Josu Iraeta
Escritor

Hostelería parlamentaria

La dedicación prioritaria en defensa de sus intereses partidistas y personales, unido a la desleal y poco edificante confrontación pública que ante la sociedad están escenificando sin el más mínimo rubor, hace que una gran parte de esa sociedad manifieste su desprecio por el mundo de lo público, en especial por la clase política.

De siempre es conocida la agilidad con que camina la vida política en el sur de Euskal Herria, de tal manera que, incluso entre quienes expresan una manifiesta indiferencia, de hecho, sus capítulos son absorbidos con excesiva avidez, con prisa.

Vivimos tiempos, en los que para introducirse en el «magma» político con la intención de valorar concreciones ideológicas que han sido olvidadas y negociaciones que ignoran la voluntad de los votantes, debe tenerse muy presente que en política, las estrategias, proyectos y programas electorales, tienen siempre el mismo objetivo prioritario: poder.

Si atraemos al presente realidades vividas en el tiempo, podemos llegar a la conclusión de que en muy pocos años la clase política se ha mostrado ante la sociedad como si de un «scanner»  se tratara.

Hemos podido ver ante nosotros a un Felipe González rebosante de soberbia y mentiroso compulsivo, antes de verlo hundido, huyendo de la cárcel, derrotado y balbuceante.

También a un Aznar López, al que podemos recordar  en su «idílica» relación con Xabier Arzalluz, a quien el tradicionalismo cejijunto y clerical del castellano, hizo diera por finalizado su «idilio» calificándolo de «cafre franquista aprendiz de dictador».

Qué decir de R. Zapatero, político de evidente desarrollo pendular, que tuvo la «virtud» de  transparentar la evidencia de que nadie gobierna solo.

En el presente hemos tenido tiempo suficiente para valorar con atención a Mariano Rajoy, «otro» gallego  –este sin «Pazo»–  pero que actúa como si lo tuviera.

Si mantenemos la pretensión inicial  de profundizar en el análisis político, sería un error enjuiciar las capacidades del Sr. Mariano Rajoy, según criterios racionales como la coherencia de sus expresiones, su proximidad a la verdad o lo peligroso de ver ejecutadas sus amenazas.

Ahí no encontraremos lo esencial, sino en la capacidad de las personas para activar tendencias irracionales en el espíritu de las masas. De ahí que creo puede afirmarse, que las diferencias verdaderas que separan las divagaciones calculadas de un demagogo, y la política al borde del abismo que practica un dictador, sólo vienen significadas por el grado de adhesión que cada uno de ellos concita en las masas.

Ante estas situaciones, tan reales como peligrosas e interesantes –por lo que hace posicionarse a las diferentes esferas de la sociedad– se constata que la capacidad, más que capacidad, el hábito de distinguir, no está desarrollado, no es demasiado popular en la sociedad. Es por eso que en mi opinión, sería conveniente fomentar ese hábito, de manera que las inercias no nos alejen de una realidad tácita pero opaca, ante la certeza de que la uniformidad estadística no es en modo alguno un ideal científico inofensivo, sino el claro ideal político de una parte de la sociedad que, sumergida por entero en la rutina del vivir cotidiano, no permite se altere «su paz», inherente a su propio modelo de existencia.

Es aquí donde continuando en el análisis, debiéramos ser escrupulosamente comedidos, pues es innegable que todos somos «sujeto» de análisis.

Si analizamos a la persona de forma individual, podemos afirmar que todos hemos nacido en una comunidad étnica, y que nuestra pertenencia a esa comunidad es un hecho independiente de nosotros, ya que no elegimos nuestra nación, como tampoco elegimos nuestra familia.

Por otro lado, nuestras posteriores relaciones con las personas, tanto sociales, como políticas o profesionales, son básicamente resultado de nuestra elección.

Manteniendo el argumento del párrafo anterior podría parecer que la posición en la que nacemos, al presentársenos como un hecho independiente de nuestra voluntad, no es vinculante. En otras palabras, que no implica responsabilidades, ya que no firmamos ninguna solicitud para ingresar como miembros de una nación, ni les pedimos a nuestros padres que nos trajeran al mundo.

Por lo tanto, podríamos pensar que sólo nos obligan aquellas relaciones que elegimos. Sin embargo, en realidad tendemos a sentir lo contrario. Nos sentimos ligados por ambos, nación y familia y consideramos la traición respecto a ellos como la falta más grave.

De ahí que las personas que revelen a los demás confidencias de otras, o lesionen sus intereses, para obtener beneficios de cualquier índole, son claramente culpables de deslealtad. Por eso decimos que tales personas «han traicionado nuestra confianza».

De idéntica manera, mantenemos la contradicción y nos sentimos libres de abandonar sin temor a la desaprobación, aquellas relaciones humanas que hemos elegido libremente, sean estas, personales, sociales o políticas.

No podemos mantener en nuestro análisis un mínimo de objetividad, si no subrayamos que el trabajo político, está conociendo uno de sus periodos más oscuros. No es casualidad, hay  sobradas razones para ello.

La dedicación prioritaria en defensa de sus intereses partidistas y personales, unido a la desleal y poco edificante confrontación pública que ante la sociedad están escenificando sin el más mínimo rubor, hace que una gran parte de esa sociedad manifieste su desprecio por el mundo de lo público, en especial por la clase política.

Lo terrible es que el «sistema» se defiende a sí mismo y hace mayor y más profunda la fachada detrás de la cual, los representantes «electos» de la sociedad, blindan su impunidad y esconden sus miserias.

Llegados en el análisis a la lucha partidaria y su inevitable «mercado de valores», debe explicarse con detenimiento dada su importancia, que en la formación de una coalición de gobierno, los partidos no eligen socio por criterio de proximidad ideológica, sino teniendo en cuenta las conveniencias del reparto de poder.

El reparto de poder entre partidos coaligados, se realiza en la mayor parte de los casos mediante la concesión de áreas enteras de gobierno a cada uno de los partidos, y no tiene que ser necesariamente proporcional al apoyo electoral obtenido por cada uno de ellos, sino que suele depender de la fuerza que proporciona a un partido, que pretende gobernar careciendo del refrendo necesario.

Por otra parte, los intercambios de votos y favores pueden darse incluso entre distintos parlamentos, sin duda, lejos de la intención de sus votantes. No es de hoy sino de la década de los ochenta del pasado siglo –más de treinta años– cuando el partido que hoy dirige el Sr. Ortuzar y entonces lo hacía el Sr. Arzalluz, pactó con C.P. la formación de mayorías en los Ayuntamientos de Bilbo y Gasteiz, así como en la Diputación Foral de Araba, a favor de alcaldes y presidente del PNV, dando a cambio su «abstención» en la elección de presidente de La Comunidad Autónoma de Nafarroa, para que fuera elegido el candidato de C.P.-UPN.

Desgraciadamente, no es mucho lo que en treinta años ha cambiado el «mercado de valores» citado con anterioridad. Hoy hay más actividad política en hoteles y paradores que en los despachos del propio Congreso.

Ante esta realidad tan frecuente, qué decir, cuando el Sr. lehendakari exige que es en el Parlamento de Gasteiz y no «fuera», donde se debaten y deciden los «acuerdos».

Permítanme una pregunta; ¿cómo era aquello de «el mentiroso y el cojo»?

Quizá alguno de ustedes lo recuerde.

Buscar