulsar a las milicias de Zintan, que tratan de resistir la ofensiva militar de los Hermanos Musulmanes, bautizada como el Amanecer de Libia, hacia el sur de la capital y cerca de su propio feudo.

Derrotados sus aliados en Trípoli, el general Haftar ha lanzado una nueva ofensiva sobre Bengasi que parece nuevamente condenada al fracaso. Y es que Anshar al-Sharia ha logrado una alianza con otros grupos islamistas no yihadistas de Bengasi que defienden la secesión del este del país reagrupados en el Consejo de la Shura de los Revolucionarios de Bengasi, y que cuenta entre sus filas a la influyente Brigada del 17 de febrero, de obediencia islamista.

Este macabro juego de alianzas y contraalianzas tiene su correlato en la esfera política, dominada por el conflicto entre los sectores islamistas y los dirigentes «laicos» que aspiran a instaurar un régimen liberal que pueda ser homologado por Occidente. Los islamistas, liderados por los Hermanos Musulmanes, eran mayoritarios en el Consejo Nacional de Transición, elegido en las primeras elecciones tras la revuelta. Esta suerte de Cámara Constituyente sufrió constantes hostigamientos por parte de los sectores liberales, que provocaron su desmantelamiento y el establecimiento de un nuevo Parlamento más afín a sus intereses tras las elecciones de junio de este año.

Guerras y luchas políticas se solapan y actualmente hay tres gobiernos en Libia. Los islamistas mandan en Trípoli, mientras el Ejecutivo de Transición nombrado tras los comicios de junio ha tenido que refugiarse en Tobruk, en la frontera con Egipto y bajo la tutela del nuevo faraón y azote del islamismo político Abdelfatah al-Sissi. No extraña, por tanto, que este Gobierno «en el exilio» haya pasado a alinearse con el general Haftar, quien sueña con emular en Libia al mariscal egipcio, azote de todo lo que huela a islamismo político.

Pero hay un cuarto actor, del que nadie habla. Se trata de la mayoría del pueblo libio, que asiste, y sufre, a una situación de desamparo total bajo el poder de las distintas milicias y sectores. La situación es tan grave que recuerda al Afganistán posterior a la retirada soviética, cuando los distintos señores de la guerra se enzarzaron en una guerra a muerte por el control del poder.

Ante semejante situación sería hasta comprensible la nostalgia por el derrocado régimen gadafista. Pero nada apunta a ello, de momento y pese a algunos cantos de sirena del antimperialismo occidental que se abonan a la manida tesis de que «con Gadafi vivíamos mejor». Todo un consuelo para los que enarbolan la revolución a distancia desde sus cómodas butacas pero no sufren nunca las consecuencias de sus «sesudos» cálculos geopolíticos y que, en el caso de Libia, olvidan precisamente la responsabilidad del sistema instaurado por Gadafi (el Estado de las Masas o Jamahiriya) en la desestructuración social y política del país. El propio líder libio lo sabía perfectamente y ya advirtió de que su derrocamiento acabaría con el frágil equilibrio tribal y confesional en el que basó su poder. El problema aquí reside en sustanciar la responsabilidad tanto del que abre la Caja de Pandora como del que se dedica previamente a llenarla para que estalle ante su ausencia.

Ello no obsta para que muchos libios puedan llegar a la legítima conclusión de que «contra Gadafi vivíamos mejor» y apuesten finalmente por una solución de compromiso al estilo de la que ha triunfado en el vecino Egipto. El problema es que, como ha ocurrido entre Al-Sissi y su derrocado antecesor Mubarak, el beneficiario de esta salida de la crisis podría acabar haciendo bueno a Gadafi.