José Luis Beaumont Aristu
Abogado

En Altsasu, antes y después de comer

Ciertamente, no es lo mismo que lo haya dicho antes de comer, o que lo haya hecho después de comer.

Un buen amigo, cuando alguien le cuenta que «fulanito» ha dicho tal cosa, y si tal cosa es reseñable, llamativa, importante o sorpresiva, siempre pregunta lo mismo: ¿eso lo dijo antes o después de comer?

A este amigo, ocurrente él, le suele gustar comer con vino, y luego tomarse un orujo. Y precisamente por eso, sabe y conoce que no es lo mismo hablar de cosas serias y trascendentes antes de comer, que hacerlo después.

Para ser claros y evitar equívocos, me refiero a los lamentables sucesos ocurridos en Altsasu en la noche del 15 de octubre de pasado año. Utilizo la expresión de «lamentables» de igual modo a como pudiera utilizar la de «rechazables», «condenables» o simplemente «inaceptables», pero partiendo para ello y en el análisis que sigue de la «versión oficial».

Pues bien, parece que en Altsasu debía ser después de comer cuando tras aquellos sucesos a alguien (que no debía ser ni de lejos el alumno más aventajado de la clase política) se le ocurrió calificarlos como de terrorismo. Para una conversación de barra de bar y de muy bajo perfil puede servir, pero creo que en ningún caso para, antes de comer, calificar jurídica y penalmente tales hechos.

Si, tras la enésima reforma del código penal al albur de iniciativas políticas de bajo perfil también, por delito de terrorismo hemos de entender (art. 573 del Código Penal, y aquí no caben imaginaciones ni excesos interpretativos por extensión, ni tampoco analogías) la comisión de cualquier delito grave contra, entre otros bienes jurídicos protegidos, la vida o la integridad física de las personas, cuando se lleve a cabo –y esto es requisito esencial– con determinadas finalidades (de las posibles, en Altsasu sólo lo serían la de «alterar gravemente la paz pública», o la de «provocar un estado de terror en la población o en una parte de ella») no parece fácil encajar lo ocurrido en Altsasu, incluso en su versión oficial, en semejante «cajón de sastre».

Si estamos hablando (escójase lo que se prefiera) de una pelea entre personas, de una agresión física a personas o entre personas y de la producción a una o a varias personas de lesiones físicas, y si leemos el código penal –siempre antes de comer– estos episodios pudieran encajar con mayor o menor nitidez en los delitos de riña tumultuaria (art. 154) o de lesiones (arts. 147 y ss.).

Y si a eso le añadiéramos, aunque estaríamos ya extendiéndonos quizás demasiado en la aplicación del código penal, la consideración de que la profesión de alguno de los agredidos y lesionados es la de agentes de la autoridad (en este caso guardias civiles), ello pudiera conducirnos al art. 550 del código penal que, en este caso, tipifica el delito de atentado a la autoridad, y a sus agentes o funcionarios públicos. Y digo que pudiéramos extendernos quizás demasiado en la tipificación de este delito de atentado a la autoridad a los sucesos de Altsasu, porque lo cierto es que el citado art. 550 del código penal establece taxativamente (y aquí tampoco caben extensiones interpretativas) que el empleo de fuerza contra los agentes de la autoridad, para que pueda integrar un delito de atentado a agente de la autoridad, debe producirse cuando el agente de la autoridad «se halle ejecutando las funciones de sus cargos o con ocasión de ellas». Y no veo yo por ningún lado la sola posibilidad de que un guardia civil (y tanto me da que fuera policía nacional o policía foral) esté ni pueda estar ejecutando las funciones de su cargo cuando, acompañado de amigos y amigas, están tomando unas consumiciones y alternando en un bar un sábado por la noche, como cualquier otra persona.

Ni es ni puede ser lo mismo que la agresión se produjera porque los agresores conocieran la condición (profesión) de Guardias Civiles de algunos de los agredidos, que la agresión lo sea a agentes de la autoridad cuando están ejecutando las funciones propias de sus cargos o con ocasión de ellas.

Y si quisiéramos cerrar el círculo de las posibles tipificaciones penales de los sucesos de Altsasu, si conforme a la versión oficial estuviéramos ante un grupo de personas que con el fin de atentar contra la paz pública hubieran alterado el orden público causando lesiones a otras personas, ello pudiera llevarnos a la consideración, siempre hipotética antes de cualquier juicio justo, de estar ante un posible delito de desórdenes públicos (previsto y descrito en el art. 557 del código penal).
 
Llegados aquí, ¿cuáles son las diferencias de considerar, antes y después de comer, los sucesos de Altsasu?

La primera, que la competencia judicial para la investigación y el enjuiciamiento de tales sucesos cambia radicalmente: si se tratase de un posible delito de terrorismo, ello conduciría a la calle Prim de Madrid, donde se encuentra la Audiencia Nacional, y de no ser así a la Calle San Roque de Pamplona/Iruña, donde se encuentran los Juzgados y Tribunales de la capital navarra. Consecuencia grave, en cuanto implica una excepción al derecho de cualquiera al juez ordinario predeterminado por la ley.

Y la segunda, singularmente más grave que la primera, por implicar una u otra calificación penal de los sucesos de Altsasu una diferencia en cuanto a las penas que pudieran imponerse en su momento: prisión de 10 a 15 años para el delito de terrorismo; prisión de 3 meses a un año para el delito de riña tumultuaria; prisión de 6 meses a 3 años para el delito de lesiones (lo que dependerá de la gravedad de éstas); o prisión de 1 a 3 años para el caso del delito de atentado a agente de la autoridad.

Si volvemos un momento a la primera consecuencia antes descrita, al «desembarco» de la causa en la Audiencia Nacional a rebufo de manifiestos excesos políticos en las declaraciones políticas, no parece esto muy recomendable cuando pude leer hace no mucho tiempo que la jueza instructora encargada del caso rechazó tomar declaración como testigos a algunas personas, y hacerlo en la fase de instrucción (de investigación de los hechos) bajo el «poderoso» argumento de que ya lo harían en el juicio. Debe de tratarse de alguien que tuvo la mala suerte de que en la carrera de derecho nadie le explicara que un derecho de cualquier persona es el de un proceso justo, y eso en cualquier país civilizado incluye también el derecho a no verse sentado en el banquillo de los acusados, en un juicio público, si no hay motivo para ello. Aquella jueza no debió reparar en que, tomando declaración a alguno o a varios de los testigos que le fueron propuestos, quizás resultara que alguno o varios de los encausados ni siquiera tendrían que sentarse en el banquillo de los acusados, fuera cual fuera la tipificación correcta de los hechos enjuiciados, y fuera cual fuera el tribunal competente para su investigación y el competente después para su enjuiciamiento. Así de simple y así de sencillo.

Hablando de la Audiencia Nacional todo esto parece estar de sobra. Algunos no son ni para guardar las debidas formas, ni siquiera tampoco las apariencias de imparcialidad.

Pero también parece estar todo esto de sobra en el nivel político, donde hay demasiada gente acostumbrada a “largar” después de comer.

Sin embargo, como ayer proclamó un numeroso grupo de diputados y senadores en Madrid, el derecho penal ha de aplicarse siempre –y también por ello en este caso- con proporcionalidad, y en ausencia de interpretaciones extensivas que, por serlo, son a su vez extremadamente peligrosas.

Incluso, entiendo, cabe que la adecuada protección a las víctimas de estos sucesos quede seriamente desdibujada, para mayor gloria de aquellos alumnos aventajados de la clase política, con estridencias como lo es llevar este asunto a la Audiencia Nacional, y no investigarlo y en su caso enjuiciarlo y  sentenciarlo aquí, en Pamplona/Iruña, donde corresponde.

Y cabe también que, después de los hechos acontecidos (cuya realidad, veracidad y alcance sólo se podrán conocer finalizado el proceso judicial) se haya creado un nuevo problema. Tan nuevo como innecesario.

Pero todo esto ¿a quién le importa?

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