Víctor Moreno
Escritor y profesor

¿Desde cuándo un chiste es un delito?

«Si fuesen la decencia, el pudor, el honor, la piedad, la discreción y la sensibilidad quienes limitan lo que decimos, hablamos y escribimos, hasta se podrían aceptar tales barreras», dice Víctor Moreno en torno a los llamamientos a limitar la libertad de expresión. «Pero no es así. Es el sistema político represor y autoritario quien lo establece».

Corren malos tiempos para el humor en cualquiera de sus vertientes más recias, la ironía, el sarcasmo y la parodia. Lo que me lleva a considerar que una democracia que pone límites a la libertad de expresión y bozales al mismo humor es poco atractiva. No debería llamarse democracia. Al fin y al cabo, si en una democracia no se puede decir lo que se quiera y como uno quiera, ¿en qué sistema de gobierno político lo podremos hacer?

Es terrible constatar que la defenestración intelectual y humana del autor de la creación humorística del más famoso cenicero español ha derivado, finalmente, en lo que querían los dogos del poder y aspirantes: en la necesidad de establecer límites a la libertad de expresión.

Siguen sin entender que el hecho de tolerar un discurso hiriente no significa que lo admitamos. Callar no es otorgar. Cuando se trata precisamente de un discurso o de un chiste hiriente, la víctima que se siente perjudicada o herida es la única habilitada para solicitar la intervención de la justicia. Pero aquí hay mucha gente que ejerce de víctima en cuanto puede sacar tajada del evento. No solo eso. Se creen representantes delegados de las víctimas. Gentes que proceden de mentores ideológicos que apoyaron el nazismo en una primera fase y el fascismo-franquismo en la segunda, se rasgan el traje de su hipocresía aparentando un humanismo que jamás han cultivado.

Prohibir o condenar un chiste apelando a que es hiriente o nocivo significa considerar como paralíticos mentales a sus posibles receptores. Como si estos no tuvieran criterio para rechazar lo que consideran indecente o abominable. En el fondo, esta gente lo que sugiere es que la ciudadanía tiene necesidad de guías espirituales y de maestros doctrinales. Pero nadie es tan tonto de considerar que las opiniones, los chistes y los dibujos no son la causa de que algo no funcione bien, sino su pretexto. La causa es la desigualdad, la opresión, la falta de oportunidades, la violencia institucional, la ambición, el enriquecimiento de cuatro y el empobrecimiento de millones, la corrupción y la injusticia… Y para erradicar estas causas parece que no haya tiempo y voluntad política, pero sí para empapelar a alguien por un chiste. ¡Es que no hay proporción! El mundo parece hundirse por un chiste, pero no por causa de la violencia social que provoca la corrupción y la injusticia.

Así que habrá que volver a tocar de nuevo la partitura, amigo Sam, y proclamar que la libertad de expresión no tiene límites, y el humor, tampoco. Todo se puede decir, caiga quien caiga. Y, naturalmente que sí, quien lo diga deberá atenerse a sus consecuencias, siempre que la víctima real, no sus representantes por muy cualificados que se consideren a sí mismos, lo considere oportuno y necesario.

Estaría por ver cuál es el alcance pragmático e incitador a la barbarie de un chiste, cuya finalidad es reírse del vecino y de uno mismo. ¿No podemos reírnos del mal ajeno? Lo hemos hecho toda la vida y lo hacemos a todas horas y en todo momento.

Si fuesen la decencia, el pudor, el honor, la piedad, la discreción y la sensibilidad quienes establecieran esos límites de lo que decimos, hablamos y escribimos, hasta se podrían aceptar tales barreras. Pero no es así. Es el sistema político represor y autoritario quien lo establece, el cual ve en la chanza y en el descojono palabrático, también plástico, uno de sus más peligrosos enemigos.

¿Cuándo ha soportado el poder, laico y religioso, la pujanza crítica y sarcástica del chiste y del humor? Rara vez. ¿Ustedes creen que a muchos de los que se han escandalizado por el chiste del cenicero les ha importado alguna vez el holocausto nazi y el asesinato de tantas personas, fueran judíos, gitanos, homosexuales y disminuidos físicos? ¿O que se hayan interesado por los crímenes del franquismo? Es verdad. Algunos sí lo hicieron: recordaron que «si fueron asesinados por Franco es porque se lo merecían».

Es difícil encontrar en sus biografías una línea, una frase, una palabra, de condena a ese ritual criminal que llevó a tantos hombres y mujeres, ancianos y niños a formar parte de una pavesa o de la zanja de una cuneta.

España ha sido un país antisemita a lo largo de su historia. Pocos intelectuales del pasado se libran de semejante etiqueta. España cuenta entre sus gloriosos antecedentes con uno de los más conspicuos antisemitas de todos los tiempos. Me refiero a Francisco de Quevedo, autor de «La isla de los Monopantos», relato antisemita que incluyó en «La hora de todos y la fortuna con seso», sátira contra Olivares, y publicada en 1650. En esa obrita aparece la teoría de la conspiración del lobby judío para dominar el mundo y, con seguridad, conocida por quienes escribieron más tarde el más famoso libelo antisemita “Los protocolos de los sabios de Sión”. Un libelo al que otro insigne antisemita, Pío Baroja, otorgaba credibilidad absoluta, evidencia que no hacía extensible a los campos nazis a pesar de conocer su existencia.

La falta de ética de quienes han flagelado al concejal de cultura es de manual. Estrategia de inquisidor y de censor. Ningún floriano ambulante se habría escandalizado si Zapata hubiese sido un cero a la izquierda. Lo que dicen los demás importa en la medida en que se puede destruir el poder que tienen o representan, sea este poder propio o delegado. El chiste de Zapata se ha utilizado no solo para destruir su integridad humana, moral y política, sino, sobre todo, para horadar los postulados políticos que defiende Carmena. Díganme, pues, si esta artera utilización de lo que dicen otros para destruir a un segundo no es tan indecente como reírse de quienes heredaron la infinita tristeza de haber perdido a sus padres asesinados impunemente en una guerra o en un campo de concentración. No digo que sea más o menos grave, sino indecente.

Finalmente, está el contexto, esa palabra comodín a la que algunos se aferran para justificar sus meteduras de pata mental. Unas veces, se apela al contexto-extraverbal en el que se pronuncian ciertas palabras y, en otras, al contexto lingüístico de la frase donde aparece lo que se dice. En el discurso de los políticos, rara será la vez que el contexto, sea extraverbal o lingüístico, salga en ayuda de la burrada perpetrada por el bocazas de turno. Y ya no digo cuando el contexto es un mitin, donde tan fácil es decir sandeces para congraciarse no solo con un público ávido de insultos contra el enemigo, sino, sobre todo, con los propios dirigentes del partido.

En definitiva, toda persona puede decir lo que quiera en los contextos que desee, sabiendo que lo que diga será siempre observado con lupa de aumento por aquellos que desean amargarle el día. Y, si estos tienen el poder de su parte o aspiran a él, convénzanse de que ese día le llegará, más tarde o más temprano.

Pero estaría bien que dejáramos los contextos en paz. Casi siempre son contextículos.

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