Ramón Zallo
Catedrático de Comunicación de la UPV-EHU

Cultura, internet y TTIP

Hay preocupación con las opacas negociaciones entre la UE y EEUU en relación a la Asociación Transatlántica sobre Comercio e Inversión (TTIP en inglés). Aunque el proyecto de acuerdo también trata sobre el desmantelamiento de algunos aranceles, su contenido preferente reza al fondo sobre intangibles de gran importancia.

La seguridad alimentaria; la desregulación de la competencia; la soberanía popular, legislativa y de los sistemas nacionales de justicia frente a tribunales internacionales de arbitraje; los derechos de los internautas; o los derechos nacionales para velar por el interés general mediante políticas públicas.

La naturaleza del acuerdo –una entente desreguladora facilitada por las instituciones públicas negociadoras en beneficio de multinacionales de uno y otro lado del Atlántico de modo que extiendan sus dominios más allá de sus mercados tradicionales (Taibo 2016)– augura beneficios para pocos y perjuicios para las inmensas mayorías. «Desigualdad disfrazada de libre comercio», nos dice Ekaitz Cancela (2015).

Comercio electrónico, vigilancia y derechos de los internautas: en el borrador conocido de TTIP hay varios aspectos que afectan a la cultura y al derecho a la comunicación y que se suelen visualizar poco a pesar de su importancia: la extensión de los derechos digitales, los servicios audiovisuales y musicales, la propiedad intelectual, el sector editorial, los derechos de acceso de los internautas, las políticas culturales, la protección de datos o, en general, los monopolios en la red en la que hay hegemonía norteamericana.

El TTIP pretende el abordaje de estos planos como un capítulo más de comercio electrónico. Y, sin embargo, en el alcance de los derechos digitales se juegan temas sensibles como la diversidad del audiovisual, la protección del almacenamiento y, sobre todo, la transferencia de datos personales tan permisiva en EEUU, la privacidad, las obligaciones de los proveedores de servicios o el bloqueo o no de contenidos por razones de copyright. Sus efectos serían la restricción del acceso al conocimiento y un obstáculo añadido a la innovación.

Dada la primacía de la red en los intercambios culturales y comunicacionales y tras el fracaso en 2012 de ACTA –Acuerdo comercial anti-falsificación y penalizador de descargas en Internet– en el Parlamento Europeo, el TTIP aparece como una nueva oportunidad, por elevación, para volver a plantear la misma problemática e incluso más allá, lo que significaría un grave retroceso en lo relativo a derechos de los internautas.

La protección preferente de los derechos de propiedad intelectual de las transnacionales productoras y distribuidoras de contenidos en internet incluiría que los proveedores de internet puedan entregar datos a gobiernos y transnacionales vulnerándose los derechos de la ciudadanía internauta y facilitando la vigilancia individualizada.

La «neutralidad de red», que significa que no hay prioridades ni restricciones por razón de contenidos, sitios, plataformas, agentes o pagos y es el fundamento de internet y del acceso online, está en peligro. Hace tiempo que comenzó su «cepillado» mediante limitaciones de ancho de banda, inversiones en infraestructuras por debajo de las necesarias, intervención de los proveedores de servicios en el tráfico, acuerdos entre proveedores y plataformas online para dar prioridades si media pago, la discriminación de precios, el acceso canalizado a servicios predeterminados... La propia UE empieza a introducir excepciones en caso de congestión o ciber-ataques. El TTIP animaría a profundizar en esa dirección.

Aunque sea un tema lateral tómese nota de la interesada obsesión estadounidense por extender los derechos de propiedad intelectual sobre lo que ya estaba protegido por las patentes industriales. Ello alcanza a las patentes farmacéuticas lo que dificultaría, por ejemplo, el desarrollo de medicamentos genéricos, con sus efectos en los precios, las economías domésticas y el gasto público sanitario. Añádase las patentes sobre códigos genéticos en detrimento de la soberanía alimentaria o de la reproducción de la vida. O sea el tratado no estaría pensado para mejorar la economía sino, en muchos conceptos, para cerrar el cerco de las grandes marcas en clave oligopólica sobre más campos.

La excepción audiovisual europea: por de pronto, Amazon, Netflix, Apple o Google, pretenden que no se aplique la «excepción audiovisual» a los servicios audiovisuales on line (Badillo 2014) que son una parte exponencialmente creciente de los intercambios audiovisuales. Si ya esos intercambios han sido muy desiguales en los formatos analógicos y que justificaron aquella excepción en aras a la diversidad en el mundo, ahora hay presión para que el audiovisual, el multimedia, videojuegos, música y todo tipo de descargas sean concebidos como servicios indistintos de las redes acaparadas por empresas de telecomunicaciones, buscadores, plataformas de servicios, grandes productoras de contenidos y servidores.

De ahí a que se disuelva el concepto de cultura y a que ésta se gestione solo desde el mercado, como un ítem más, solo hay un paso.

Incluso aunque se conjurara este riesgo –y parece que hay ahí una línea roja para la UE– sin duda el TTIP beneficiaría a las grandes productoras y distribuidoras off line y on line. Si ya acaparan las pantallas del mundo, polarizarían aún más las demandas mundiales acrecentando el desmantelamiento de la diversidad que aún encarnan los miles de creadores y pequeñas empresas de toda la UE y del mundo. Ni qué decir tiene que ello afectaría aún más a creadores y empresas de culturas minoritarias.

Propiedad intelectual y políticas culturales: tal y como sostenía el Comité de Cultura y Educación del Consejo de la UE hay preocupación por la seguridad jurídica que ese tratado podría traer consigo para las políticas públicas y las ayudas nacionales a la cultura, o para el funcionamiento de museos y bibliotecas públicas (Informe de Delegación de Euskadi para la UE. Acción Exterior del Gobierno Vasco, 2016) con criterios sociales y no comerciales, propios de la tradición europea de servicio público. ¿Serían impugnables las políticas culturales ante tribunales de arbitraje si se entienden contradictorios con la libre operación de las empresas transnacionales?

Habida cuenta la problemática del mundo editorial y cuando parecían razonables nuevas medidas de defensa de la diversidad editorial extendiendo a la edición on line la regla del precio fijo, el tratado facilitaría la concentración editorial en perjuicio de los aún significativos sectores editoriales nacionales vinculados a culturas e idiomas.

Conclusiones: hay que abogar por que no se suscriba un macroacuerdo como el TTIP por su naturaleza y efectos previsibles. Pero en el caso de que continúe su andadura, que no roce siquiera, que queden excluidos, temas de derechos de autoría, propiedad intelectual, derechos de internautas, neutralidad tecnológica o la excepción y diversidad cultural.

Todo lo relativo a los derechos de autoría debe quedar excluido directa e indirectamente del TTIP para evitar que el sistema de copyright anglosajón sustituya al, también homologado por la OMPI, modelo europeo continental y regulado en cada país, eso sí desde la orientación armonizadora y cada vez más privatizadora de la UE.

Igualmente todo lo que roce los campos de la neutralidad de la red, obligaciones de proveedores, derechos de los internautas debe quedar reservado a una regulación mundial al más alto nivel, con base en la ONU y la UIT, a la altura de la globalidad de las comunicaciones y donde se juegan temas mucho más sensibles que el del comercio electrónico.

Por último, la aplicación de los derechos y políticas que conlleva la «Convención sobre la promoción y protección de la diversidad de las expresiones culturales» de 2005 como norma superior, suscrita por la mayoría de países del mundo, debería, en todos los casos, quedar salvaguardada.

Sería bueno que las gentes de la cultura y los internautas se dieran por enterados de esta amenaza.

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