Iñaki Egaña
Historiador

Entre el espectáculo y la realidad

Tenemos una tendencia a convertir cualquier suceso en espectáculo, como si necesitáramos de los aplausos o de los abucheos para reafirmarnos en aciertos o fracasos. Hace años, sin los medios de comunicación de hoy en día, las chanzas, pastorales y teatrillos animaban el fin de semana. Los bertsolaris ponían la guinda.

De esa manera, nos hemos reído de nosotros, de los vecinos, del enemigo, y de todo aquel que cruzaba por nuestro territorio. En ocasiones demasiado, sin reparar en que lo simbólico deja poso y descoloca a las generaciones que no han vivido esa franja temporal. De ahí a la frivolización hay un paso.

Ejemplos de esas escenas encontradas los hay por decenas. Y todos los años surgen nuevas disputas sobre si lo que representamos no estaría de sobra. Especialmente significativo es el desfile militar de aquellos que saquearon y quemaron Donostia hace 200 años, representados en el siglo XXI por actores voluntarios que únicamente buscan un espacio festivo, lúdico o como queramos llamarlo.

Convertir la tragedia en espectáculo desdramatiza. Pero… hasta cierto punto. No voy a señalar cuál es el camino perfecto, cuál la forma de abordar un pasaje histórico para que se mantenga en la memoria de la colectividad. Tampoco lo sé.

Cuanto más nos alejamos en el tiempo, las dudas sobre estas teatralizaciones, estos espectáculos, son más livianas. Pocos reflexionan sobre los beltzak de las mascaradas, vagos por definición, cuando Paul Lafargue reivindicaba precisamente la pereza.

Nadie se rasga las vestiduras por el moro, el negro o el extranjero objeto de burla en las representaciones festivas que recorren los veranos de nuestro país. Representaciones centenarias en una sociedad actual que se reconoce en las antípodas de la xenofobia. Al menos oficialmente. Aquellas tradiciones, y entre nosotros parece que hablar de tradición es palabra de Dios, son inmutables.

Los roces, las dudas, al menos en mi caso, surgen cuando nos vamos acercando al presente, cuando el viento que sopla desde el norte trae recuerdos que aún los podemos recitar en primera persona. Cuando el nombre o el apellido rescatado tiene a sus hijas, a sus nietas, al lado del camino que vamos transitando.

El sábado 21 de mayo participé, junto a otros voluntarios de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, en la exhumación de tres jóvenes del Ejército vasco que habían sido enterrados en un cráter producido por una bomba de la aviación alemana en la batalla de Peña Lemoa (Lemoatx) a comienzos de junio de 1937.

Desde 2003 llevamos en esta tarea que, a pesar del tiempo, no concluye. Se convierte, sé que no es correcto decirlo, en una reincidencia que nos afloja los sentimientos. A pesar de que se trataba de tres jóvenes que vieron cortadas sus vidas cuando tenían entre 18 y 21 años. Aún desconocemos sus identidades.

Esta ocasión, sin embargo, fue diferente a otras como las realizadas en los años anteriores, en Murtxante, Elgeta, Larrabetzu, Mutriku, Ezkaba,… La exhumación de este sábado estaba concluida para las 13 horas. Sin embargo, a las 5 de la tarde había una recreación bélica de la batalla de Lemoatx del 3 de junio de 1937, cuando varias compañías del Ejército vasco recuperaron la cota en poder de las tropas franquistas.

Después de esa recreación, los asistentes a la misma, incluidos los actores de la batalla, se acercaron a la excavación, a unos 300 metros del lugar de la representación teatral. Entonces se produjo un pequeño homenaje y después del mismo comenzamos a extraer los cuerpos para la siguientes fase, la de laboratorio, y avanzar en su identificación.

La batalla ficticia había tenido ingredientes de todo tipo. Sabíamos previamente que los muertos eran de mentiras, que los avances de los vascos separatistas y de los asturianos rojos lograrían su objetivo, aunque sin vocación final. Que vencedores y vencidos habían compartido previamente mesa y tragos de vino y sidra antes de lanzarse a la batalla. Teatro.

Tuvimos la precisión de descifrar que, mientras que los actores gritaban según su condición, el público aplaudía los avances republicanos y los niños lloraban cuando las explosiones daban un toque de veracidad a los combates. Los adolescentes corrían por el escenario captando imágenes con sus teléfonos móviles.

La metereología aguantó. Pero al comienzo de la exhumación de los muertos de verdad se complicó. Los actores vestidos con buzo y uniformes de ambos bandos se colocaron en los límites de la fosa, junto a los espectadores que habían llegado apresuradamente del escenario virtual al real. Ahí comenzó el toque surrealista, la gran desazón que me invadió, la incertidumbre entre los límites del espectáculo con la realidad.

El golpe me alcanzó de lleno cuando, entre el público, el viento ya desatado antes de la tempestad, hacía ondular alguna bandera del requeté franquista teatralizado. Bandera de pega que ondeaba junto a los cadáveres reales que los franquistas de verdad de 1937 habían originado.

La simbología era brutal. Pedí que las banderas franquistas, por respeto, desaparecieran. «Hubo muertos de ambos bandos», me disputó una voz anónima desde el grupo. «Lo sé», contesté. «Pero estamos recuperando a gudaris y milicianos que merecen un respeto». La vida y la muerte no es sólo espectáculo.

Tras el homenaje de la alcaldesa y el Ayuntamiento de Lemoa a los tres muertos, un grupo de actores del Eusko Gudarostea lanzó tres salvas en honor a los fallecidos que acabábamos de desenterrar. Parecía como si el tiempo se hubiera detenido y volviéramos a una situación que de hecho se produjo en 1937. El honor de los muertos. Pero estábamos, unos minutos antes el incidente de las banderas nos había golpeado, en mayo de 2016.

Concluyó el pequeño homenaje y la tormenta que llegaba desde Bilbao y Galdakao descargó finalmente en Lemoatx, con una inusitada virulencia. El cerco de curiosos desapareció y únicamente nos quedamos los que levantábamos los huesos para introducirlos, pacientemente, en sus cajas funerarias correspondientes. Cajas de plástico.

Volvíamos al pasado, a la épica. Del monte se deslizaban ríos de agua, las cámaras de video se atascaron, el viento sacudió las hayas que nos cobijaban hasta que pudieron. Un final adecuado para una jornada extraña. Ficción y realidad. Espectáculo relacionado con la memoria. Exhumación relacionada con la memoria.

Era, sin embargo, una épica bien distinta, la de la recreación bélica, la de la recuperación de unos restos que han estado abandonados y escondidos durante casi 80 años. Una épica, la segunda, bien distinta de la primera. Que ahonda en la única verdad que personalmente aún me interesa, me produce desasosiego. Los cientos de jóvenes que todavía reposan en cunetas, en agujeros sin destripar, en fosas sin detectar.

Fue mi primera experiencia como espectador de una recreación bélica. Y la última. Fue también una de tantas como espectador de una exhumación. Y digo espectador, a pesar de usar el cincel, la brocha o el ordenador para avanzar en la identificación de los restos, porque nuestro rol es, únicamente, el de notarios. Ellos, los muertos que en 80 años no existieron, fueron los actores de verdad. Los que ahora rescatamos.

Y no será la última experiencia en este terreno. Estoy convencido. Porque tenemos vocación de seguir siendo escribanos de esa tremenda injusticia que ha traspasado nuestra historia. Ese gran olvido que, a pesar de los fuegos de artificio, tenemos la obligación de afrontar. Y en esa tarea, el espectáculo, no sólo el de la reproducción bélica sino también el que se asocia a campaña electoral, me resulta extraño. Ajeno.

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