Luis Karlos García

Errekaleor, la otra orilla

Así que okupamos, a veces así y otras un espacio del dial. Esto va de reapropiación colectiva de territorio, de los comunes. De abrir el campo de lo posible sobre el terreno más yermo imaginable, ese donde solo crece impotencia política deliberadamente infligida por el poder neoliberal.

«Las acciones crean sueños y no al revés» (Kristin Ross).

En la primavera parisina de 1871, Louis Michel patrulla las trincheras defensivas del pueblo en armas. Es noche de guardia en la Comuna junto a un ex soldado papal negro como las banderas. Se confiesan mutuamente cómo viven todo aquello. Para ella es como contemplar «una orilla que tenemos que alcanzar»; para él es «como leer una libro con ilustraciones». Este delicioso episodio lo recoge Kristin Ross en "El lujo comunal" (Akal, 2016), libro que sirve aquí de inspiración, junto a una serie de destellos de nuestra post-realidad, estos días en que precisamente se cumple otro aniversario de la masacre.

En la Gasteiz actual bien puede decirse que no han entendido nada. Han tenido 40 años, pero ni por esas. ¿Qué sentido darle a esa trepidante amalgama de radios libres, okupaciones, jornadas, movilizaciones, bares, fiestas, conciertos y asambleas desde finales de los años 70 hasta aquí? En los 80 parimos un ecosistema alternativo donde asomaban aromas de lo que nuestros mayores habían prefigurado poco antes, a principios del 76, que solo la sangre derramada pudo aquietar. Pues bien: todas esas resonancias y las que luego llegaron reverberan hoy al Sur de Gasteiz. No han comprendido ni que una okupación significa –entonces como hoy– espacios de agregación natural donde encontrar el topos para la acción política colectiva, ni que «quien sea capaz de producir espacio, encarna relaciones sociales diferenciadas», como escribe Raúl Zibechi haciendo suyo a Henri Lefebvre en "Territorios en resistencia".

Así que okupamos, a veces así y otras un espacio del dial. Esto va de reapropiación colectiva de territorio, de los comunes. De abrir el campo de lo posible sobre el terreno más yermo imaginable, ese donde solo crece impotencia política deliberadamente infligida por el poder neoliberal. De lógica cooperativa en el trabajo libremente asociado como principio rector frente a competencia feroz entre iguales, y de, por tanto, experimentar la posibilidad misma de cristalizar el fin del trabajo productivo como labor asalariada a cambio de capital. De alcanzar, durante un instante, una noche o un año, la otra orilla, aunque a menudo hubiera que volver corriendo entre humo y sirenas. Decía Marx que el logro mayor de la Comuna era su «mera existencia fáctica», al punto que la defendía por ser «concreta», «por el simple hecho de existir, con todos sus límites y contradicciones», por conseguir algo descomunal como era el despliegue de capacidades. Es exactamente eso lo que siempre he percibido en gaztetxes, Hala Bedi y otros ámbitos similares.

Cabría explicarlo de otro modo. ¿Conocen el símbolo okupa? Hay quien ve ahí una flecha quebrada. Yo no veo eso. Veo una flecha que entra (al círculo), tiene una estancia, y sale. Mas es importante ver de qué forma recrea su estadía al interior, pues eso es lo que realmente enriquece. Podría parecer que lo importante es la entrada, y lo es, pero nada comparable con sus otros dos momentos. Primero, el desenvolvimiento dentro del mundo circular que se instituye cuando un grupo social entabla relaciones fuera del orden del sistema, lanza un órdago de desafío a la autoridad (pero que va mucho más lejos en la medida en que muestra su inquietud por vivir un mundo-otro, que es donde reside verdaderamente el quid de la cuestión de la acción realizada), y es así que la flecha se muestra dinámica, zigzaguea como viva que está, y hasta se diría que juguetea dentro del círculo. Pero sale, siempre sale afuera, al universo exterior donde el capital implanta su ley, y ahí es donde busca otro espacio en el que alojarse, y okupar, y seguir así eternamente la vida entendida como lucha, que es la más bella de las posibles.

La Gasteiz recurrente

La Gasteiz de la que aquí se habla también forma parte de la Vitoria real. Es la que reuniera 15.000 almas el 8 de octubre de 2005 a lo largo y ancho del Casco Viejo, aquel memorable Gaztetxe Eguna. Porque hay una Gasteiz recurrente que se auto-organizó entonces para espetarle a Alfonso Alonso que «ni una más» y que volvió a las calles como un solo cuerpo una década después de la mano de Gora Gasteiz para comunicarle a Javier Maroto que quedaba desterrado por impeachment popular. Ejercicios de licencia social en una ciudad que surge y resurge con una prestancia singular en espacios contra-hegemónicos. Polifacética, sí, como cuando en base a la autogestión popular dio a luz uno de los procesos de recuperación linguística más hermosos que se pueden nombrar o eventos literalmente irrepetibles como la Frackanpada.

¿Para qué seguir, si no se quieren enterar? Ni siquiera lo hicieron cuando atronaba en nuestros cantones como puro entorno expresivo una de las escenas musicales más vigorosa de la Europa del momento. Claro que, quien accede a la vida vía herencia familiar, quien solo tiene que llamar a la sede para engrasar un buen negocio y quien observa el mundo desde la proa de su embarcación de recreo, mira estas cosillas y no ve gran cosa. Hemos trabajado gratis millones de horas, ido por nuestro propio pie a la cárcel por Insumisión, inventado canales contrainformativos inéditos, consagrado al apoyo mutuo y al lazo social, metido mucho la pata, destituido indeseables, detenido oprobios y agresiones... ¡Y como si nada! Nadie podrá descifrar qué pasa hoy en día si no atendemos a lo qué pasó durante 40 años. ¿Errekaleor? El sábado desfilarán por nuestras calles los espíritus de Kukutza y Euskal Jai, Kortxoenea y Kaka-Flash, y del Patxoki, Can Vies, Tas-Tas y la Eguzki... Y hay quien dice que se dejarán ver las sombras de Pitti, Javi, Natxo, Portu, Sabino, Juantxo, Joseba y demás compas. ¡Volveremos y seremos miles!

Arranque de campaña

«Cambia, todo cambia». Sin duda, pero hay quien jamás escuchó a la Negra. Argumentar que realidades tan complejas, ricas y diversas como las que nos okupan son sectas o txokos de partido es la demostración palpable de que no se apean, o mejor, un acto fallido que expresa más pecados propios que otra cosa. Porque, si nunca fue exactamente así, es que en los últimos años lo político se ha complejizado sobremanera y su repertorio se ha ensanchado e incorpora formas nuevas, mientras los movimientos involucran cada vez mayor heterogeneidad. Realidades proteicas ya imposibles de abarcar y cooptar a la vieja usanza, amén de que tampoco están los partidos para muchos trotes. Señores políticos profesionales: ya que no se aclaran, al menos no molesten con arcaicos códigos-fuente en plan siglo pasado, que algo ha llovido (aunque no lo suficiente).

¿Ecología? ¿Urbanismo? ¿Seguridad? El alcalde arranca la campaña electoral en Errekaleor, tras el preámbulo de la «Operación Moción de Censura». Necesita endurecer su perfil, tapar un flanco débil en manos del PP, ponerse en alcalde (como les gusta decir) o en modo alcaide (como preferimos matizar), y correr a victimizarse debajo de donde tenga la menor oportunidad, para a partir de ahí rebañar voto PP-PSOE, cosa que por cierto ya hizo el PNV allí donde avanzara posiciones en 2015. Amortizada queda, pues, la aventurilla progresista de un alcalde con cara de bueno que ayudaba a los inmigrantes a cruzar la calle e incluso alababa las bondades de la economía del bien común.

Y hete aquí que dos años antes de las elecciones nos pone en campaña, mejorando de largo la marca de Maroto. Ayer se puso en la diana al extranjero sin recursos y hoy les toca a las okupas. Un tertuliano jeltzale va y denuncia en la radio que la okupa de Errekaleor es un «abuso y atropello respecto a otros vecinos», afea que «hay gente que se aprovecha de las lagunas de la ley», y que, en fin, «esto es vivir a cuenta de los demás». Pongan RGI en lugar de okupación, y, ¡voila!, volvemos a 2014.

Coexistencia

No han pillado mucho, siguen sacando jugo al juego de la política-infame, pero cabe hacer al menos dos observaciones. La primera y fundamental es que, como con Alonso y Maroto, ahora tampoco vamos a tolerar que hagan politiquería electoral de nuestros sueños (y nuestras realidades). Eso de entrada, pero es que además hay algo que no ven. Los términos de lo político han mutado considerablemente. Ya no es desdeñable el poder de presión y la capacidad de generar espacios de confrontación que desarrollan algunos movimientos sociales. No han aprendido la lección de que algunos de los episodios políticos de mayor enjundia vividos en Gasteiz en el último ciclo vienen de la mano del movimiento popular; que una pueblada destronó a Maroto en el curso 2014-2015 y un movimiento social vigoroso esencialmente impulsado desde Gasteiz impuso el veto social al fracking. Lo prevalente es que en ambos casos la política institucional, sumida en una estrepitosa crisis de legitimidad general, tuvo que operar a rebufo, en régimen de subordinación, arrastrada por el capital simbólico acumulado por la ola social. Y cuidado, porque el nuevo movimiento feminista ya irrumpe en la misma dirección. Y ojo, porque Errekaleor puede ser otro hito en el proyecto histórico de la sociedad auto-convocada.

La nuestra también es Vitoria. Es nuestra, muy nuestra, pero lo quieran o no, es suya también. Porque existe. Esta es la segunda acotación, y es que ese discurso de pluralidad y diversidad que gustaban de manejar va mucho más allá de las retóricas oportunistas y diletantes de la cosecha 2014-15. Como se infiere de este texto, estamos ante un dispositivo político consolidado que implica respeto y operar en términos de coexistencia. Y no nos pongamos estupendos, porque la cohabitación, además de aconsejable, es técnica y perfectamente posible, que si de agravios comparativos hemos de hablar habría mucho que rascar, que ya hemos visto y sufrido unos cuantos desde 2008…

Dicho lo cual, tal vez la mejor explicación de todo sea el mero sábado en las calles de Gasteiz. Será un lujo comunal. Será, tal y como escribiera el comunero Élisée Reclus, todo un «inmenso incendio de alegría».

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