Iñaki Egaña
Historiador

Delincuencia organizada

Hoy es cuestión conocida que para ser un ladrón de tomo y lomo, uno de verdad, hay que llevar corbata, traje planchado y perfume de suave aroma.

Hay un refrán que apunta a que Dios aprieta pero no ahoga. No sé quien lo inventó, probablemente en algún convento medieval de esos destinados a calmar el desasosiego humano. Porque lo cierto es, despojando a Dios de las fantasías artificiales, que la vida aprieta y en muchas, demasiadas ocasiones, ahoga. Hasta el punto de lanzarnos al abismo. A Andrea Maestro, vecina de Santurtzi, le quedaba un año para jubilarse. Era viuda y aún tenía responsabilidades en casa. Uno de sus hijos estaba ingresado en el sanatorio antituberculoso de Briñas. ¿Sabían que al comienzo de la década de 1950, todavía una de cada tres muertes en Bizkaia se debía a la tuberculosis?

El sueldo de Andrea en Altos Hornos no era para echar cohetes. Además de mujer, igual trabajo menor salario, la época marcaba una austeridad generalizada. No quiero hacer un listado de penurias. Basta con que las imaginen y se acercarán a un entorno hostil. A Andrea le encontraron un puñado de carbón en su taquilla. Dicen que lo había sisado de la empresa. Y fue despedida en el acto. Tachada de delincuente. A Andrea Maestro, vecina de Santurtzi, madre antes que trabajadora, angustiada por ese hijo que quizás no sobreviviría, se le vino el mundo encima. El sufrimiento también tiene límites. Al día siguiente se suicidó.

La desdichada mujer fue tratada como una ratera. Los delitos económicos, contra la propiedad, eran realizados, en gran parte, por gentes sin porvenir, sin futuro. Para poder amamantar a sus hijos, para poder llevar siquiera un mendrugo de pan a la cocina. Para salir por unos días de una marginalidad marcada en un ADN social. Hubo, bien es cierto, de todo. Pero la pobreza también es madre de la delincuencia.

Cuando en el verano y el otoño de 1977 el Gobierno español abrió las cárceles a los presos políticos, los llamados comunes pusieron los penales patas arriba. Crearon su propia organización, COPEL (Coordinadora de Presos en Lucha), se subieron a los tejados de las cárceles, quemaron colchones y se autolesionaron en masa. Con un sólo objetivo, que la amnistía concedida a los presos políticos se aplicase también a los «sociales», a los comunes. Porque, reivindicaban, su situación era producto de unas leyes políticas enfiladas de una manera, de una sociedad clasista y de un medio asfixiante. Pelearon en el peor campo contrario posible, la cárcel. Y perdieron. Les quedó, nos quedó, el consuelo que llevaban la razón.

La estirpe de los desaliñados era y es legión. En tiempos en los que vivió Andrea Maestro, en los que nació y se hizo adulta la COPEL, las imputaciones de delincuencia recaían exclusivamente en el linaje de los descamisados. Alguna excepción de esas que confirman la regla, en las que el fuego amigo obligó a ilustres personajes a recular. Por simple competencia entre las clases dominantes. Regla capitalista. El latrocinio se realizaba, en general, de modo oficial: estipendios, regalías, concesiones, plusvalías como nos explicó Marx en su Capital. Robar era tan legal como copular después de firmado el matrimonio.

Sucedió que cambiaron algunas de las normas, que las diferencias de clase se hicieron aún más notorias y que las formas constitucionales precisaban diferenciar entre la ratería legal (sistema), la alegal (concesiones por instituciones) y la ilegal (comisiones y desvíos). La competencia por la rapiña de lo público se hizo extraordinaria. Muchísimo dinero para repartir. Un botín al alcance de la mano. Sin necesidad de preparar coartadas, sin la premura de diseñar el plan perfecto. Con una sola firma, con un par de llamadas, puras sangres (altezas reales), alcaldes, diputados, ministros, electos de alcurnia o no, empezaron a robar a espuertas. A partir de que, causalidades de la cronología, sus lacayos terminaran con aquel proyecto llamado COPEL.

No hay que olvidar que la parte «legal» o «alegal» en el reparto del dinero público sigue existiendo de forma escandalosa. Y, no tengo datos ni los he encontrado por ahí, pero la intuición me apunta a que este fragmento es muy superior al del robo directo de meter la mano en la caja. Seguro que tenemos en mente esas noticias que en realidad son «publicidad pagada», esos millones de euros públicos para salvar empresas privadas enfermas, amigas, cercanas, familiares. Esos millones que salen de los impuestos que sufragamos y van directamente a las cuentas de los bancos para que puedan ganar más aún. Esos cambios en las leyes para que esos bancos no tengan que devolver lo que nos han robado con diurnidad, alevosía y mala fe. Mucha mala fe.

Hoy es cuestión conocida que para ser un ladrón de tomo y lomo, uno de verdad, hay que llevar corbata, traje planchado y perfume de suave aroma. La literatura los ha definido como ladrones de guante blanco, por eso de que no hay sangre de por medio, que no utilizan como el ISIS camiones contra la multitud. Que sus armas no son las fabricadas bajo el sello de Mijal Kalashnikov, sino que están forradas de papeles contables, y que sus zulos no se encuentran bajo un chalé de Majadahonda sino al cobijo de una oficina bancaria de Aruba o del Gran Caimán.

El partido en el Gobierno español tiene, en la actualidad, más de 900 de sus cargos públicos imputados. Ahora les llaman «investigados» para no escandalizar más de la cuenta. Conforma una gran estructura de delincuencia organizada. Gobierna, imparte lecciones de ética, maneja el concepto democrático en Catalunya y, según el PNV, da estabilidad a España en unos momentos delicados en Europa debido al Brexit. Esos casi mil imputados... ¿cuántos más serían con una justicia justa, con unos jueces y fiscales haciendo gala de su nombre? Ministro del ramo, fiscal general, fiscal anticorrupción... todos ellos tapando agujeros para evitar que el número se dispare. No son, sin embargo, los únicos. En este ranking de corrupción organizada en estos últimos años (imputaciones judiciales), el PP efectivamente va a la cabeza, le sigue el PSOE y más atrás la desaparecida CiU y el PNV.

Desde que comenzó esa «modélica» transición son 7.500 millones de euros los robados directamente (entre ellos los últimos: Púnica 250 millones, EREs andaluces 150 millones y Gurtel 120 millones). Y tras la constatación de que «los de arriba» roban a espuertas, el resto de ciudadanos defraudan anualmente 88.000 millones de euros. ¿Son conscientes de lo que significan esas cifras?

Contaba Gabo García Márquez, en sus memorias, que una hermana de su madre traducía a moneda doméstica las cantidades que excedían a la comprensión, dejando sin sentido al dinero en efectivo. Cuando compraron un piano ajado, la tía Pa sacó la cuenta exacta de su coste en esa inexistente pero real moneda casera: quinientos huevos. Es decir, que los 250 millones de la Púnica, cifra similar a la que obtiene la Iglesia Católica anualmente a través del IRPF, equivaldrían aproximadamente a dos mil millones de huevos. En moneda doméstica se traducirían esos 7.500 millones alzados de nuestros bolsillos desde la transición en el importe de los recortes que ha solicitado Bruselas a Madrid para 2017.

La delincuencia organizada se ha hecho con el control de nuestras vidas y ha creado un extenso escudo antimisiles alrededor de su latrocinio. Posee sedes y locales por doquier, se ajusta la gomina del cabello a través de sus voceros, tanto en papel como televisivos. Tiene una militancia activa que se ha conformado como una de las más sólidas del continente. La solidaridad es una de sus mayores cualidades, solidaridad entre sus miembros, «hoy por tí, mañana por mí». Nos roban, luego se indultan entre ellos. Y así se reproduce el ciclo. Porque para ellos, la única fase política en la que juegan es la del bucle perpetuo del saqueo sistemático.

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